A ver qué historiador que no sea Pío Moa es capaz de darle en los nudillos de esa forma a Beevor:
Antony Beevor: una historia de mucha clase
Por Pío Moa
Aunque dista mucho de la verdad el aserto de que la historiografía británica sobre la República y la Guerra Civil supera a la española, debe reconocerse que hizo esfuerzos notables, y que deja atrás a la francesa, demasiado directamente marxista. Uno de los mejores libros ingleses, el de R. Robinson sobre los orígenes del franquismo, está casi olvidado, mientras se siguen citando como modélicos los muy superados de H. Thomas o G. Brenan.
Sobre algunas concepciones algo pintorescas de R. Carr ya he hablado en otra ocasión. En cuanto a P. Preston y sus alumnos, con ellos la historiografía británica en este campo ha sufrido un gran retroceso. Y el reciente libro de A. Beevor La guerra civil española no permite tampoco el optimismo.
Del señor Beevor conocía su relato de la batalla de Stalingrado, que, a falta de análisis estratégicos e ideológicos de cierto calado, me pareció un reportaje muy notable, si bien no podría juzgarlo a fondo, al no ser yo especialista en la materia. En cuanto a su libro actual, llama la atención su inicial declaración de principios: "La verdad fue la primera víctima de la guerra civil española, un conflicto que (…) ha generado una controversia más intensa y más polémica que cualquier otro conflicto moderno, segunda guerra mundial incluida. El historiador que, desde luego, no puede ser totalmente desapasionado, no debe ir más allá de comprender los sentimientos de los dos bandos, demostrar hipótesis previas y ampliar fronteras de lo que ya sabemos sobre la guerra civil. Los juicios morales deben quedar a la conciencia del lector".
Declaración notable porque el autor no la cumple. Los dos bandos son descritos según tópicos muy envejecidos y aceptados con total credulidad; tampoco queda claro qué hipótesis previas demuestra, y su dependencia de fuentes secundarias, salvo en algunos temas, le impide ampliar ninguna frontera. Los errores de detalle también abundan. La verdad sigue siendo víctima, si bien más del historiador que de la guerra misma.
Los errores de detalle se cuelan inevitablemente en cualquier libro, pero son secundarios, salvo cuando menudean o falsean mucho los sucesos. Harto más decisivos son los errores de enfoque, pues un enfoque distorsionado desvirtúa todo el relato y multiplica los errores de detalle. El distorsionado enfoque de Beevor, como el de Preston y tantos otros, consiste en ese marxismo diluido y ecléctico extendido en muchos medios académicos, y que no mejora la doctrina original. Ignoro si Beevor se dice marxista, supongo que no, pero esa ideología ha tenido tal influjo que ha contaminado hasta la historiografía conservadora.
Así, al explicar la España de principios de siglo, nuestro autor sostiene: "Tanto el partido liberal como el conservador representaban, con matices, los intereses de la nobleza, la Iglesia, los terratenientes, la propiedad campesina media y la burguesía administrativa, industrial y financiera, mientras que los minifundistas, pequeños propietarios agrícolas, arrendatarios y las clases medias de las ciudades podían poner sus esperanzas de mejora social en pequeños partidos republicanos y en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) (…) Los jornaleros del campo de Extremadura, Andalucía, La Mancha, y los proletarios industriales de las ciudades, sobre todo de Cataluña, se encuadraban mayoritariamente en la (…) CNT, el sindicato anarquista". Típico "análisis de clase" marxista que tanto hemos conocido y aplicado algunos. Que Beevor lo reproduzca a estas alturas sin el menor atisbo crítico sólo indica cómo la historiografía puede anquilosarse y degenerar en series de historietas.
El autor británico, puestos a eso, debiera empezar por preguntarse sobre el contenido de esos intereses de liberales y conservadores. Si lo hiciera, tendría que admitir que a la oligarquía por él descrita le interesaban las libertades políticas, las cuales permitían asociarse, hacer propaganda y concurrir a las elecciones a los demás partidos, incluidos los dispuestos a aplastar las libertades e imponer sus dictaduras tan pronto pudieran. Pues los partidos representantes, según nuestro autor, de la nobleza, la Iglesia, los financieros y demás eran quienes habían organizado el sistema liberal y constitucional de la Restauración.
Y, ya metidos en harina, el señor Beevor debiera aclararnos también los intereses de las clases medias y obreras, encarnados, afirma él alegremente, en el PSOE y la CNT. ¿Consistirían esos intereses en la abolición de las libertades burguesas y la instauración de dictaduras totalitarias ejercidas por castas omnipotentes en nombre del proletariado (PSOE), o de la emancipación general humana (CNT)? Pues eso perseguían unos y otros. También podría el autor británico meditar sobre enigmas como éste: ¿cómo llegó a haber cuatro partidos "representantes" de los intereses obreros, y que terminaron asesinándose entre ellos? Tras el derrumbe del marxismo y otras ideologías mesiánicas, parece exigible someter a algún examen crítico los dogmas "de clase", pero el señor Beevor parece seguir sintiéndose a sus anchas en ellos, como si nada hubiera pasado. Sobre tan arenosas concepciones construye su historia. No es buen comienzo.
