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Todos van a la filosofía como quien va a Lourdes, esperando compensar sus deficiencias con la vaguedad ausente de rigor de tan inasible disciplina. ¡Rigor, desengáñense ustedes, el de la física teórica!
En filosofía todo vale y cada cual puede pasar de macuto su pequeña gracia, puede recitar con voz trémula la poesía tan bonita que mejor se sabe: la raíz cuadrada aquella que aprendí en Industriales, un poquito de Topología para andar por casa, la lista de los reyes godos... El cura meterá ese sermoncillo que sus dificultades con el párroco siempre le han vedado y el reformador social su tesisantitesisíntesis -misterios gozosos- que su mala disposición para la economía deja sin infraestructura. Todos están de acuerdo en que los alevines de filósofo no pueden seguir vegetando a costa del Estado, comiéndose el erario público sin dar nada a cambio, dedicados a maniáticas o incomprensibles tareas, divagando con escandalosa ineficacia sobre temas absurdos o ya resueltos prácticamente por otras disciplinas más serias. Al filósofo, que está desnudito y tumbado al sol en el ‘campus’, paciendo margaritas, quieren vestirle a la fuerza: o de uniforme, o de sotana, o con bata de laboratorio.
Lo que hay que evitar a toda costa es que el filósofo rinda, que rinda hasta quedar rendido. La materia a la que dicen dedicarse es tan impalpable, tan compleja en su insustancialidad, tan inexistente, que se vuelve contra ellos mismos y muerde la mano que quiere manejarla. Por mucho que carraspee y se ponga serio, por muchas horas que dedique al estudio y muchos libros que publique, el filósofo siempre resulta fastidiosamente sospechoso para los especialistas. El uniforme le viene estrecho, la bata grande, la sotana corta...
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El insigne pedagogo ha hecho el milagro de convertir sus azoros en silogismos, sus espantos en curiosidades, sus sendas perdidas en autopistas: nada se resiste a una lección bien estructurada. Funcionando en el vacío, alimentada con retazos de otros saberes o de negaciones positivizadas, asimilándolo y degradándolo todo, desde el derecho penal a la fisión nuclear, la pedagogía estatal alcanza en clase de filosofía su logro más indiscutible: domesticar, adormecer y hacer funcionar por su sola forma, sin necesidad de responder siquiera a ninguna necesidad real de la producción. Nada por aquí, nada por allá y ¡ale hop!..., ¡aquí tenemos una carrera universitaria!
Hoy, todo recurso a lo teórico es desaconsejable, incluso con fines apologéticos. El dogmatismo quisiera carecer completamente de libros: como tal objetivo no parece posible de conseguir, los reduce a practicones y manuales de urbanidad. La filosofía es inútil y descortés; su dudosa eficacia como neutralizadora de perplejidades no compensa los riesgos de recurrir al pensamiento, del que la propaganda ya ha aprendido a prescindir en favor de la imagen o del martilleo subliminar. Que la filosofía va a desaparecer de los planes de estudio parece algo indudable. El primer paso para su supresión como instancia social agresiva lleva de la filosofía asilvestrada a la doméstica; luego, la cosa sigue cayendo por su propio peso”.
Post- Facio Y para finalizar, así, entre paréntesis, concluía la columna de Haro Tecglen, arriba citada, con un gran, grande homenaje:
“La suerte del filósofo francés contemporáneo es nefasta: alguno mata a su mujer, otro se suicida mediante el sida… otro más por la ventana…
(Aquí fue Fernando Savater quien nos trajo, o retrotrajo, a Nietzsche, como Deleuze en París. Le abrazó, le defendió, le desnacificó. Savater es jocundo y claro, por eso se lo lleva el periodismo. "Aclarémoslo", dirá él siempre contra el oscurecer de don Eugenio D'Ors –quién decía a su secretaria: "¿Ha quedado esto claro?". "Sí, maestro". "Pues oscurezcámoslo"-.
No le veo en el suicidio. El único peligro que tiene es el colesterol del gastrónomo o la coz de un caballo en Deauville. Y las amenazas de las malas bestias).”
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