MEMORIAS DE UN ANTIMODERNO
1.
Permítanme presentarme. Tengo mas de 50 años, soy pesimista en filosofía y reaccionario en política. Como Chesterton, en la etapa final de mi vida me he convertido al catolicismo. Pero no siempre fui así, cuando tenía la mitad de edad que ahora, me comportaba como un izquierdista.
Con el cadáver del Caudillo aún caliente, me presenté en el Regimiento de Caballería para cumplir prácticas como Sargento de Complemento. Lucía una barba a lo comandante Che Guevara y portaba un saco de libros. Literalmente un saco, había atiborrado el macuto reglamentario con todos los ejemplares que tenía (ya imaginan, Freud, Mann, Marcusse), excepto los de Medicina. Acababa de terminar la carrera, como Céline, justo antes de incorporarme a mi destino.
Los oficiales del Regimiento gustaban de mamarse a diario en la residencia de Suboficiales donde yo vivía. Rápidamente se dieron cuenta de qué pie cojeaba. Uno de ellos, que era teniente de mi Sección de Carros de Combate, se dirigió a mi con los ojos inyectados en sangre y trastabillando: "Soy mas facha que Hitler, Franco y Mussolini, juntos. Que sepas que te he calado, y por mis huevos que de aquí no sales vivo".
Aquella noche me senté ante un plato de judías verdes con hebras. Por primera vez en mi vida no tenía apetito, pero me sobrepuse gracias a los consejos de un sargento chusquero que allí habitaba. A la mañana siguiente me enfundé en un uniforme de segunda mano, color azul vaquero usado. Me afeité y calé ladeada la boina negra. Durante todo el día afecté un comportamiento a lo sargento Gorila. Por la noche, parte de la soldadesca intentó boicoterar, con gritos y chanzas, mi tarea como sargento de "semana". Encendí la luz del barracón y me paseé amenazante entre las literas, haciendo sonar el cañón del CETME contra las barras de los camastros. Raaaac, raaaaac. No volví a tener ningún problema, ni con los mandos ni con la tropa. Simplemente dejé salir la fiera que llevaba dentro, la cual había permanecido dormida por un exceso de lecturas perniciosas.
No he dicho nada todavía sobre mi casticismo melancólico, pero no hubiera podido ser de otra manera. Mi padre había nacido en el edificio situado enfrente del Convento de las Descalzas Reales, sede entonces del Monte de Piedad y hoy sala de exposiciones de Caja Madrid. En el siglo XIX ya ejercía allí mi bisabuelo de Portero Mayor, vigilando las alhajas que allí se pignoraban, no en vano el edificio era conocido como Casa de Empeño de las Alhajas. Por mi parte, fui bautizado en la parroquia de san Martín en la calle del Desengaño y viví de niño en la calle de la Estrella. La historia reciente de la familia era puro guerracivilismo, como la de casi todo el mundo en aquella época. Mi abuelo paterno era un hombre de derechas, pues ejercía un cargo relevante en la citada Caja de Ahorros y Monte de Piedad. Mi abuelo materno era de izquierdas y cuando los Nacionales entraron en su Toledo natal, fue detenido y condenado a muerte. Mi abuela, con sus dos hijos, buscó refugio en Madrid. Encontró trabajo como portera en Estrella 3. Allí conoció a mi padre, que vivía en el tercero derecha.
Hay circunstancias vitales que dejan una huella indeleble. Mi existencia quedó marcada por haber sido bautizado por un cura rojo, el primo Josefín. Recuerdo sus largas conversaciones con mi padre, al cual sacaba de quicio el discurso del curita. Sus ideas marxistas, trufadas de buenismo católico, chocaban frontalmente con la visión del mundo que tenía mi padre, liberal y ateo. Mas precisamente era ultraliberal y anticomunista. Le recuerdo siempre leyendo lo mismo, una y otra vez, las obras de Hayek y von Misses. Se quedaba dormido en el sofá, con una copa de Soberano en una mano y "Camino de servidumbre" en la otra. El hombre vivía en su islote intelectual. Era Perito Mercantil, hablaba idiomas, recibía en casa el Life y el Photograph, tenía profesora particular de inglés (Miss Mabel, que venía los domingos a comer a casa) y estaba empeñado en que mi madre trabajara. Nos obligaba a desayunar "corn-flakes", que obtenía a través de la Base de Torrejón, y sistemáticamente enviaba un paquete con ropa a Cuba, a un amigo de su padre que ya padecía entonces las escaseces del régimen castrista. Mi abuelo había pasado largas temporadas en Cuba, aún conservo una camisa de algodón con las siglas FG que compró en la isla en los años 30. Las colonias estaban presentes en la familia, mi bisabuela materna era filipina, sus rasgos orientales están todavía presentes en mi rostro.