Pero incluso en su terreno el autor revela un conocimiento precario de la realidad española cuando adjudica al PSOE los intereses de "los pequeños propietarios agrícolas" y "las clases medias urbanas", y atribuye a la CNT la del proletariado urbano y agrario. El PSOE, partido marxista siempre muy radicalizado –excepto durante la dictadura de Primo de Rivera–, se extendió entre los proletarios de Vascongadas, Asturias y Madrid, sobre todo. Mismo error en la atribución de 700.000 afiliados a la CNT en 1919, cifra propagandística como las de tiempos de la República (de un millón y un millón y medio, tanto para la UGT como para la CNT), manejadas por historiadores poco atentos. Si el señor Beevor se hubiera molestado en contrastarlas con la representación oficial de los congresos generales y otros datos, habría debido reducirlas a la mitad, y aún entonces mirarlas con desconfianza.
Ahora bien, la afiliación real o imaginaria de la CNT o la UGT tampoco significa, insisto, la representación de los "intereses" obreros (la dictadura totalitaria, en tal caso). Como tampoco los liberales y conservadores representaban a la oligarquía que supone el historiador: las libertades son un interés general, y no "de clase". Obviamente la cuestión de las libertades y la democracia, absolutamente crucial, a mi juicio, para entender el siglo XX español, carece de relevancia o la tiene secundaria en el análisis del señor Beevor. De referirse a su país quizá habría sido más cuidadoso, pero también abunda en la intelectualidad británica esa actitud arrogante frente a historias foráneas.
Otro error de enfoque subordinado al anterior aparece en las estadísticas seleccionadas sobre pobreza, analfabetismo, etc., aceptadas también sin crítica y olvidando algo elemental: tales cifras carecen de significado si no se las compara con la situación anterior y con la de otros países europeos de la época, ricos y pobres. Esas comparaciones indican que España se hallaba en posición desventajosa con respecto a los países ricos de Europa, pero no tan mala en el más amplio círculo de los pobres. También le habrían indicado que, bajo la liberal Restauración, España no estaba estancada. Tras las guerras napoleónicas el país había sufrido un retraso creciente con respecto a la dinámica Europa industrial, pero la Restauración permitía, por primera vez desde principios del siglo XIX, un progreso sostenido y acelerado.
Al exponer las estadísticas como lo hace, el autor sugiere que los "intereses" oligárquicos eran culpables de ellas, mientras que los partidos obreros o progresistas habrían logrado un crecimiento superior y la erradicación de diversas lacras sociales. Pero si se hubiera molestado en examinar las doctrinas de aquellos partidos obreros y demás, habría comprendido que sólo podían traer la convulsión social y dictaduras de un tipo u otro. Como ocurrió exactamente. La Restauración no era una democracia plena, pero sus libertades, por su propia existencia, empujaban hacia ella con gran fuerza. Y había en el mundo, incluida Europa, muy pocas democracias reconocibles como tales con la perspectiva actual.
La democracia no llegó a completarse, arguye el señor Beevor siguiendo un tópico archisobado, porque la oligarquía no habría emprendido reformas a fondo, por temor a perder sus privilegios. ¿Seguro? Algo de ello hubo, claro, pero ¿acaso las propias libertades políticas traídas, según Beevor, por los privilegiados no constituían un ataque permanente a sus privilegios? ¿Y por qué no examina el despistado historiador la conducta de los partidos del progreso? Pues esos partidos no hacían de sus objetivos totalitarios una referencia vaga, sino que pugnaban por ellos hostigando sin tregua al régimen de libertades, mediante insurrecciones, terrorismo y separatismos.
Como tantos intelectuales menospreciadores de las libertades burguesas, el historiador británico pasa por alto este factor decisivo, que convulsionó al sistema liberal hasta hundirlo. Se trataba de una oposición mesiánica, violenta y contraria a la libertad, de ningún modo partidos razonables y progresistas frustrados por el cerrilismo o por una inexistente tiranía de los liberales. Si al analizar las raíces de la guerra el historiador cae en tales distorsiones y omisiones, es fácil saber de antemano el resto de su relato.
En un próximo artículo examinaré algunas consecuencias del "análisis de clase" beevoriano, por lo demás tan común. No me extenderé demasiado porque voy a dedicar, en La Razón, una serie larga de artículos a examinar la abundante bibliografía que está saliendo sobre la República y la guerra, y que en su inmensa mayoría reproduce, increíblemente, una propaganda ya demasiado vieja y agotada.
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