En la correspondencia de Goethe, leemos: “Hay tres clases de lectores: la primera, aquellos que gustan de un libro sin juzgarlo; la tercera, aquellos que lo juzgan sin gustarlo; y otra, la segunda entre las dos, aquellos que juzgan mientras gustan de un buen libro y a la vez gustan de él mientras lo juzgan”.
Para la segunda clase de lectores tenemos una recomendación veraniega que hacerles, busquen, adquieran y lean algo de Jean–Luc Nancy, de Philippe Lacoue–Labarthe, o de ambos. ¿Por qué? Porque formando parte de la generación de pensadores galos, ‘no normalistas’, que por edad han sustituido a Lacan, Althusser, Lévinas, Foucault, Barthes, Deleuze, Lyotard, Bordieu, Ricoeur, Blanchot y Derrida, la desaparecida vieja guardia de teóricos forjada en las escuelas y disciplinas postestructuralistas clásicas del siglo XX, se dedican con rigor a la filosofía, no sólo académica, sin los aderezos políticos de sus colegas más mediáticos por todos conocidos y sufridos. Y no es que filosóficamente hayan matado al padre; en su caso el padre, los padres, se han matado a sí mismos, incluso físicamente.
Nos lo recordó E. H. Tecglen (un santo bloguero de poca devoción) en una columna hace ya mucho tiempo:
“A Deleuze, que saltó por la ventana, le pasó algo parecido a lo que a su contemporáneo Derrida: le quisieron hacer doctor honoris causa por una universidad inglesa y los profesores de filosofía se opusieron porque no se le entendía. Tenían algunas cosas comunes: la generación, el idioma de la Normal Superior, que ha iluminado a tantos pensadores franceses y ha perdido a otros, y la colaboración con Guattari, que divulgaba, que ayudaba a la comprensión…Tanta complicación lingüística, tanto juego con Marx y Nietzsche y Freud y Platón ("platonismo invertido"), los veo ahora simplificados por nuestros necrólogos. Oigo que Deleuze "se arrojó al vacío": todos los filósofos lo hacen cuando escriben y cuando piensan, si es que no es la misma cosa. En realidad, se lanzó por la ventana hasta el macadán (el pavimento de Paris), como cualquier chica de canción de Edith Piaff. La suerte del filósofo francés contemporáneo es nefasta: alguno mata a su mujer, otro se suicida mediante el sida, predicando que predicaba que se debía morir de amor; otro más por la ventana…” [‘Un filósofo al vacío’. E. Haro Tecglen. El País].
Textos.
No vamos a reproducir la totalidad, sino partes significativas, pulidas y abrillantadas por nuestra muñequilla, como no podríamos dejarnos de caer en la tentación.
(Nota bene: Se harán dos entregas, dos, que acomoden así las exigencias del editor, los trabajos del autor y las fatigas del lector).
“He tenido curiosidad por ver de cuándo data la figura del filósofo tal y como es conocido y celebrado hoy. Un tópico muy extendido dice que procede de la Jonia. La endeblez de ese tópico se hace patente cuando se repara en que ni en aquellos jonios ni en los posteriores atenienses se daba una capital circunstancia: no tenían asignada una partida del presupuesto público. Ese importante avance, el advenimiento de la figura del filósofo tal y como lo conocemos hoy, sucedió por primera vez en el Renacimiento Carolingio. En ese núcleo modélico de la entelequia europea, quedó establecido que el razonador oficial, ignorante y analfabeto, contrata los servicios de taumaturgos poderosos que lo convertirán en el gran emperador poderoso, fundador de Europa, hombre culto y protector de las letras. De entonces datan oficios como el del portavoz oficial o el del ideólogo paniaguado.
Así como procede también de entonces la Universidad, el poderoso ente que abarca la totalidad del saber en todo el mundo. Y así, lo que ocurrió fue que la filosofía se hizo patrimonio del profesor. Desde entonces, en lo tocante a la filosofía, hay una tranquilizadora seguridad: no dejará de haber filósofos puesto que no dejará de haber facultades, cátedras, departamentos y seminarios de filosofía con sus dotaciones correspondientes; el compartimentado previo en nichos y escalones prebendados hará que no falten los eminentes y abnegados titulares para todos esos huecos predispuestos.
En la vieja Atenas el razonador no tenía más ni menos rango que el cantante callejero o el fundador de una peña gastronómica; podía conseguir fama o indiferencia, dinero o befa. En Aquisgrán, “la nueva Atenas”, en cambio, ya encontramos un rasgo definitivamente moderno: el razonador era lacayo oficial y, si no, no era razonador. Esa circunstancia modeló la figura del filósofo mediante el envilecimiento, respecto al que la condición humana siempre ha mostrado constante tendencia e inagotable capacidad. Prescindiendo de las ventajas personales de toda índole que ello proporciona, las consecuencias en la filosofía como prestación y producto social que debía fabricar el filósofo son, hoy como entonces, muy notables.
No es mi intención trazar un cuadro sombrío. No podremos menos que llegar a admitir como perfectamente posible que, no sólo un doctorando en filosofía que negocia su papeleo, sino hasta un jefe de departamento ocupado en las intrigas cuarteleras inherentes a su oficio, puedan albergar alguna traza de vida intelectual o incluso, quién sabe, pensar. En todo caso, en esta feria implacable y grotesca que es la sociedad de los hombres, la aventura de pensar se me figura una variante de la diversión que, en su acepción militar, recordada y celebrada por Montaigne, es la “empresa estratégica secundaria, intentada más o menos lejos de la zona de operaciones o de la esfera de actividad del enemigo, para llamar su atención hacia un objeto diverso del principal u obligarlo a desistir de su intento”.
(Continuará…)
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