La condena a muerte de mi abuelo materno fue conmutada y sustituida por cadena perpetua, en atención a un fibrosarcoma que obligó a amputarle una pierna. Viendo cercan su muerte, las autoridades franquistas accedieron a que pudiera pasar sus últimas horas en su domicilio junto con su familia. Las gestiones para facilitar este gesto fueron hechas por mi abuelo paterno, el cual gozaba de cierto predicamento en el Régimen, ya que durante la Guerra había ejercido de quintacolumnista. Había facilitado, en la Embajada de Chile, situada en la calle del Prado, el refugio de muchos perseguidos que ahora le pagaban su deuda. Mi padre siempre me contaba como una vez, paseando de la mano del suyo, se encontraron a un conocido abogado de entonces llamado Matos. Mi abuelo le advirtió del peligro que corría y le ofreció asilo, pero el abogado rechazó la oferta arguyendo que él nunca había hecho mal a nadie. A los dos días apareció muerto por varios disparos.
Durante toda mi infancia, a la hora de la comida, se hacía referencia a la necesidad de comer bien. El hambre que se había pasado "en guerra", planeaba sobre ese comentario. Se bendecía la mesa, se bebía vino (incluidos los niños) y se soslayaba cualquier comentario sobre la Guerra Civil.
Mi padre era obsesivo en el tema político, su aversión por la economía planificada le llevaba a rechazar cualquier ayuda social. El se consideraba un "productor", comentaba irónicamente, que quería vivir al margen de las estructuras del Estado. Tuvo que pedir un préstamo para poder financiar la operación cardíaca de una de mis hermanas, pero nunca le oí quejarse de tal circunstancia. Cuando se celebró el referendum de los 25 Años de Paz se palpaba la tensión en mi casa, pues mi padre quería votar NO, ante los temores que expresaba mi madre. Era partidario de que no se perpetuara el Régimen y de que Franco restaurara la monarquía con Don Juan, al que consideraba un liberal que nos sacaría de la autarquía y economia planificada imperantes en aquel entonces. Su anticomunismo le hacía simpatizar con el Dictador, pero no a tal extremo de soportar sus tropelías estatistas.
Durante toda mi niñez fui adoctrinado en l filosofía de la Escuela liberal de Viena, pero a mi tal matraca me entraba por un oído y me salía por otro. Contando apenas quince años, mi padre me obligaba a leer las obras de los maestros liberales para luego interrogarme. Una pregunta recurrente que me hacía era que "por qué los intelectuales odiaban a los ricos". Consideraba básico entender este arcano del funcionamiento de la sociedad, me explicaba por qué los intelectuales no podían soportar que un carnicero ganara mas que ellos e insistía que entendiera los resortes básicos de la naturaleza humana: envidia, egoísmo, avaricia y piedad. En realidad él despreciaba tanto a los ricos como a los intelectuales, y se hacía cruces por la ignorancia de la gente que le rodeaba. Se indignaba particularmente con mi madre y con su hermana, a las cuales consideraba el colmo de la ignorancia. Se sentía aislado socialmente, pues rechazaba de la pérdida de tiempo y dinero en "fruslerías y gollerías". Solo estaba interesado en trabajar, en leer sus revistas y en enredar con su colección de máquinas fotográficas. Compraba a diario el matutino ABC y el vespertino Madrid, que tras su cierre sustituyó por el Pueblo y mas tarde por el
Informaciones. La lectura compulsiva de Tebeos y periódicos en mi infancia, me dejó una huella indeleble. Mi padre no leía novelas, solo le vi en ocasiones leer algo de Papini o de Zamacois.
