En “1984”, Orwell enfrenta a un miserable individuo humano, una persona corriente, con un mundo dominado por la racionalidad aplastante de la técnica, en el que las palabras no tienen otro significado que el que quiere darles una dictadura tecnocrática: así, la guerra es la paz, la esclavitud es la libertad y la ignorancia es la fuerza. Palabras convertidas en meros instrumentos de opresión, expropiados por un régimen político en el que los inestables y veleidosos individuos humanos han sido racionalizados al máximo, todo ello en nombre de un Gran Hermano cuya autoridad lo justifica todo pero del que, como del Dios de los antiguos, no se tiene constancia de que exista realmente.
Y en “Animal Farm”, una parábola con la simplicidad cristalina que tienen las evangélicas, Orwell nos recuerda que las revoluciones violentas, impuestas por la fuerza, no hacen sino reproducir el poder que dicen haber derrocado, y terminan devorando a sus hijos, no a todos, pero sí siempre, con certeza implacable, a los más inocentes, es decir, a los únicos que habrían sido capaces de salvarlas.
Los textos de Orwell han sido proféticos en cuanto a que hoy vivimos en un mundo orwelliano, donde la dominación de lo cándidamente humano por lo racionalmente tecnológico parece no tener fin. El tema es complejo, con muchísimas ramificaciones inquietantes. Me limitaré a considerar el efecto de esta orwellianización sobre nuestras entrañables palabras, esas que han venido siendo las brújulas que nos ayudaban a viajar por la vida. La faz más maliciosa del mundo en que vivimos es la que corrompe el significado de las palabras, esas que constituían lo más auténticamente humano de nuestra caja de herramientas, quedándonos así sin recursos para ir construyendo nuestra verdad.
Y es que nuestras palabras son muy importantes para nosotros no porque sean palabras, sino por los conceptos, las ideas platónicas, que constituyen su esencia. La grave amenaza de estos tiempos está en que las palabras se convierten en simples instrumentos de comunicación, en manojos de bytes, cuyo significado es relativo, dependiente de los intereses que quiera gestionar con ellas el poder que las ha hecho prisioneras. Este poder, sea el que sea, porque se trata de un monstruo con muchas cabezas, corrompe a las palabras con los sesgos interesados que les imprime. Dicha corrupción es creciente, y resulta en mentiras que tienen una asombrosa capacidad de multiplicarse, sobre las que, desgraciados de nosotros, vivimos y de las que nos alimentamos.
Vayan a continuación algunos ejemplos notables de lo que quiero decir:
- Democracia. Nos sentimos satisfechos de vivir en democracia, cuando, en realidad, lo hacemos sobre una mezcla de partitocracia, oligocracia, y cleptocracia, cada día más opresora y a la que no le faltan ribetes obscenos.
- Educación. Aparentamos creer que hemos conseguido una buena educación para todos, cuando lo que hemos establecido es un sistema de instrucción que elimina el esfuerzo, persigue la excelencia, intenta adoctrinar ideológicamente a los escolares y los iguala por abajo. Sistema del que todos los que tienen poder suficiente intentan, impúdicamente, sacar a sus hijos, porque lo reconocen como una sórdida fábrica de pobres humanos masa.
- Solidaridad. Presumimos de creer firmemente en los valores solidarios, mientras que en el desarrollo de nuestro régimen autonómico nos mostramos cada vez más cazurros, provincianos y egoístas, y en nuestras relaciones con los pobres que nos invaden desde todos los azimutes, cada vez más acongojados, amenazados de caer en fascismos pequeñoburgueses que creíamos ya extinguidos.
- Igualdad de los sexos. La proclamamos satisfechos, cuando no es la igualdad lo que hemos conseguido, sino la uniformidad. Es decir todos, varones y hembras, hemos quedado atrapados bajo un mismo disfraz unisexo, prisioneros de una misma alienación. Sin que queramos además reconocer que no puede haber igualdad entre los sexos si no la hay previamente entre las personas.
