Si han leído
La fiesta del chivo, seguramente recordarán al general José René Román Fernández, Pupo para los amigos, uno de los personaje centrales de la novela. Jefe de las fuerzas armadas dominicanas y casado con una sobrina del dictador, forma parte de la conspiración para acabar con el régimen de
Trujillo : cuando el grupo de emboscados haya asesinado a tiros al tirano, con la condición de que le muestren el cadáver, el general se ha comprometido a movilizar inmediatamente al ejército y hacerse con el control del país, descabezando a la policía secreta, el temible SIM, y deteniendo a los parientes de Trujillo. Para ello, durante meses ha ido colocando discretamente a hombres de confianza en los puestos de mando importantes, de modo que todo esté preparado cuando llegue el día, y cuenta con el visto bueno de los norteamericanos para presidir la junta cívico-militar que se hará con el poder. Sin embargo, cuando le llega la noticia del atentado el general Román no hace lo que tenía planeado, a lo largo de una noche en la que inexplicablemente deja pasar una tras otra las oportunidades que se le presentan de llevar a cabo su plan, arruinando las perspectivas de éxito de la conspiración y condenando a una muerte atroz a los conspiradores, entre los que se encuentra. Como cuenta Vargas Llosa: “Desde ese momento, y en todos los minutos y horas siguientes, tiempo en el que se decidió su suerte, la de su familia, la de los conjurados y, a fin de cuentas, la de la República Dominicana, el general José René Román supo siempre, con total lucidez, lo que debía hacer. ¿Por qué hizo exactamente lo contrario?”. Ésa es la pregunta que, de acuerdo con el relato, no dejará de atormentar al general durante los meses que dura su agonía en las mazmorras del SIM, sometido a las interminables sesiones de tortura que dirige personalmente el vesánico Ramfis, hijo mayor de Trujillo
(1).
La descripción de la conducta del general Román que hace el novelista es un perfecto ejemplo de lo que los griegos denominaron
akrasía (que unos escriben con tilde y otros sin ella) y que ha recibido después distintas denominaciones: debilidad de la voluntad, incontinencia, o incluso debilidad moral, entre otras. Creo recordar que Gengis Kant aludió alguna vez al asunto, pues se trata de un fenómeno curioso, ciertamente esquivo y un tanto paradójico, del que seguramente la gran mayoría de nosotros tiene constancia directa por su propia experiencia, pero que algunos filósofos desde Platón han negado por imposible o, al menos, han considerado problemático. Para quitarle el aire trágico del personaje de Pupo Román, podemos pensar en toda clase de ejemplos cotidianos acerca de aplazar tareas, el tabaco, el alcohol, las dietas, hacer ejercicio, los juegos de azar, las drogas, el sexo y hasta la televisión. Pensemos en el fumador que, consciente de los riesgos que comporta el tabaquismo, ha tomado la firme resolución de dejar de fumar y, a continuación, acepta el primer cigarrillo que le ofrecen; o en el nick que sabe que debería apagar de una vez el ordenador, porque es tarde y mañana tendrá que levantarse pronto para trabajar, pero sigue con la página del nickjournal abierta, leyendo y escribiendo comentarios hasta las tantas. En tales casos decimos que el agente actúa mal a sabiendas o, como diría un filósofo contemporáneo, que actúa intencionalmente contra su mejor juicio, todas las cosas consideradas
(2). El agente conoce las alternativas que tiene a su disposición (fumar o no fumar, apagar el ordenador o seguir con el nickjournal), sabe qué es lo mejor que puede hacer y, sin embargo, hace lo que él mismo -no otro- considera peor. También en la literatura desde antiguo encontramos buenas ilustraciones al respecto y seguramente la fórmula clásica está en Ovidio: “
Video meliora proboque, deteriora sequor” (
Las metamorfosis, VII, 20), de la que se harán eco San Pablo o Bocaccio entre otros.