La hermana de mi padre, mi tía, estaba casada con un ex Divisionario Azul. Aparejador de profesión, hizo tempranamente fortuna como constructor, al lado de otros prohombres de la época como García Obregón (padre de la conocida actriz), que lógicamente se beneficiaban de sus buenas relaciones con el Régimen. Mi tío era natural de Brieva, en la riojana sierra de los Cameros, pero había alcanzado durante su vida en Madrid un gran refinamiento. Conducía un Mercedes en un época que no había todavía ni 600, y tenía un gran gusto por al pintura y la decoración. En casa de mi tío, desde muy pequeño, me aficioné a la pintura. Muchos años después, quedé consternado al ver el cuadro "El cabrero" de Zabaleta expuesto en ARCO. Me había pasado media infancia observándolo en su casa. Los abstractos de Viola que poseía, me introdujeron en un mundo de formas y colores desconocido.
La fractura social entre perdedores y ganadores de la guerra era evidente, aunque nunca se hablara de ello. La familia de mi padre nadaba en la abundancia. Mi abuela recibía puntualmente una pensión de su difunto marido, como compensación de sus largos años de trabajo en el Monte de Piedad. Mi otra abuela, la materna, no recibía nada, salvo los amargos recuerdos de la triste muerte de su marido tras varios años de cárcel. Su hijo había tenido que emigrar a Inglaterra, donde trabajaba como camarero. El tío paterno millonario y el tío paterno emigrante, eran los extremos de una tensa cuerda que nunca se rompía. La extrema generosidad de mi tío el ricachón contribuía a ello, pero yo me hallaba encima de esa cuerda. Nunca pude imaginar por donde se quebraría, tras la crisis del 73.
2.
Ser viejo tiene algunas desventajas, pero en compensación llegas a saber quién eres. Se ha dicho muchas veces que ser joven es una enfermedad que se cura con el tiempo, hoy sé que es muy cierto. También sé, y antes no lo sabía, que la naturaleza me ha dotado generosamente y que la rueda de la fortuna me ha favorecido numerosas veces. De niño sufría por no saber adaptarme al entorno, mi madre se quejaba de mi mal comportamiento en el colegio (que no en casa, donde era un santo) y eso me hacía sentirme mal. A los tres años me habían llevado a un colegio de monjas situado en la calle San Roque, donde estuve hasta los siete. Aquellas fementidas monjas me lo enseñaron todo, prematuramente, de forma comprimida. Cuando mi familia abandonó para siempre el castizo barrio de Centro, en el que habían vivido tres generaciones, para trasladarse al mas anodino barrio de Argüelles, me llevaron al Colegio Decroly de la calle de Guzmán el Bueno. Me dio la impresión de que en aquel colegio eran subnormales, enseñaban cosas que ya sabía de sobra y los torpes alumnos parecían no entenderlo. Por si fuera poco, me hicieron repetir un curso que se llamaba "Ingreso en el Bachillerato" por no haber cumplido los diez años preceptivos. Esta repetición me desequilibró, me sabía de memoria el contenido del curso. Me aburría mortalmente, quedé en un estado de ánimo que ya nunca me ha abandonado: me aburro con rapidez inusitada, no soporto a los pesados ni a los lentos. Cierto que en la clase había varios que sabían tanto como yo, pero pertenecían a la categoría de empollones pichafloja, por los que sentía un profundo desprecio.
Al comenzar el bachillerato nos juntaron a los del colegio de "arriba" (Guzmán el Bueno) con los del colegio de "abajo" (Rodriguez San Pedro), y nos llevaron a una sede del colegio que estaba todavía mas abajo (Blasco de Garay, cerca ya de los Bulevares). Aquello suponía una cierta degradación social y en consecuencia la aparición de los temidos matones del barrio. Uno gordo y seboso, de origen alemán, conocido como Hermann, quiso someterme. Rápidamente se organizó un círculo formado por horrísonas criaturas que gritaban: "Mátalo, Hermann, mátalo". Ese día descubrí que padecía una nueva tara, una rabia interior que me convertía en una fiera sanguinaria. El gordo Hermann fue la primera víctima. Este demonio interior nunca me ha abandonado, siento grande temor de mi mismo.
