El festival ocupa una sola calle, la principal de Hampden, conocida pomposamente por The Avenue (una declaración de independencia para una calle) y repleta de peluquerías, bares excéntricos, parados sin seguro, pirados sin cuota pero con ritmo, tiendas de ropa y bisutería extravagantes, un par de farmacias emboscadas y algún anticuario más cerca del rastro que del mueble con pretensiones de otorgar un pasado con estilo impostado a su comprador. En sus extremos se sitúan dos escenarios modestos, el destinado a los grupos musicales que atacan con la voluntad propia del barrio temas de Johnny Cash, country, swing y todo lo sixtie que se tercie, y el principal destinado al concurso de las Miss, tanto la infantil como la madre, pues madres y abuelas son las que compiten. Suben al escenario las vecinas ataviadas con mandiles de cocinar adornados con lentejuelas, rulos y gorros de dormir, tules ilusión imperdible, embutidas en batas tanto caseras como de calle, luciendo unos vestidos chillones de satisfacción con pecheras de rosa y fucsia brillante que no dejan lugar a la duda. Suben orgullosas de ser vecinas de Hampden y seguras de superar las curiosas condiciones del concurso: “no se requiere ningún talento”, aunque se valoran habilidades ocultas como cantar, contar una historia sobre la vida del barrio, recitar algún ripio mordaz en la jerga local o tocar algún instrumento improvisado. De hecho, una Miss Hon ganó por interpretar Take me out to the Ball game en un xilófono hecho con botellas de refrescos. Además, la ganadora tiene que estar dispuesta a desfilar en los principales acontecimientos del año: Navidad, Día de Acción de Gracias, 4 de Julio y Halloween. Una de las jueces presume de su competencia con humor: pedir unos estándares exigentes y haber seguido diez años de terapia con posibilidad de encontrarse bien ahora. Ser elegida reina por un año en un barrio que sólo produce noticias de programa municipal de festejos y recibe los turistas justos es la principal aspiración para sus mujeres. Así cumplen la divisa del festival: Honor the Working Women of America.
Lo que en el humilde, -y hasta ahora autónomo- Honfest de Hampden es festivo sin concesiones a la tragedia ni a la ternura, sin consagración ni adjetivos, se hizo cultura basura desde John Waters y su musa Divine. El género trash y la estética cutre empieza con Pink Flamingos cuando Divine proclama sus principios y no los cambia por otros: ¡La porquería es mi política!, ¡la porquería es mi vida! Hay una ruta turística, poco difundida y discreta, como es propio de Baltimore, pero que cuenta con sus devotos y lugares de culto, incluyendo la peluquería donde se corta el pelo el director de Hairspray, la tumba de Divine (menos secreta que la de Poe, como era previsible), el museo donde se exhibe una gigantesca estatua de la diva y hasta el lugar donde se rodó la escena final de Pink Flamingos.
(Gertrude Stein, por Carl Van Vechten, 1935)
En una ciudad que produce imágenes tan esquivas como famosas empezó Gertrude Stein su carrera por parecerse al retrato que aún no sabía que le haría Picasso. En la Universidad John Hopkins estudió lo justo de medicina para saber la diferencia entre melancolía y nostalgia y para evitar ambas, con ayuda de su carácter, ambición y posibles, sin saber que terminaría por sentir nostalgia forzosa de su propia cara. Genial y paradójico producto de la burguesía del XIX, dejó la medicina porque le aburría y no soportaba “lo anormal", dedicándose desde entonces a una metódica anormalidad de vanguardia, es decir, destinada a ser normal. Afectada por el cubismo, al que consideraba un movimiento pictórico español, dijo que “Estados Unidos y España son los dos únicos países occidentales que pueden realizar abstracciones. En el caso de los norteamericanos, la abstracción se expresa mediante la despersonalización, en literatura y en la creación de máquinas, mientras que en el caso de los españoles se expresa mediante unos ritos tan abstractos que no guardan relación con nada, salvo con el rito en sí mismo”. No fue en su Ser norteamericanos donde lo dijo sino en la Autobiografía de Alice B. Toklas, la que fue su amante.
En Baltimore hay más cosas pero todas se hacen sombra el día de resplandor de los restos de la clase trabajadora reconvertida en su propio espectáculo, no en alguno ajeno. Aquí vivió Poe, cuyo bicentenario se celebra este año, escribió, se casó con su prima Virginia Clemm, de 13 años, murió y tiene tumba y museo propios. El Dr. Hannibal Lecter trabajó y fue sentenciado a nueve cadenas perpetuas en el Hospital Forense del Estado. La serie policiaca para televisión The Wire transcurre también aquí. La cerveza Resurrection compensa con creces excesos culturales pero es difícil de encontrar. Al final queda el poso de las oleadas de trabajadores inmigrantes con lenguas tan diversas que obligaban a Paula Rachtleff, veterana del barrio de Fell’s Point, a aprender cinco idiomas para poder jugar en la calle cuando era niña. Y los sucesivos muelles, astilleros, fábricas textiles, cierres, despidos, miseria y esplendor que se resumen con lealtad alegre en Miss Hon, John Waters y Divine.
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