CAZA Y PESCA
(He aquí uno de tantos diálogos, todos de condición muy desenvuelta y vagabunda, que sostuvieron Teodoro y Doroteo, cuyos ocios cinegéticos se derramaban por los gratos alrededores de cierta villa del imperio románico llamada Atenas.)
Teodoro : Te saludo, glorioso Doroteo, y pido a los dioses que bendigan tu jornada con una purísima calma, digno premio de quien sabe huir del feo tráfago laboral.
Doroteo : Honor a ti y a los tuyos, magnífico
Teodoro. Que tu rigurosa inutilidad siga siendo ese espejo inmaculado en el que se contempla la juventud ática.
T : Te propongo, noble Doroteo, que pasemos juntos el día.
D : Nada más grato para mí. Pero anúnciame ya, magno Teodoro, qué haremos: acaso molestar a todas las alimaña que habitan el Himeto, o quizá fatigar a barbos y truchas?
T : No sé si es conforme al severo juramento de nuestra sociedad recreativa, pero no se me ocurre ocupación más apacible que deambular, siempre con paso demorado, por estos amenísimos campos, hablando un poco de todo, sin excesivo orden ni concierto. Cuando el ardiente carro de Apolo alcance el cénit de su carrera inmortal, nos acercaremos a algún casal, donde no ha de faltarnos el alimento -no importará que el arco y la jabalina hayan permanecido ociosos- si sabemos celebrar los cautelosos ritos debidos a nuestro buen dios Hurto. Después, buscaremos algún soto, en cuya sombra deliciosa nos consagraremos con dulcísima devoción al perezoso Sueño. Y, cuando se anuncie la llegada de la melancólica y sombría Hécate, volveremos, siempre engolfados en variada conversación, a nuestras habitaciones. ¿Qué opinión te merece mi propuesta?
D : Golosa, sin duda.
T : Marchemos, pues, gloriosamente erráticos, por estos felicísimos parajes.
D : Obremos como dices, y que nada ni nadie nos desvíe de tan beatífico plan, verdadera apoteosis de inactividad.
T : Querría que habláramos, Doroteo, de un asunto acerca del cual toda la fratría de caza y pesca parece estar de acuerdo, pero que, al menos para mí, encierra dificultades tremendas.
D : Dime con palabras no escasas, Teodoro, de qué se trata.
T : Tú sabes bien que no soy partidario de que el cazador, criatura poco menos que divina, deba adentrarse por esas fragosidades salvajes que han dado en habitar las fieras, al fin y al cabo muy faltas de civilización. Acudan ellas a la cita montera si así lo desean; pero no esperen del cazador una persecución a todas luces inadecuada a la condición que, enalteciéndolo a cimas celestes, lo sitúa muy por encima de todas ellas.
D : Por desgracia, no faltan bestias orgullosas que tampoco suelen tener a bien abandonar sus retiradas habitaciones, faltando con más frecuencia de la deseable a sus compromisos cinegéticos.
T : Cuán conveniente sería poder abatir, en vez de esos hoscos y huidizos animales que nunca se dejan ver, algún que otro ojeador incauto, siempre tan a mano.
D : Contra tan criminal osadía, que me entristece haberte escuchado, se levanta una opinión universal, tan antigua como el mundo.
T : ¿A qué se debe tal rechazo de lo que, sin duda, desembarazaría el arte montesco de muchas molestias y humillaciones?
D : Que las leyes de todas las naciones prohíban la caza del ojeador tiene su porqué: se trata del respeto extremado que merece la dignidad que lo adorna y hace de él nada menos que nuestro semejante. Por eso no podemos cazarlo.
T : Me gustaría saber en qué se basa esa dignidad paradójicamente general.
D : En la racionalidad que todos compartimos.
T : Admitiré que una veda eterna me impida cazar animales racionales si ese es el deseo de todas las naciones; pero ¿por qué he de admitir que los ojeadores, o los monteros, están dotados de razón si no veo que la ejerzan? Cuando me dirijo a ellos, en uso de una autoridad muy natural, no van más allá de responder a mis claros requerimientos con una especie de tartamudeo atropellado, pedregoso, bestial. ¿Dónde está ahí la racionalidad que tú les atribuyes?