De los diez a los veinte años hice la carrera del libertino. Rake´s Progress. Me fui engolfando, de un colegio a otro, expulsado de internados. Motos y mujeres, muy tempranamente. Pelo largo y grasiento, gafas Ray Ban oscuras, a lomos de una destartalada y ruidosa Ossa enduro. En el colegio España, también del barrio, me gané el mote de "el hábil". Retaba a los profesores cuando me sacaban a la pizarra. Como me resultaba demasiado fácil la materia, jugaba con ellos. Para resolver una ecuación decía algo así como: "traspongo hábilmente seno coseno de x al denominador". Aquello les sacaba de quicio. Cuando usaba el borrador de la pizarra lo llamaba "módulo lunar" y decía algo así como: "alunizo con el módulo, hábilmente, sobre un cráter". Cuando pasaban lista contestaba "tervilor", ante la rechifla de mis compañeros. Contaba con una baza secreta, el director del colegio era vecino de mi casa y gran amigo de mis padres, por lo que me sabía inmune a la expulsión. Era un gamberro integral y nunca he podido abandonar lal tentación.
Hubo hazañas sonadas, como cuando la Guardia Civil tuvo que entrar al Monasterio del Escorial a desalojarme, pues me había amotinado contra los beneméritos Padres Agustinos que regían el colegio donde estaba interno. La chispa que encendió el fuego era la negativa de los curas a que comiéramos galletas Chuiquilín, como ellos mismos, en vez de las sosas María a las que nos habían condenado. Nunca olvidaré la cara de mi pobre padre cuando tuvo que ir a rescatarme al cuartelillo, donde por cierto me dieron una buena mano de hostias, que todavía, hoy, agradezco. Ni a mi padre ni a mi se nos ocurrió protestar por semejante abuso, que nos pareció la cosa mas natural del mundo. Otra vez, a uno que se quiso quedar conmigo, poniéndome en la cama un murciélago muerto de cuya boca salía semen (era leche condensada), le obligué a comérselo. Aborreció la carne, después de aquello, si bien tampoco había muchas ocasiones de probarla en el internado.
En cierta ocasión, unos amigos que había conocido en el internado se quejaron de la endémica falta de mujeres que padecían. Yo prometí solucionárselo, llevaría material para todos si cumplían mis condiciones. En el piso de los padres de uno de ellos, ordené que se retirarán todos los muebles del salón y se sustituyeran por colchones. La estancia se debía iluminar con bombillas rojas. Me presenté con mi novia V., una gachí de 1,85 a la que deberían respetar. Cuando acabé con ella, la despedí cariñosamente y di entrada a dos nuevas amigas, Q. y A. Ante el asombro de mis amigos las insté a que yacieran comunalmente con todos nosotros. Aunque con desigual suerte para los invitados, ellas cumplieron con dignidad, soltura y buena mano. No se lo podían creer, estamos hablando del año 1973, me convertí en una leyenda para ellos. A mis amigas les gustaban los tíos, pero no todos. En cierta ocasión le pedí a mi amigo E. que me dejara el piso de sus padres para levarme a Q., a cambio de prestarle la Ossa enduro. Accedió gustoso, pero al rato se presentó en su casa con la pretensión de disfrutar él también de Q. No puse inconveniente, pero ella no parecía estar dispuesta. Entonces mi amigo, en frase que ha pasado a la leyenda por su exquisita forma y ajustada racionalidad, exclamó mientras asomaba su enhiesto pene por la bragueta: "Folla hijaputa, qué mas te da".
