Querido padre, muerto:
Tus ojos huecos no me pueden mirar ni tu boca atiborrada de tierra me puede decir, ni menos tus oídos, taladrados por los gusanos hace ya tiempo, me pueden escuchar. Te quedan sólo huesos entremezclados con astillas del ataúd. Son lo que queda de ti y sólo en ellos puedo enroscar mis reproches.
A la familia de Brahmi se la llevó la Gestapo, bien lo sabes. Como a todos los que no tuvieron la suerte de un rato de libertad fingida en el paseo seguro al Cementerio Marino. De aquel convento repleto de perseguidos quedamos entonces muy pocos, como de los ahorcados de Poujol sur Orb. Tres veces la fortuna nos salvó de la deportación. En una, por la caridad de la traductora austriaca, que tuvo alma y no nos delató.
Seguía a Brahmi muchos días, por la puerta de detrás del convento, hasta la calleja que daba al patio del cuartel de servicio de la Kommandantur. Un soldado alemán, de tapadillo, nos daba una onza de chocolate a cada uno. Era tierno, chapetudo, sonreía siempre y todo enfundado en su uniforme aleteaba las manos ridículamente para espantarnos, ya cada uno con la onza en la mano. Le podía costar su vida la ternura. El chocolate estaba siempre medio derretido cuando volvíamos, de apretar la onza en el puño para esconderla, corriendo de vuelta a casa, al convento. Era la fantástica aventura de muchos días, de chupetearnos en el chocolate derretido entre los dedos lo prohibido. Sin que yo supiera entonces por qué era tan fascinante, lo era. Brahmi sí sabía ya por qué. Era tres años mayor que yo. La excitación de Brahmi y el pánico de mamá cuando supo que iba por el chocolate con él, fueron los dos únicos signos expresos que tengo ensartados en el recuerdo de que chapoteaba de cuando en cuando en lo que estaba vedado. No sabía qué era lo vedado ni qué arriesgaba. Suponía que era por la guerra, que era lo normal; siempre había vivido así hasta entonces. Tú, vosotros, no.
El paseo al Cementerio Marino era seguro porque se iba por el canal mayor, justo por delante de la Kommandantur, lleno de gente que transitaba del estanque al puerto, o al propio Cementerio, y de vuelta. Paseábamos como personas normales, como todos esos demás que tampoco lo eran, pero que tenían que serlo a la vista de todos y, antes que nada, para demostrarlo, sin miedo aparente, con paso quedo por delante de la propia Kommandantur. Me queda de entonces la certeza de que las grandes ignominias se cuajan en silencios espesos y tumultuosos, llenos de buenas palabras, suaves. Una sola desencajada habría supuesto la rebelión.
Siempre te tuve agradecimiento porque ayudaste a Fonchard y porque, así, salvaste a Brahmi. De los demás niños judíos no era consciente, no me importaban. Siquiera reparaba en que él lo fuera. Tú lo llevaste a la consulta, como si fuera tu hijo, y por la trampilla de su despacho se lo hurtaste a la muerte premeditada, y a su madre también. La Resistencia los sacaba de Francia. Su familia no se salvó. Aquel día, de vuelta de los pasos quedos, la Gestapo había llegado al convento y se había llevado a las monjas, a los refugiados españoles, a los prófugos alemanes y a los judíos holandeses, su familia.
Con Brahmi fui mil veces al Cementerio, a revolotear entre las tumbas, ver el mar del lado abierto, los barcos zarpar. Del otro lado del canal, a la punta de los pescadores, para ver el estanque y los pesqueros entrar ya casi de noche. Brahmi fue mi vida de niña pequeña pervertida inconsciente, virginal me imaginaba en aquellos años hasta mucho después.
Y de adolescente, el recuerdo de los churretes de chocolate en mi mano eran el semen de Brahmi sobre ella, el deseo de que me fascinasen de nuevo, saltando entre tumbas de muertos mirando al mar, brincando entre lo turbio y lo prohibido sin ser consciente de ello, estragada de placer, el pene de Brahmi penetrándome, como los barcos que entran a puerto a descargar.
Bastó todo este tiempo saber que Brahmi se salvó. Engendré, también lo sabes, varios niños y uno, su trasunto, también tributo casual a los judíos asesinados, fue David. Ya no lo haría, no se llamaría así.
Empotrada hasta la desesperación por mi propia memoria, leo que hoy saben que Fonchard era culpable, que su trampilla cebaba la muerte seca y científica. Tú ayudaste a Fonchard a matar a Brahmi y, si desde ese día ya no existe, ¿cómo puedo ahora admitir mi vida de tantos años de puta madre fregona en mi patria que no lo era y que me fue forzado aceptar, humillada y ninguneada, paridora sin placer? Pensando siempre en que la fascinación de Brahmi podría volver a ser, ser estafada otra vez.
Padre, el recuerdo del Cementerio Marino tiene el mar borrado y sólo hay muertos, el estanque es una charca sucia y el chocolate derretido en la mano es el engrudo hiriente de un chulo sin alma, revientahembras siempre victorioso. Maldito seas, maldito Fonchard, malditos niños judíos, sin nombre y asesinados, que me fascinasteis, me engañasteis. La única verdad era la ternura lasciva del soldado alemán dándome chocolate. Debería haberlo amado a él, y hoy no tendría que arrepentirme de nada.
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