Es fácil comprender por qué la debilidad de la voluntad resulta incómoda para ciertos filósofos, particularmente para los racionalistas que equiparan la virtud con el conocimiento del bien. De hecho, Sócrates atribuía al vulgo la opinión según la cual “muchos que conocen lo mejor no quieren ponerlo en práctica, aunque les sería posible, sino que actúan de otro modo” (Protágoras, 532d) (3). Pero esa opinión era sencillamente un error para el ateniense: puestos a elegir entre bienes y males, cómo elegiríamos un bien frente a un mal, o un bien menor frente a un bien mayor, o un mal mayor frente a un mal menor. La única explicación plausible para Sócrates es que cometamos un error de cálculo o de apreciación en las magnitudes de bienes y males; es decir, sólo por un defecto de conocimiento podemos obrar mal. Nos convenza o no el modo en que Platón, por boca de Sócrates, rechaza que sea posible la debilidad de la voluntad, su discusión recoge dos rasgos que han fijado la imagen popular del comportamiento akrático: por un lado, el akratés es arrastrado por placeres o pasiones, que vencen a la razón; por otro, a menudo se ve aquejado por cierta miopía intertemporal, de modo que sobrevalora la gratificación inmediata a expensas de una recompensa futura mayor.
Sin embargo, no tenemos por qué limitar el fenómeno de la debilidad de la voluntad a los estrechos márgenes de esa visión tradicional excesivamente moralizadora del “caer en la tentación”, donde los placeres aparecen del lado malo y enfrentados a la razón, el sentido del deber o simplemente lo correcto. En realidad, nada impide pensar en situaciones en las que consideramos que lo mejor sería disfrutar del placer del momento, del que nos privamos por una obligación absurda; o nos atenemos con gran molestia a una regla de cortesía mientras pensamos que lo mejor sería hacer caso omiso de ella. La definición de Davidson a la que me referí antes permite precisamente esa ampliación del punto de vista sobre la debilidad de la voluntad, pues se limita a señalar la divergencia entre la conducta del agente y el juicio comparativo del propio agente, sin prejuzgar el carácter de las razones a favor de las alternativas de acción en conflicto.
En el caso del general, su conducta akrática no encaja en el molde tradicional, pues ni el placer ni la pasión interfieren con sus planes; más bien se ve atrapado por los hilos invisibles de las apariencias y expectativas de quien está inmerso en el círculo familiar del tirano. Por cierto, que el mismo Vargas Llosa toma al final la debilidad de la voluntad del general por indecisión, lo que pone de manifiesto lo elusivo de la akrasía, tan fácil de confundir con otras formas de irracionalidad. Pero el problema de Román no es que vacile entre diversas opciones sin llegar a decidirse, o que una vez tomada la decisión vuelva a reconsiderarla. No, el general adopta una decisión, se compromete con los otros conspiradores y en ningún momento se echa para atrás o piensa que se equivocó, ni reabre el caso para considerar nuevas razones que lo llevarían a actuar de otro modo. Simplemente es incapaz de poner en práctica su decisión, aún sabiendo que es lo mejor que puede hacer en tales circunstancias. Lo dramático es que no tiene más alternativa, pues sabe con total seguridad que, si no actúa, los trujillistas averiguarán más pronto que tarde que es uno de los conspiradores y que entonces no podrá esperar piedad alguna, ni para él ni para su familia. Pero deja pasar la noche del atentado sin tomar las medidas que tenía planeadas y cuando hace algún tímido intento ya es tarde.
(Escrito por schelling)
Notas (1) Me limito a los hechos tal y como los cuenta Mario Vargas Llosa en la novela. Una versión diferente del papel del general Román en la conspiración puede leerse aquí. (2) Donald Davidson, “¿Cómo es posible la debilidad de la voluntad?”, en Ensayos sobre acciones y sucesos, Crítica/UNAM, Barcelona, 1994. (3) Cito al Sócrates de los diálogos platónicos, pues no he podido consultar las Obras completas del mismo Sócrates, de las que he tenido noticia por Ignacio Ramonet. Como disculpa sólo puedo alegar que he buscado en vano alguna traducción en Amazon. Etiquetas: Schelling
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