Instrucción para las elecciones por América y Asia
(14 de febrero de 1810)
España. Consejo de Regencia
El Consejo de Regencia de España e Indias a los Americanos Españoles:
Apenas el Consejo de Regencia recibió del Gobierno que ha cesado la autoridad que estaba depositada en sus manos, volvió su pensamiento a esa porción inmensa y preciosa de la Monarquía. Enterarla de esta gran novedad, explicar los motivos que la han acelerado, anunciar las esperanzas que promete y manifestar los principios que animan a la Regencia por la prosperidad y gloria de esos países, han sido objetos de su primer cuidado en esta memorable crisis, y va a desempeñarlos con la franqueza y sinceridad que nunca más que ahora debe caracterizar en los dos mundos a las almas españolas.
Una serie no interrumpida de infortunios, había desconcertado todas nuestras operaciones desde la batalla de Talavera. Desvaneciéronse en humo las grandes esperanzas que debieron prometerse en esta célebre jornada. Muy poco después de ella el florido ejército de la Mancha fue batido en Almonacid. Defendíase Gerona; pero cada día se imposibilitaba más un socorro que con tanta necesidad y justicia se debía a aquel heroico tesón que dará a sus defensores un lugar sin segundo en los fastos sangrientos de la guerra. A pesar de prodigios de valor, el ejército de Castilla había sido batido en la batalla de Alba de Tormes y Tamames, y con este revés se había completado el desastre anterior de la acción de Ocaña, la más funesta y mortífera de cuantas hemos perdido.
Sin fortuna no hay crédito ni favor. Dudábase ya en la Nación si el Cuerpo encargado de sus destinos era suficiente a salvarla. Todos los resortes del Gobierno habían perdido su elasticidad y fuerza. Las providencias eran, o equivocadas, o tarde y mal obedecidas. La ambición de los particulares, la de los cuerpos, se había excitado hasta un punto extraordinario, y se había puesto en una contradicción más o menos abierta con la autoridad. Hasta los más moderados debían que un Gobierno compuesto de tantos individuos, todos diversos en caracteres, en principios, en profesiones, en intereses, todos atendiendo a un tiempo a todas las cosas grandes y pequeñas, no podía pensar con sistema, deliberar con secreto, resolver con unidad, ni ejecutar con presteza. Pocos en número para las grandes discusiones legislativas, excesivamente muchos para la acción, presentaban todos los inconvenientes de una autoridad combinada, menos por el saber y la meditación política, que por el concurso extraordinario y fortuito de las circunstancias que han mediado en nuestra singular revolución.
El voto público, pues, era de que el Gobierno debía reducirse a elementos más sencillos. La misma Junta Suprema, persuadida de esta verdad, había ya anunciado esta mudanza, y las próximas Cortes extraordinarias, cuya convocación se había acelerado, debían determinarla y establecerla con la solemnidad consiguiente a su augusta representación. El Gobierno que ellas formasen, y los recursos y arbitrios que necesariamente brotarían de su seno, debían restablecer la confianza, y con ella restituirnos al camino de la fortuna.
Los acontecimientos no han consentido que las cosas llevasen este orden. Recelosos los franceses de los efectos saludables de esta gran medida, agolparon todo el grueso de sus fuerzas a las gargantas de Sierra Morena. Defendíanlas los restos de nuestro ejército batido en Ocaña, no rehecho todavía de aquel infausto revés. El enemigo rompió por el punto más débil, y la ocupación de los otros se siguió al instante, a pesar de la resistencia que hicieron algunas de nuestras divisiones, dignas de mejor fortuna. Rota, pues, la valla que había, al parecer, contenido a los franceses todo el año anterior para ocupar la Andalucía, se dilataron por ella y se dirigieron a Sevilla.
Brotó entonces el descontento en quejas y clamores. La perversidad, aprovechándose de la triste disposición en que se hallaban los ánimos, agitados por el terror, comenzó a pervertir la opinión pública, a extraviar el celo, a halagar la malignidad y a dar rienda a la licencia. Había puesto en ejecución la Junta la medida que ya anteriormente tenía acordada de trasladarse a la isla de León, donde estaban convocadas las Cortes; pero en el viaje la dignidad de sus individuos y el respeto debido a su carácter, se vieron más de una vez expuestos al desaire y al desacato. Aunque pudieron, por fin, reunirse en la Isla y continuar sus sesiones, la autoridad, ya inerte en sus manos, no podía sosegar la agitación de los Pueblos, ni animar su desaliento, ni hacer frente a la gravedad y urgencia del peligro. Terminó, pues, la Junta el ejercicio de su poder con el único acto que ya podía atajar la ruina y disolución del Estado; y estableciendo por su Real Decreto de 29 de enero de este año el Consejo de Regencia, resignó en él el depósito de su soberanía, que ella legítimamente tenía, y que ella sola, en la situación presente, podía legítimamente trasferir.
Tales han sido las causas de la revolución que acaba de suceder en el Gobierno español; revolución hecha sin sangre, sin violencia, sin conspiración, sin intriga, producida por la fuerza de las cosas mismas, anhelada por los buenos, y capaz de restaurar la Patria si todos los Españoles de uno y otro mundo concurren enérgicamente a la generosa empresa.
Ya el buen resultado de las operaciones en estos primeros días son un presagio de buena fortuna para en adelante. Fiados los enemigos en el abandono en que suponían hallarse los puntos de la Isla y Cádiz, codiciosos de tan rica presa, se habían arrojado a devorarla con su celeridad impetuosa. La marcha del ejército de Extremadura, al mando del General Duque de Alburquerque, ha desconcertado sus designios, y a despecho de su diligencia y su pujanza, se hallan hoy nuestros valientes guerreros cubriendo estas interesantes posiciones, que están seguras de todo atentado. La confianza se restablece en las Provincias, nuevos ejércitos se forman, y los Generales mejores están puestos a su frente. Así los franceses, que creyeron cortar el nervio de la guerra con la ocupación de Andalucía, se ven burlados en su esperanza, y a su espalda, a su frente, a sus costados, bajo sus pies mismos, la ven renacer y arder con más violencia que al principio.
