He estado en dos ocasiones en Alemania cuando solo contaba la parte occidental, la democrática, la que no tenía que apellidarse “democrática” como hacía la que no lo era. La verdad es que la Alemania que conocemos es un país y una cultura más joven que Francia, España, Inglaterra o Portugal. Su idioma, el alto alemán, es un idioma construido por especialistas sobre la base de los dialectos regionales. Y qué bien lo hicieron, señores. También el idioma suscita filias y fobias a gogó, las fobias, como siempre, corren a cargo de quienes lo desconocen. Y que conste que yo lo conozco muy superficialmente debido a mi dureza de oído y también a sus dificultades para un hablante de español. Con grandes dificultades he logrado traducir al español obras de economía agraria y de turismo escritas en alemán y puedo atestiguar que en las dos materias citadas incrementé muy significativamente mis conocimientos gracias a las enseñanzas que ellas me aportaron. Es una pena que en España, después de unos años en los que se nos fue la mano en germanofilia, hablo de los años treinta y cuarenta, hoy nos encontremos en unos momentos de progresiva indiferencia con respecto a lo alemán. ¿Cuántos españoles saben alemán? ¿Cuántos españoles estudian un idioma que hace de la precisión su objetivo negando a quienes creen que los idiomas nacieron con la intención de mentir y engañarse mutuamente?
Mi primera estancia en Alemania tuvo lugar en la capital de la República Federal aun no reunificada, en la deliciosa ciudad de Bonn, la cuna de Ludwig Van, ese genio sordo de la música. Fue el año 1964. Trataba de estudiar análisis de la demanda en la Universidad pero tuve que empezar tratando de conocer algo más del idioma. Comía en los comedores de la Mensa donde hice amistad con numerosos latinoamericanos, con muchos de los cuales aun la conservo, sobre todo con los chilenos. Buscar habitación fue un propósito harto complicado, y lo fue aun más, y yo en la inopia, porque me acompañaba en la búsqueda un estudiante dominicano subido de color. Cuando la Frau de la casa abría la puerta y veía al negrito, la cerraba violentamente como si hubiera visto al mismo diablo. Así una vez y otra hasta que decidí hacerlo yo solo. En efecto: el racismo fue, es y sigue siendo una lacra de la cultura alemana que tal vez no logre erradicar nunca.
Eran aquellos los tiempos del milagro alemán del que puso los cimientos el Plan Marshall, la política económica de Conrad Adenauer y aquel ministro de economía, orondo y rubio, que le sucedió como canciller. Los alemanes trabajaban como máquinas durante los días laborables y los sábados se emborrachaban como Baco. Si te los encontrabas por calle en trance etílico había que tratar de cederles el paso sin cortapisas porque si reparaban en ti y sospechabas que eras extranjero podían enfadarse violentamente. Los estragos de la guerra todavía eran palpables en ciudades como Colonia. La mayor parte de las autopistas, muy buenas, cuando pocos países europeos las tenían, eran las que se construyeron durante el III Reich, una herencia del nazismo que, como el Volkswagen, aceptó como suyos la democracia sin el menor escrúpulos. Recuerdo que el presidente de la República de Chile, Frei, el padre, visitó la ciudad de Bonn y todos los latinoamericanos, y yo con ellos, fuimos a expresarle nuestra simpatía en alegre y pacífica algarada callejera. Si ustedes han leído la novela del peruano Brice Echenique “La vida exagerada de Martín Romaña”, que narra la divertida vida de los estudiantes latinoamericanos en París en, durante y después del mayo del 68, pueden hacerse una idea de la no menos contable vida que dos o tres años antes ya vivían sus compatriotas dizque estudiaban en Bonn. El argentino Norberto Minatti, por ejemplo, estudiaba física con una beca, y su esposa, Elenita, trabaja en la embajada de España de Bag Godesberg. Minati era un comunista sin fisuras pero con un corazón tan grande como él, que era casi un gigantón. Aquel viajó a España y en lugar de ver catedrales se entretuvo en ir por los barrios obreros de las ciudades hablando amistosamente con los españoles pobres que encontraba en su camino. Como leía “Bandera Roja” y oía “Radio Pirenaica” estaba convencido de que en la España de