- Libertad. Decimos creer en ella y estar satisfechos de los niveles que de la misma hemos alcanzado, cuando los más beneficiados por esta falsa libertad son, de forma creciente, los más desalmados, entre los que destacan los asesinos terroristas y los que los amparan. Mientras que, como reacción, los demás estamos cada día más poseídos por una fascinación creciente hacia la violencia. Y en cualquier caso, lo que nos queda de libertad para repartir a cada uno de los pobres humanos del montón es una libertad solipsista, onanizada, a la que pregonamos como la gran consecución de nuestra época.
- Derechos humanos. Discurseamos impúdicamente sobre ellos sin caer en la cuenta de que solo son tales si protegen efectivamente a toda la humanidad, y que en caso contrario solo son privilegios. Pero nosotros no queremos admitir que vivimos confortablemente en un mundo injusto, al que hemos aceptado como inevitable.
- Etc, etc, etc.
Esta corrupción de las palabras nos lleva a vivir en un mundo radicalmente falso, en el que la crisis de valores es inevitable. Se desarrolla así una cultura de supervivencia, que es la nuestra. La cultura del ídolo, del ganador, de la moda y lo moderno, del mirar para otro lado o cambiar de acera cuando alguien se nos acerca por la calle dando tumbos, del anhelar esa paz mentirosa y cobardona que es la de la marmota en su madriguera.
Cabría preguntarse si esta situación tiene remedio. Y la respuesta más razonable es que no. Nuestro mundo seguirá sometido a tensiones y desequilibrios cuya resolución se escapa totalmente a nuestras capacidades individuales.
- Nuestra democracia es imperfecta, lo será siempre, lo que nos obliga a no dejar nunca de luchar por ella.
- La educación de los jóvenes debe ser una búsqueda de sus mejores desigualdades y diferencias. Exigente en sus formas y no condicionante en sus contenidos, practicando el oficio del buen ceramista, formando humanos capaces de ser libres y de dar lo máximo de sus capacidades, y no reproduciendo masas.
- El camino hacia la solidaridad transcurre por espacios económicos y políticos cada vez más amplios, y no al revés, de manera que este único camino por el que se podrá salvar nuestro mundo está expuesto a todas las intemperies.
- La igualdad de los sexos pasa por reconocerle a las mujeres su naturaleza, facilitándoles, antes que ninguna otra cosa, la posibilidad de ser madres y criar hijos con dignidad. Y por hacer posible para hombres y mujeres una verdadera libertad sexual, una pansexualidad madura, respetuosa con el otro y no condicionada socialmente.
- La libertad solo es posible cuando está protegida por el brazo fuerte de unas leyes democráticas, administradas eficazmente por jueces independientes y vigiladas en su cumplimiento por lictores sin tacha.
- Los derechos humanos solamente pueden contemplarse y evaluarse a una escala planetaria.
- Etc, etc, etc.
Quizá lo más estimulante del mensaje que el gran Orwell sigue transmitiéndonos hoy es que la literatura en todas sus formas, y la filosofía desnuda y pura, es decir, un Platón despojado de sus ropajes académicos pero con el índice todavía apuntando hacia lo inmaterial de los conceptos, que reflejan aspiraciones del alma más que aristotélicas realidades, siguen siéndonos absolutamente necesarios. Sin olvidar que aunque literatura y filosofía produzcan textos capaces de añadir valor, este valor añadido solo puede provenir del esfuerzo libre del lector que los trabaja. En el futuro internaútico que ya está aquí, leer, aunque sea un hipertexto, pero hacerlo de verdad, con todas las ventanas abiertas, será cada día más subversivo. También, y esto es lo bueno, una de las pocas actividades liberadoras que nos van a ir quedando. Sobre todo si tenemos en cuenta todo lo valioso que se ha escrito ya, y lo que queda por escribir.
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