Sobra, Españoles Americanos, a vuestros hermanos de Europa magnanimidad y constancia para contrastar los reveses que les envíe la fortuna. Cuando declaramos la guerra, sin ejércitos, sin almacenes, sin arbitrios, sabíamos bien a lo que nos exponíamos, y vimos bien la terrible perspectiva que se nos presentaba delante. No nos arredró entonces, no nos arredra tampoco ahora; y si el deber, el honor y la venganza no nos dejaron en aquel día otro partido que la guerra, no queda otro partido que la guerra a los Españoles que escuchan las voces de la venganza, del honor y del deber:
-Contó siempre la Patria con los medios de defensa que proporciona la posición topográfica de la Península;
-Contó con los recursos inagotables de la virtud y constancia de sus naturales, con la lealtad acendrada que los Españoles profesan a su Rey, con el rencor inacabable que los franceses inspiran;
-Contó con los sentimientos de la fraternidad americana, igual a nosotros en celo y en lealtad.
Ninguna de estas esperanzas la ha engañado: Con ellas piensa sostenerse en lo que resta de tormenta, y con ellas, o Americanos, está segura la victoria.
Que no es dado al déspota de la Francia, por más que todo lo presuma de su enorme poderío, acabar con una Nación que desde el Occidente de Europa se extiende y se dilata por el Océano y el nuevo continente hasta las costas de Asia. Degradada, envilecida, atada de pies y manos, la entregaron a discreción suya los hombres inhumanos que nos vendieron. Mas gracias a nuestra revolución magnánima y sublime, gracias a vuestra adhesión leal y generosa, no nos pudo subyugar en un principio, no nos subyugará jamás. Sus satélites armados entrarán en una ciudad, ocuparán una provincia, devastarán un territorio. Mas los corazones son todos españoles, y a despecho de sus armas, de sus victorias, de su insolencia y su rabia, el nombre de Fernando VII será respetado y obedecido en las regiones más ricas y dilatadas del universo.
Será bendecido también, porque a este nombre quedará para siempre unida la época de la regeneración y felicidad de la Monarquía en uno y otro mundo. Entre los primeros cuidados de la Regencia, tiene un principal lugar la celebración de las Cortes extraordinarias; anunciadas ya a los Españoles, y convocadas para el día 1 del próximo marzo. En este gran Congreso cifrarán los buenos ciudadanos la esperanza de su redención y su felicidad futura. Y si los sucesos de la guerra obligan a dilatar esta gran medida hasta que pueda realizarse con la solemnidad y seguridad conveniente, esta misma dilación ofrece al nuevo Gobierno la oportunidad de dar al próximo Congreso nacional la representación completa del vasto Imperio cuyos destinos se le confían.
Desde el principio de la revolución, declaró la Patria esos dominios parte integrante y esencial de la Monarquía española. Como tal le corresponden los mismos derechos y prerrogativas que a la Metrópoli. Siguiendo este principio de eterna equidad y justicia, fueron llamados esos naturales a tomar parte en el Gobierno representativo que ha cesado; por él la tienen en la Regencia actual, y por él la tendrán también en la representación de las Cortes nacionales, enviando a ellas Diputados según el tenor del Decreto que va a continuación de este manifiesto.
Desde este momento, Españoles Americanos, os veis elevados a la dignidad de hombres libres; no sois ya los mismos que antes encorvados bajo un yugo mucho más duro, mientras más distantes estabais del centro del poder, mirados con indiferencia, vetados por la codicia y destruidos por la ignorancia. Tened presente, que al pronunciar o al escribir el nombre del que ha de venir a representaros en el Congreso nacional, vuestros destinos ya no dependen ni de los Ministros, ni de los Virreyes, ni de los Gobernadores; están en vuestras manos.
Es preciso, que en este acto, el más solemne, el más importante de vuestra vida civil, cada elector se diga a sí mismo:
-A este hombre envío yo, para que, unido a los representantes de la Metrópoli, haga frente a los designios destructores de Bonaparte;
-Este hombre es el que ha de exponer y remediar todos los abusos, todas las extorsiones, todos los males que han causado en estos países la arbitrariedad y nulidad de los mandatarios del Gobierno antiguo;
-Éste, el que ha de contribuir a formar con justas y sabias leyes un todo bien ordenado de tantos, tan vastos y tan separados dominios;
-Éste, en fin, el que ha de determinar las cargas que he de sufrir, las gracias que me han de pertenecer, la guerra que he de sostener, la paz que he de jurar.
Tal y tanta es, Españoles de América, la confianza que vais a poner en vuestros Diputados. No duda la Patria, ni la Regencia, que os habla por ella ahora, que estos mandatarios serán dignos de las altas funciones que van a ejercer. Enviadlos, pues, con la celeridad que la situación de las cosas públicas exige que vengan a contribuir con su celo y con sus luces a la restauración y recomposición de la Monarquía; que formen con nosotros el plan de felicidad y perfección social, de esos inmensos países; y que concurriendo a la ejecución de obra tan grande, se revistan de una gloria, que sin la revolución presente, ni España, ni América, pudieron esperar jamás.
Real isla de León, 14 de febrero de 1810.
XAVIER DE CASTAÑOS, Presidente.- FRANCISCO DE SAAVEDRA.- ANTONIO DE ESCAÑO.- MIGUEL DE LARDIZÁBAL Y URIBE.
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