La cosa sucedió hace una semana. Un juez, situado por los medios y la creencia popular en la vanguardia moral de una sociedad, expulsa de la Sala a una abogada musulmana por llevar un pañuelo cubriéndole la cabeza en el ejercicio de su función. La cuestión es en nombre de qué lo hace puesto que no lo hace en nombre del laicismo, es decir, de un conjunto de normas, usos y costumbres vigentes y socialmente aceptados y practicados, como en Francia. Pero el laicismo no es religión de estado en España. Así que no la expulsa como representante laico porque no puede remitirse a ninguna norma adoptada por razón, no por fe circunstancial. En su lugar, descanso: el juez es ejemplo del paganismo que reina en su país por encima de la religión y el estado, hasta el punto de que parte del éxito de la Iglesia Católica se fundó sobre su adaptación a lo pagano. El pagano ignora que la frontera entre lo público y lo privado no es física ni se sitúa en la función de cada uno, puesto que uno en la plaza no es disociable en la vida moderna, sino que es un equilibrio inestable entre ámbitos móviles sólo regulado por el respeto y la duda. La sustitución de norma, respeto y duda por creencia e imposición personal, por muy compartida que esté ésta, es idolatría a valores tribales y pasto de confusión, en el cual campa a sus anchas el poder. Además de que la idolatría es de fidelidad muy variable, en función de los réditos que ofrezca el ídolo en cada momento. De ahí que la decisión del juez no sea una batalla de una guerra de símbolos sino un símbolo más de una guerra entre tribus, por muy larvada que esté por el moderno confort. La comunidad vista como aldea regresa y suple al laicismo pretendiendo actuar en su nombre.
Lo que hace el juez es velar el símbolo del pañuelo con una vigilancia feudal en la que sólo la ley del más fuerte impone una comunidad a otra y excluye al vencido. El ritual de la decisión del juez es mágico porque sólo él puede conocer su motivo y proceso, dejándonos la interpretación sólo como descifre, forzosamente aleatorio. Los propagandistas del nuevo dogma convierten cualquier discusión sobre el asunto en artículo de fe, excluyendo la razón contraria: Marc Carrillo concluye su artículo El crucifijo viaja a Estrasburgo con una afirmación lapidaria que anula sus argumentos anteriores: En fin, con este viaje del crucifijo a Estrasburgo se asientan mejor las bases de una sociedad más libre de talibanes de toda especie y condición. El infierno siempre son los otros. Lo que empieza como razonamiento en su artículo se transforma en una verdad impecable, que como tal es sospechosa de ser una mentira encubierta. Si es o parece inapelable es que no admite contraste ni, por tanto, razón.
En cambio, la fuente es más digna de atención: la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de 3 de noviembre de 2009, sobre el caso Lautsi contra Italia, por el que el Estado italiano ha sido condenado por daños morales a propósito de la exposición del crucifijo en un colegio público. Al final, sólo ocurre una sustitución de símbolos visibles –y por tanto reconocibles e impugnables- por otros invisibles y más difíciles de identificar y combatir. El derecho a no creer en ninguna religión que funda la sentencia debe incluir los ídolos, como ella misma reconoce al extender esa libertad a prácticas y símbolos que expresen una creencia, religión o ateísmo.
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