En agosto del 89, sin motivo aparente, metí cuatro camisetas en una mochila y me largué a Yugoslavia. La idea inicial era otra, Alemania, Austria quizá, incluso Checoslovaquia.
Pero al final fue Yugoslavia. Creo recordar que pensé que las cuatro perras que había ahorrado me iban a durar más tiempo en aquella república.
Iba sólo y era un auténtico iluso: fanático de los libros de viajes, despreciaba el turismo, los viajes organizados. Digamos que el primer objetivo del viaje era demostrarme a mí mismo que estaba por encima de los turistas al uso. Yo quería pasear por Yugoslavia sin rumbo fijo, conocer a sus gentes, empaparme de su cultura y emborracharme en sus tabernas. No eran objetivos demasiado elevados pero apenas pude alcanzar el último de ellos. Ya antes de partir comprobé que el país era demasiado grande y había que concretar. El vuelo más económico llevaba a Zagreb. Decidí empezar por allí, subir luego hasta Eslovenia y, por último, recorrer la costa dálmata hasta donde me llegara la pasta.
Zagreb me gustó mucho. Sus viejas avenidas, los tranvías, el mercado cerca de la catedral. Y el cementerio Mirogoj. Allí los encontré por primera vez: un grupo de españoles, básicamente jubilados, maestras solteras, en su mayoría obsesas sexuales, y funcionarios de Hacienda. Era una visita guiada: yo no necesitaba a nadie que me guiara, por supuesto, pero me pareció que acercarme a ellos, sin abrir la boca, como sin querer, y aprovecharme de los comentarios del guía era algo incluso transgresor. Luego me quedé un buen rato, porque el guía era mujer. Una hermosa rubia, cercana al metro ochenta, que se explicaba en un español más que decente.
Al rato me largué, aprendí a pedir pivo en un viejo bar en los barrios altos y al día siguiente partí hacia Eslovenia. Visité los lagos Bled y Bohinj, y la preciosa Ljubljana.
En Ljubljana llovía, así que entré en una iglesia a guarecerme. Era una iglesia católica y allí estaban algunos miembros del grupo hispano de Zagreb. Por lo visto, mi desaliñada indumentaria no conseguía engañar a nadie, y uno de los funcionarios, reconociéndome, empezó a hablar directamente en castellano. Así conocí que el itinerario que tan libremente había escogido coincidía, casi al kilómetro, con el de la agencia de viajes, algo que empezó a mosquearme, aunque lo atribuí a mera coincidencia.
Topé con ellos en el Parque de Plitvice, comiendo pastel de semillas de amapola, y en las revueltas del Krka, dando cuenta de un delicioso strudel. Así conocí por fin a la hermosa rubia, la esbelta Slobodanka. Le expliqué que yo no era un turista al uso, una evidente grosería por mi parte, habida cuenta de la profesión de la muchacha, que no pareció molestarse. En cualquier caso, me dijo, Yugoslavia es demasiado complicada para entenderla en quince días.
A partir de allí mi itinerario y el suyo se hicieron gemelos. Yo sabía su recorrido, pero como no tenía un autobús a mi disposición tenía que arreglármelas para alcanzarlos: Rijeka, Split, Zadar, Trogir...
Llegaba a cada ciudad y buscaba desesperadamente al grupo por los lugares más típicos: catedrales, palacios en ruinas, restaurantes. En Rijeka, creo recordar, aquellas maestras me invitaron a comer: el chófer era de allí y comería en su casa, yo podía aprovechar su cubierto. Probablemente era su instinto maternal (tenían la edad apropiada para ser mis madres, al menos), pero yo no las tenía todas conmigo, a la vista de sus sonrisas ya un poco alcohólicas mientras entonaban el Asturias, patria querida, para mi gran bochorno.
En la noche de Split, durante una representación al aire libre de Romeo y Julieta en las ruinas del palacio de Dicocleciano, creí llegado mi momento. Yo la atacaba por la vía intelectual (no tenía otra), le hablaba de la antigua Spalatum, del cruel Diocleciano, hasta de Joyce en Trieste, pero aquella larguirucha muchacha se me escapaba una y otra vez. Finalmente averigüé que pese a su nombre (Slobodanka es Libertad) tenía un hijo y, lo que era peor, un esposo de metro noventa.
Desdeñoso, o desdeñado, huí a Dubrovnik y de allí a la bahía de Kotor. Llegué a Montenegro e intenté sin éxito perseguir a las turistas ricas de Sveti Stefan, mientras apuraba mis ahorros, víctima de un sistema económico delirante. A primera hora, cambiabas diez mil pesetas en el hotel, lo que te convertía automáticamente en millonario. En dinares, pero millonario. A la noche, cuando volvías, comprobabas que la imparable inflación había provocado que, lo que no habías gastado en el día, no valiera ya absolutamente nada. Lógicamente, al próximo día, intentabas aquilatar el dinero que ibas a cambiar, pero al final, temeroso de quedarte sin peculio, volvías a equivocarte. Gastar era difícil, pues la propiedad estatal, por lo visto, provocaba la desidia de los empleados en los distintos establecimientos (por todo exotismo, adquirí un LP de The Cure, a precio regalado), de suerte que, según avanzaba la tarde, comprendías que, una vez más, ibas a perder lo que te quedaba en los bolsillos. Inevitablemente, consumía las últimas horas bebiendo hasta liquidar el último billete (la moneda fraccionaria, directamente, era rechazada).
Este era el método socialista para embrutecer a la población, comprendí por fin, curándome ya para el futuro de mis veleidades izquierdosas.
Salté a Mostar y Sarajevo, me fotografié sobre el Neretva, como todo turista, rendido ya a al capitalismo y volví a Zagreb, en cuyo aeropuerto el grupo español esperaba el mismo avión que un servidor.
El viaje de vuelta fue inolvidable: el famoso balonmanista Veselin Vujovic, considerado mejor jugador del mundo, había fichado un año antes por el Barcelona y volaba en el avión. Alguien debió reconocerle y el grupo de maestrillas no dejó escapar la ocasión. Encaramadas en el asiento de detrás o directamente sentadas en sus rodillas intentaban sacarle autógrafos o vaya usted a saber qué, ante el asombro del pobre deportista, un hombre con fama de mal genio, que aquel día consiguió reprimir.
A mi regreso, expliqué a todo aquél que me quiso escuchar las grandezas de aquel país, en el que convivían pacíficamente culturas, lenguas y religiones, sin que yo hubiera atisbado el menor problema para su cohesión. Dos años después llegaron las bombas, para mi asombro. La hermosa Slobodanka, evidentemente, sabía lo que decía.
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