Consideremos por ejemplo el famoso problema de los puentes de Königsberg (Kaliningrado) y la elegantísima solución que aportó el genial matemático Leonhard Euler. La ciudad de Königsberg está dividida por las ramificaciones del río Pregel en cuatro partes, unidas entre sí por siete puentes. El problema a resolver era el siguiente: ¿Existe algún itinerario que, partiendo de algún punto de la ciudad, cruce todos los puentes sin pasar dos veces por el mismo puente? Euler entendió que las distancias eran irrelevantes en este problema y que sólo había que considerar cómo las cuatro zonas estaban conectadas entre sí por los puentes. Con esta idea, trazó un esquema simplificador de la ciudad: representó cada una de sus cuatro partes con un nodo, y los unió entre sí con enlaces reproduciendo el modo en que los puentes conectaban las distintas partes de la ciudad. De este modo, el problema resultaba equivalente a verificar si en la figura resultante, un grafo o una red, era posible encontrar un camino que, partiendo de uno de los nodos, recorriese todos los enlaces pasando una sola vez por cada uno de éstos. La simple figura dejaba ya a un solo paso de la solución al problema: no existe tal itinerario (una pista para dar el último paso: sólo puede haber un número muy limitado de nodos con un número impar de enlaces, ver la solución completa en (*)).
Pasemos a un contexto totalmente distinto. A finales de los años sesenta, un psicólogo norteamericano, Stanley Milgram, realizó un interesante experimento: envió a varias personas una carta que más o menos contenía el siguiente mensaje: “Si conoces a X envíale esta carta. Si no, reenvía una copia de esta carta a tres personas que conozcas”, donde X era una persona determinada (un norteamericano elegido al azar en cada experimento). Lo sorprendente es que siempre llegaban varias cartas a X, y lo más interesante es que resultó que el número medio de intermediarios que necesitaba una carta para llegar a X era aproximadamente 5.5. De estos resultados surge inevitablemente una idea muy sugerente, o quizás la confirmación de una sospecha que todos tenemos: aparentemente, los individuos que vivimos en grandes poblaciones estamos mucho más conectados entre nosotros de lo que cabría esperar.
A raíz de este resultado, proliferaron los modelos de sociedad que, usando redes donde cada nodo representa a una persona y donde los enlaces representan las relaciones entre éstas, pretendían explicar este fenómeno. En dichos modelos, el número medio de nodos que hay que atravesar para llegar de un nodo a otro (el camino medio), equivaldría al número medio de intermediarios que haría falta para hacer llegar un mensaje de una persona a otra elegida al azar. Pues bien, aunque hay varios modelos que reproducen la propiedad de cercanía detectada en el experimento de Milgram, como los que estudió el matemático Paul Ërdos, el modelo de los científicos Duncan Watts y Steven Strogatz es particularmente interesante. Su modelo captura dos características bastante habituales de las relaciones humanas: La primera es que las personas con las que estamos relacionados muy frecuentemente están relacionadas entre sí. La segunda es que, en ocasiones, el azar hace que establezcamos relaciones con personas totalmente ajenas a nuestro entorno. Pues bien, estos científicos diseñaron una sencilla red con ambas características y mostraron que son precisamente esos enlaces aleatorios, esos vínculos que surgen por azar, los responsables de que el camino medio entre dos nodos sea tan corto, es decir, son los responsables de esa proximidad entre individuos sin relación aparente que revelaba el experimento de Milgram. Por este motivo, dieron a su modelo el nombre de “red small world”. Así pues, gracias en parte a la genialidad simplificadora de Euler (aderezada con algunas gotas de talento contemporáneo), hoy entendemos algo mejor por qué nuestro vasto y complejo mundo es en el fondo tan pequeño.
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