entonces, la de Franco, había un ministerio de la Guardia Civil cuyo presupuesto “era dos o tres veces mayor que el de Cultura”. Y, si tratabas de convencerle de que no había tal ministerio, te decía, muy enojado, que sos un despreciable franquista. Minatti era así. Y si Elenita intervenía en aquellas animadas y ruidosas reuniones, la paraba con energía diciéndole: Y vos callate, Elenita, que también sos una tremenda mandarina”. A lo que la dulce Elenita, de cuyas rentas vivía Norberto sin dar un palo al agua, rezongaba tímidamente, y en voz baja musitaba: Pero ángel… Tantas veces le decía ángel a su dulce esposo que yo creí durante mucho tiempo que Norberto se llamaba Ángel. Norberto ni se llamaba Ángel ni lo parecía, pero la verdad es que era un gran buenazo. Cuando me llegó el momento de volver a España, Minatti obstaculizó la puerta de la habitación en la que estábamos en alegre charla y, visiblemente emocionado, decía que por allí no pasaba, que él iba a impedir a toda costa mi marcha. Yo era para él un redomado franquista porque no daba la razón a todo lo que leía y oía en Bandera Roja y en Radio Pirenaica o Radio España Independiente, pero en el fondo me llegó a tomar un sincero afecto. Como yo a él.
La segunda vez que estuve en Alemania fijé mi residencia en Calw, la ciudad donde nació Herman Hesse, así que pasé de la ciudad natal del más grande genio de la música a la del novelista que escribió la más bella biografía poética de Buda, Sidarta. Calw está en plena Selva Negra, en una empinada ladera que cae violentamente hacia el río que corre a sus pies. La pequeña ciudad tenía un estupendo gimnasio, una orquesta de cámara excelente y magníficas bibliotecas públicas cuando los pueblos de su tamaño, en España, seguían siendo pobres, atrasados y sin equipamientos de cualquier tipo excepto el consabido templo parroquial. Estar en Alemania es vivir en una atmósfera musical de la que ya no es posible salir. La radio, las calles, las fiestas, los centros de enseñanza, todo está en Alemania empapado en música. Alemania era entonces toda ella como una enorme ciudad cuyos bosques hacían la función de parques urbanos. Estuve en algunos bosques en los que había farolas, bancos y papeleras. Lo que no eran ciudades, bosques y ríos eran autopistas. Cuarenta años después imagino que será aun más marcada esta sensación, al menos en la zona occidental, la que yo conocí.
Con la reunificación de Alemania se cerró una de las más profundas heridas que dejó la guerra y bien está que se consiguiera. Sin embargo, a menudo llegan voces de que los alemanes orientales se quejan del sistema. Creían, al parecer, que después de la reunificación se iban a resolver, de la noche a la mañana, los duros años de comunismo de estado y hambre que los empobreció. No ha sido así, como se sabe, y ellos se quejan con razón, pero de un modo un tanto infantil. Ignoran que toda la Unión Europea ha tenido que aceptar un empobrecimiento relativo como consecuencia de una reunificación cuyas consecuencias todos los europeos estamos pagando. La locomotora económica alemana se para. Los alemanes son conscientes de que están padeciendo una profunda crisis. Las elecciones del 18 de septiembre han dejado la solución en el alero. Se habla de lo que los alemanes llaman “eine Grosse Koalition”, el pacto entre el SPD y la CDU, los dos grandes partidos de ayer y de hoy. Cuando yo conocí Alemania hubo ya una gran coalición cuyos frutos fueron visibles. No la habrá ahora con casi toda seguridad, y es por ello muy probable que tengan que ir a unas nuevas elecciones o, lo que es peor, a pactos con pequeños partidos que no dejarán de pasar factura.
Todos los europeos seguimos estando hoy como ayer pendientes de la situación política y económica en Alemania. Mucho depende el futuro de la Unión Europea de la solución de la crisis alemana, una crisis que es también europea.
Coda final: Hay analistas que ven en la caída del euro frente al dólar una muestra de esa crisis. Seamos coherentes: Si llevamos diciendo que la fortaleza del euro está frenando las exportaciones europeas y concretamente las alemanas, no veamos en su caída un agravamiento de la crisis sino su posible suavización.
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