Salir del infierno es azar caprichoso, ruleta de la fortuna que te libra de la ruleta rusa. Una mujer y una moto me sacaron de las simas del Averno. Ya en la Facultad de Medicina, continuaba con mis pendencias. Organizaba carreras de motos (con Bultaco Junior) y coches (con 600) por las calles de la Complutense. Había una chica que me gustaba, llevaba un pantalón vaquero con una margarita en cada trasero, larga coleta y tenía un Dyane 6 naranja. Decían de ella que era de familia pija y que vivía en barrio de Salamanca. Le ofrecí dar una vuelta en mi 600, con el que acostumbraba a tomar las curvas en dos ruedas. Naturalmente, volcamos. Mi amigo J. y mi amigo M. (que había participado en la bacanal de las bombillas rojas) nos acompañaban. Entre todos dimos la vuelta al coche y continuamos nuestro camino, ya con mas prudencia. Por qué E., aquella chica, decidió ser mi novia y luego casarse conmigo, es algo que nunca nadie ha comprendido, quizás se golpeó en la cabeza en aquel accidente y se trastornó. Pero E., guapa, rica y bondadosa se enamoró de mi, feo, pobre y malvado. También se enamoró de mi amigo J., pero eso ya es otra historia.
Mi padre, que veía llegar la crisis económica galopante de mediados de los 70, decidió hacerme un regalo, "el último que te haré en mi vida", me dijo, y lo cumplió, por cierto. Me compró un moto de carreras, una Pursang, y un remolque para llevarla. Le pusimos bola al Dyane 6 naranja y nos lanzamos a los circuitos. Como ya han adivinado, terminé dándome el gran hostión. Me quedó el brazo derecho hecho una braga, todavía me sigue doliendo. Pero lo peor fue el golpe en la cabeza, perdí totalmente la memoria. Lo que aquel día aconteció me lo ha contado cien veces mi amigo J., porque no recuerdo nada. Mi primer contacto con la realidad fue brutal, me veía en un espejo con el rostro vacío, sin saber quién era. Se había borrado toda mi existencia previa. Pasaron muchos días hasta que desperté en Junio de 1975. Aquel día decidí romper con mi pasado, me dedicaría a estudiar y a salir con mi novia. Cumplí, vaya que cumplí.
3.
Hoy veo con espanto los años de mi juventud, malgasté mis fuerzas, no solo en golferías, sino como ya anticipé, en izquierdismos de salón. Cierto que la Dictadura no se tambaleó por mi causa, pero ello no me procura menor arrepentimiento.
Fui miembro destacado de un grupo de teatro aficionado que pretendía representar una obra de un tal Martinez Mediero, cuyo contenido, naturalmente, era una acerva crítica al Caudillo. Tal crítica, no obstante, debería ser muy velada, pues aunque me sabía el texto de memoria no alcanzaba a entender en qué consistía. El director de la compañía, a mas de progre, era un insensato. Nos tuvo ensayando varios meses, incluso en el teatro donde se iba a representar, pero cuando hasta teníamos las entradas para el día del estreno, se acordó de que no habíamos pasado la censura. Un pequeño detalle sin importancia, pero que en 1972 impedía hacer una representación pública. Yo estudiaba COU y había vendido bastantes entradas a mis compañeros, que estaban deseosos de ver la "hábil" en escena. Me horrorizaba quedar ahora como un pazguato, después de lo que había largado sobre mi antifranquismo militante, así que decidí solucionar el asunto por mi cuenta. Aprovechando mi gran amistad con Pedro Zaragoza, hijo del alcalde de Benidorm del mismo nombre y al que había conocido en mis veraneos en ésa villa, hice una gestión en las mismas entrañas del Régimen. Mi amigo vivía ahora en Madrid, pues a su padre le habían hecho Subsecretario de Información y Turismo a las órdenes del ministro Sánchez Bella. Le pasé el guión de la obra, con la petición de que agilizara, y engrasara en lo posible, su paso por la censura. Efectivamente, en menos de 24 horas obtuvimos respuesta. Don Pedro le arreó un hostión a su hijo al mismo tiempo que le tiraba el guión la cabeza. Claro que llovía sobre mojado, unos días antes habíamos emborrachado al porteo de su casa y le habíamos convencido para que firmara unas letras para financiarnos una moto de carreras. También solíamos presentarnos en el restaurante Jai Alai, donde su padre tenía crédito, dejando grandes cuentas pendientes. Ahí comenzó mi afición al vino de calidad. Naturalmente que la obrita de teatro nunca llegó a representarse.
