(Temple Square; el NJ estuvo aquí, al vuelo de esa falda)
Como preveíamos, dos guías voluntarias nos salen al paso. Rondarán los veinte años; visten rebeca, falda larga y zapato cerrado pero no parecen sufrir los rigores del sol, que pega fuerte a esas horas. Comienza el paseo. El lugar transmite la sensación de poderío económico y de buena organización: fuentes, jardines y esculturas (algo kitsch) se alternan con imponentes edificios religiosos y de oficinas. Durante el trayecto las jóvenes nos narran, sin sombra de duda en sus rosados rostros, las maravillas de pertenecer a la secta entre las cuales (más vale prevenir a posibles interesados) no está el derecho a la poligamia, suspendido desde hace años. Dos detalles captan mi atención en medio de su azucarado y confuso discurso, que probablemente sean dos claves del éxito de esta joven secta. Para empezar, su líder es considerado un profeta que ha de regir los destinos de su Iglesia a través de la revelación: así, los fieles no están muy lejos de tener “línea directa” con Dios. Por otro lado, su religión asegura que los primeros pobladores americanos son de origen israelí, y también recibieron la visita y las enseñanzas de Jesús. Sin embargo, su testimonio se perdió hasta que el fundador de la secta, Joseph Smith, lo recuperó y lo plasmó en su otro libro sagrado, “The book of mormon”. Imagino que esta historia sirve para dar una dosis extra de legitimidad a este culto frente a los del viejo mundo. Tras visitar varios de los puntos más conocidos de la plaza, el “tour” concluye en una galería llena de cuadros y esculturas con imágenes bíblicas, entre las que destaca una horrenda escultura de Adán y Eva, que aparecen cubiertos de los pies a la cabeza (y con cierto aire setentero) con el Paraíso al fondo. Las guías no dudan en situar en torno a esta imagen el origen del universo. Vuelvo para el hotel pensando que es difícil encontrar una síntesis mejor de los principales rasgos de esta secta que esta obra (y lo que representa).
Pasado algo de tiempo, no puedo evitar comparar las impresiones de este paseo con las que me causó el primero que di por uno de los parques más conocidos de EEUU: el National Mall, en Washington D.C. Este parque, construido en torno a una enorme franja verde que une el Capitolio con el monumento que contiene la famosa estatua de Abraham Lincoln es, sin duda, el lugar desde el cual la nación americana se muestra al mundo tal y como se ve a sí misma. Como no podía ser de otro modo en este país, abundan aquí los monumentos patrióticos: junto al ya citado Lincoln Memorial está el imponente obelisco homenaje a George Washington, y varios monumentos que recuerdan a los caídos en la Segunda Guerra Mundial, en Vietnam y en Corea, entre otros. Pero lo realmente hermoso del Mall es que no sólo hay lugar para la este tipo de efervescencia patriótica. Porque junto a todos estos monumentos también se puede encontrar una veintena de museos, todos ellos magníficos y totalmente gratuitos: algunos dedicados a la Historia, otros al Arte y, cómo no, algunos también están consagrados a exponer didácticamente algunos de los más grandes hallazgos de la Ciencia y la Ingeniería.
Decir que este lugar, donde paseando se pueden conocer muchos de los mejores productos del intelecto humano, es producto del racionalismo laico y que los que contribuyeron a su edificación no estaban motivados por espíritu religioso alguno es mucho decir en el país del In God We Trust. Sin embargo, si por el National Mall planea algún Dios, estoy convencido que éste no tiene mucho que ver con el retrógrado Dios del que me hablaron en mi paseo por Salt Lake City, que condena a sus fieles a la ignorancia, sino uno que deja a sus criaturas investigar sin trabas sobre el universo que les rodea y sobre los mejores modos de obtener la felicidad. Un Dios que probablemente no sea muy distinto del Dios newtoniano al que, según cuentan, rendía discreto culto el anticlerical Voltaire.
Etiquetas: Jacobiano
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