D : No importa que carezcamos de pruebas que confirmen, de una vez por todas, que la razón habita en tales individuos instrumentales; yo quiero creer que todos ellos son racionales en potencia, por más que esa potencialidad no se manifieste en nuestra presencia.
T : Aun en el caso de que estuviera dispuesto a admitir que la masa servicial dispone de esa oculta virtud de raciocinio, yo pregunto: ¿qué tiene que ver la capacidad racional con la obligación de respetar la vida de quien posee dicha capacidad? ¿No sería más lógico fundar la prohibición de atentar contra la vida de los siervos en algo más pertinente al respecto, como puede ser su deseo de vivir, y no en algo tan extraño a la prohibición formulada como es el hecho de que sean seres racionales? Yo entendería que alegaras su presunta capacidad racional si me estuvieras invitando a comunicarme racionalmente con ellos; pero lo congruente con el deber de no matarlos sólo puede ser su deseo de vivir, y no el hecho de que sean racionales.
D : Concedido.
T : Tu concesión te ha de llevar más lejos de lo que desearías. En efecto, si la prohibición de disparar a la servidumbre es el reverso del gusto que ésta parece tenerle a la vida, arroja al punto, Doroteo, los pertrechos cinegéticos, renuncia sin más demora a la caza, pues no hay cosa más extendida entre todos los seres vivos que el deseo de perdurar.
D : ¡No cazar nunca más¡ ¡Qué vida sin distracciones, qué existencia arrastrada por los desiertos del tedio, qué melancolía laboral! Me espanta el rigor con que me abrumas, Teodoro.
T : Y aún hay algo peor: la consecuencia que se deduce de tamaña cortesía planetaria no puede limitarse a la prohibición de la muerte deportiva, cinegética. La defensa de la vida no puede admitir excepciones de ningún tipo. Olvídate, pues, de los alimentos, de los vestidos, de los adornos, de las drogas, en fin, de tantas cosas necesarias.
D : ¡Calla, Teodoro! Me niego a escuchar esos negros augurios.
T : Al menos, esa es la consecuencia a la que deberíamos atenernos, si no fuera porque la naturaleza nos enseña que su cumplimiento -clarísima señal de santidad, no lo niego- es imposible.
D : Esa imposibilidad de evitar lo prohibido a que nos arrojaría un respeto por la vida excesivamente dilatado, vertido hasta los rincones más apartados de la naturaleza, nos enseña, me parece a mí, que el fundamento de la prohibición de matar no puede ser sólo el deseo de vivir que manifiestan todos los seres vivos, sino que hay que añadir algo que, acotando el dominio de la interdicción, la haga viable. Y ese complemento es la racionalidad con que han sido favorecidos los hombres, monteros y ojeadores incluidos.
T : ¿Pero no habías admitido hace un momento, inconstante Doroteo, que no hay un vínculo entre la posesión de la racionalidad y el derecho a la vida, que lo primero no justifica lo segundo? Pecas gravemente contra Coherencia.
D : Poco me importa, y menos aún, parlero Teodoro, todo tu aparato de trapacerías doctrinales. No permitiré que la sana evidencia moral que los dioses han querido concederme sea ofuscada por los malabarismos de una sofística tahúr. A ésta yo sabré oponer la recia sencillez de mis convicciones éticas, en las cuales, lejos de esas volatinerías conceptuosas de las que tanto gustas, mi conducta siempre ha encontrado una guía segura. Conozco hasta dónde llegan mis deberes; sé qué debo a mi especie y qué puedo exigir de otras. En esta certeza, sentida más que deducida, no demostrada sino vivida, no hacen mella tus enrevesadas abogacías; pues el prudente cazador conoce ese punto equilibrado entre la desmesura de la caza civil del semejante y el pacifismo propio de un cosmopolitismo literalmente bestial.
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