Por aquella misma época mi padre compró un radio cassette Grunding que incorporaba FM, una verdadera revolución para entonces. Sintonicé Radio Popular FM, una emisora que acababa de inagurar Alfonso Eduardo y que se dedicaba sin descanso a la música "progresiva". Un día, un presentador llamado Javier García Pelayo, pidió voluntarios para pinchar en la emisora. Pensé que habría cola, pero solo me presenté yo. La audiencia debería ser paupérrima, porque hacíamos concursos en los que regalábamos un LP al ganador y apenas recibíamos contestaciones. Se trataba de adivinar quién era el guitarrista, bajo y batería, de ciertos temas. Me llevé varios LPs a través de un primo mío, al que le daba el soplo de las contestaciones correctas aprovechándome de la información privilegiada que poseía. Por aquella emisora pululaban curiosos personajes como Gonzalo, el hermano de Javier, que luego se haría famoso como jefe del clan de los Pelayos, que se dedicaba a arruinar Casinos. También andaba por allí Julito Ruíz, con la misma voz aflautada con la que nos sigue castigando en Radio 3, treinta y cinco años después. Aquí también existía el problema de la censura, pues debíamos informar anticipadamente de lo que íbamos a pinchar, pero en éste caso era un mero trámite.
Pese a mi juventud, estaba muy puesto en música, pues me había curtido desde niño con el programa "Musicolandia" del Mariscal Romero. También tenía una excelente discoteca que me proporcionaba una prima mía, hija del tío emigrante y conocedora por ello del inglés aprendido de niña, que era la secretaria de Jose Luis Uribarri. Era, además, punto fuerte en la discoteca M&M, donde llegué a ver actuar a mis ídolos de entonces, los Soft Machine. En la emisora se vivía un ambiente de izquierdismo radical. El jefe del cotarro era el polifacético Gonzalo García Pelayo, que había producido al grupo Smash, pionero del rock-flamenco. También trabajaba en las campañas del PCE y era director de cine. Nunca olvidaré el día que murió Ezra Pound, pues se dedicaron a insultarle sin miramientos. Así me hice adicto a los Cantos del viejo gruñón, poeta del que, por cierto, nunca había oido hablar.
Me aficioné entonces al jazz y al flamenco. Gonzalo era un experto y ponía cintas de Pepe "el de la matrona" o del "Habichuela". Juan Claudio Cifuentes y Paco Montes, hacían por la noche un programa de jazz. Gracias a ellos aprendí a escuchar a Thelonius Monk o a los Weather Report. Con apenas 18 años, tenía todo aquello en la cabeza.
Mis experiencias teatrales y musicales me llevaban a considerarme como un "iniciado", al margen de las paparruchas televisivas y radiofónicas de la época. Ello me generaba, absurdamente, un odio visceral al Régimen, al que identificaba con toda aquella caspa intelectual. El 20 de Diciembre de 1973 iba subiendo la cuesta de Hermanos Bécquer en mi moto, cuando oí un gran estallido. Me pareció incluso excesivo para provenir del tubarro modificado de mi Ossa Enduro. Observé un gran humareda, pero prudente, no intenté acercarme y me dirigí al CEU, situado en la propia calle Claudio Coello, donde debía recoger mis notas de primero de Medicina. Tan peculiar fecha para recoger las notas era consecuencia del llamado calendario "juliano", introducido por un peculiar ministro de Educación que respondía al nombre de Julio. Dicho calendario, que fue rápidamente modificado, pretendía que los cursos académicos coincidieran con el año natural, de Enero a Diciembre.
En las oficinas del CEU cundió el nerviosismo según iban llegando las noticias. Recogí mis papeletas y me quedé allí esperando. Sobre la una de la tarde se confirmó la noticia, ETA había asesinado al Almirante Carrero Blanco. Mi reacción, delante de toda aquella gente, fue estentórea. Me puse a dar saltos de alegría y a dar vivas a ETA. Aún lo recuerdo como una pesadilla ¿Cómo pude ser tan imbécil?
1 – 200 de 440 Más reciente› El más reciente»