Corría el curso 92-93, Los Remedios. Era sábado noche y me encontraba en una habitación de apartahotel reconvertida a piso, acompañado por mi camarada Juanillo. Veíamos Sensación de Vivir y nos descojonaban las peripecias de Dylan McKay, un Jimmy Dean de telefilme a quien su amigo recriminaba el retorno a la bebida. McKay se había empipado dos botellitas dos, esas de uso individualizado que popularizaron los aviones y los puestos de escopeta de feria, pillando una cogorza de espanto.
Mi amigo y yo nos reímos aún más con la patética resaca que sobrevino después. Humor involuntario. Nos burlábamos entonces de los americanos, de su prohibición de beber alcohol hasta los 21 años, de la moralina catódica. Era viernes noche y Juanillo y yo cumplíamos con el rito de pimparnos unos pares de litronas y una botella de whisky. Veíamos Contacto con Tacto, presentado por un Bertín Osborne en evidente embriaguez y salíamos a la noche. No usábamos coche, estábamos escarmentados: un verano reciente tuvimos un siniestro total en la carretera de Marbella.
Las drogas, qué malas. No como el alcohol: abundante en fiestas universitarias, en el bar de la esquina, donde por la mañana se sirven carajillos y copas a palo seco. Abundante en las comidas de negocios, ese ritual donde la mujer está más evidentemente discriminada. Porque abstemios machos no hay en esos niveles.
Y a continuación, unos minutos musicales.
En aquellos tiempos pasaban mucho el anuncio de los gusanos de la coca, una carísima idea comprada a Saatchi and Saatchi. El Plan Nacional contra la Droga se ponía gallito (lo de Stevie Wonder había sido de la DGT, ¿alcohol vs. salud? la sociedad no sabía), pero decenas de miles de jóvenes se metían cada noche de ocio una docena de pelotazos. En las calles y los portales.
Nos lo pasamos bien Juanillo y yo en esos años y durante los siguientes. Éramos peces en distintos acuarios etílicos: las cruces de Granada, los carnavales de Cádiz, el Sevibus a Madrid, los primeros Benicássim, San Fermín. Para todo lo demás, Octavio Paz.
Lo puedo relatar en plan Nexus: en el Rocío he visto cocaína embutida, como una barra de mortadela boloñesa, servida en rodajas; he visto peleas a hachazos en el herbáceo pasillo de un rave de extrarradio; he batido saltamontes en la barra de una piscina con olor a cerdo en tierras de jabugo; he colgado de los puentes, tirado una bombona desde un sexto, pegado sabanas himenadas en las paredes, defecado en la bañera, dormitado en una vía de tren...
Entretanto, los mayores nos daban la razón. Creo que fue Maruja Torres la que denunció la noñatería de Leaving las Vegas.
Pero lo cierto es que la mierda tiene más lirismo que épica: para desinfectar, pasaremos a continuación unos minutos musicales.
Veo el anuncio y pido comida a domicilio. No me traerán cerveza porque han pasado las diez. Pero los botellones persisten. Parece que pasados varios años, las autoridades repararon en que molestaban a vecinos como Muñoz Molina. El ruido nocturno, el amanecer con olor a pis y vómito. Así que han dispuesto botellódromos.
Y bueno, estuve en Rusia recientemente. Se repetía en cada calle la estampa diurna de ciudadanos caminando con cervezas en la mano. Botellas de medio litro. El yuppie y la ama de casa; el adolescente y el financiero cincuentón. Aún no les han confinado. ¿Están en la etapa de Juanillo y yo? ¿Se reirían si les digo que en mi país un supermercado no vende priva a un menor de 18?
De vuelta a esta latitud más cálida, avistando el otoño de mi recorrido, lo cierto es que ya apenas veo a Juanillo; acaso en alguna cita navideña, una jornada ferial o un pasatiempo de Rodríguez. La última vez le dije que la vida es lo que es y no lo que era. Me replicó que soy un cínico.
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