So puta, que te has corrido. Me lo dice al oído. Y es que no es lo mismo ni parecido, porque más que hablar, se me desliza para dentro para dentro y entonces, pues lo que pasa, acabamos de follar y me levanto a tender una lavadora, a poner en órbita mi casa y en cuanto me agacho a recoger la ropa tirada, el barullo, se me viene otra vez encima. Es que me vuelves loco. Me lo dice al oído. Y aprieta la mandíbula, como avaricioso, mientras se me lanza al canalillo y se cuela por debajo de la falda, con la boca abierta, y tan rápido que caen los platos, los vasos, que lo tiro todo, porque no es lo mismo ni parecido. Como no lo son tampoco las comidas, fatales, que queriendo ser capaz de servir la sopa levanto el brazo así, con el cucharón diciendo: no sé si estará demasiado caliente y hala, la urgencia de tocarme y entonces gateando, como animales que nos meamos de la risa, me persigue por las patas de la mesa hasta que me caza y rompe lo que lleve encima, fuera fuera a arañazos, y se vacía imposible saber ya de qué. Es que mira que me gustas. Me lo dice al oído. Y queriendo irse, nunca consigue marcharse. Aunque se vaya. Porque si sale a por cualquier cosa, a solas me vuelve a la cabeza, so puta, cómo me gustas, córrete, pero córrete, deslizado esta vez de dentro a fuera, ferozmente esponjándose, que resuena tan alto que lo tienen que escuchar allá en la China, y me flojean las piernas y de las manos se me cae la ropa para doblar y entonces busco la cama, que sólo tengo fuerzas para llegar a la cama y se me abren las piernas hasta con estrépito y a todo eso escucho las llaves y bufando, seguramente volviendo desde la China recorre el pasillo, ¿dónde andas? y la falda se me viene a la cintura, que parece que ya sabe lo que va a pasar y domesticadas las caderas buscando el techo tan violentas que entierro la cara, que no quiero verlo, entre las almohadas y oigo el portazo, pum, los botones de la chaqueta contra el suelo, pero qué puta eres, y el cinturón y los zapatos y los calcetines y todo cayendo o desplomándose o no sé si quizá todavía puesto, cuando aquel descorre las cortinas, abre los balcones, ven aquí y el parque abarrotado, festivo, y de rodillas a lametazo limpio para después bárbaro clavármela mordisqueándome la oreja, y correrme gritando pero a trompicones, ahogándome, los vecinos comprando globitos y echándole comida a las palomas, algunos incluso mirando y yo riéndome a carcajadas, cubriéndome como puedo el pecho con los geranios para acabar en el suelo sudados. Oliéndonos las manos a sexo y a sucio. Elementales, algo pacíficos, levantándonos y besándonos todo el camino de vuelta a la mesa. A terminar la sopa. Desordenadamente.
Cuando el señor Z toma entre los dedos una tostada con mantequilla y confitura, el tiempo de la señora Z se detiene. Para acompasarlo, ella deposita con resignación la cuchara en su platillo de té. Como es costumbre, su esposo se inclina sobre el servicio de mesa y moja la tostada hasta la mitad. A pesar de conocer los efectos, persistentemente hasta la mitad. Tal y como es de prever, al morderla no es capaz de abarcar la cantidad suficiente entre los labios —la porción pulcra, la corrección— y le quedan los pelos del bigote llenos de sebo, chorreándole además algunas gotas de leche por la perilla abajo. Inclusive varias fracciones arrancadas y no devoradas de pan se precipitan de nuevo en el café desde una altura colosal, salpicando el mantel de hilo. Mientras el señor Z acaba de cebarse, la señora Z, apropiadamente, apoya los brazos sobre la mesa con la vehemente certeza de que necesitaría verlo muerto, abierto en canal con el cuchillo de mesa, disgregándose por una monstruosa herida o electrocutado friéndose en su inmensa montaña de miserias, pero enseguida. Que ella apuraría su té sin perturbarse.
Etiquetas: Faustine de Morel
«El más antiguo ‹Más antiguo 1001 – 1074 de 1074