Madeira se ha hecho famosa ahora entre la ilusionada hinchada madridista. Perdónenme el sintagma, tan gastado como todo lo futbolístico, pero sólo recurriendo a semejantes lugares comunes soy capaz de ponerme en situación. Es decir, de colocarme. La culpa la tiene ese jugador de postal (Valdano tampoco se queda corto pergeñando tópicos) llamado Cristiano Ronaldo dos Santos Aveiro. Según he oído, ya le han apodado Pinocho, porque –como el muñeco– es de made(i)ra. Este inhilarante jueguecillo de palabras, por cierto, sólo puede ser invento de un culé. Por sus hechos, y sus chistes, los conoceréis, como es sabido. Pero, en fin, a lo que vamos, que pierdo el hilo. Ni que decir tiene que cuando yo estuve en Funchal, el señor dos Santos Aveiro no había nacido. No era ni un anteproyecto, supongo. Pero su fichaje me vale para recuperar la receta de un plato que probé por primera vez en Madeira. Harto de pescado, poco variado y “cocinado” siempre del mismo modo (a la brasa), me decidí una noche por la carne. Estaba en un pequeño restaurante del centro de Funchal que era el único que aparecía en la Guía Verde de Michelin. ¡Imagínense! Sólo recuerdo la escasísima luz, las tópicas velas rojas y verdes y una bonita, gran pecera colocada justo a la entrada. Al pedirle consejo al amable maître, éste me recomendó el frango na pucara. Lo de frango lo entendí a la primera. No hubiese hecho falta, porque el portugués añadió rápidamente: pol-lo e, incluso, cacareó un poco. Ahora bien: ni rastro del vocablo pucara. Imposible el entendimiento. Finalmente, y por las dudas, un camarero apareció con una pucara desde la cocina. ¡Ajá! Pucara es cazuela de barro. O sea, que estaba presto y dispuesto para degustar un portugués pollo a la cazuela. Les puedo asegurar que aún lo recuerdo. Riquísimo. Sabroso. Con un punto desengrasado que mezcla perfectamente con los vegetales y un agradable picor de ajo y mostaza que se queda en la boca a despecho del neutralizante arroz. Tanto es así que, ya en España, conseguí la receta y, con ligeras modificaciones, la he preparado muchas veces. Antiguamente, en honor a Futre. Ahora, recordando a Simao. Y hoy, excepcionalmente, al futuro blanco dos Santos Aveiro. Allá va, para todos ustedes.
Trocea de forma tradicional un buen pollo mientras vas calentando el horno a 200º. No le quites la piel, salvo que tu gusto –o tu colesterol– así lo aconsejara y salpimiéntalo. Maja bien tres dientes de ajo hasta transformarlos en una pasta aromática y mézclalos con un par de cucharadas de mostaza. Unta las tajadas de pollo con el mejunje y resérvalas. Corta en rodajas ocho o diez cebolletas (valen también las chalotas) y cubre con ellas el fondo de una generosa cazuela de barro. Corta en trozos finitos (como en juliana) cuatro lonchas de tocino ahumado y espárcelo por toda la superficie de las cebolletas. Pon los trocos de pollo por encima y añade, cubriendo bien, cuatro tomates pelados y despepitados hechos casi puré y un pimiento verde que habrás cortado en pequeñas tiras. Prepara un combinado que contenga una taza de café de oporto, otra de coñac y medio vaso de vino blanco y riega generosamente toda la cazuela. Tápala y mantenla a 200º en el horno durante unos veinticinco minutos. Abre el horno, baja la temperatura hasta 100º y destapa la cazuela. Deja que termine de hacerse, lo que le llevará unos diez minutos. En mi opinión, el mejor acompañamiento es un arroz blanco. Pero unas patatas fritas en dados le van, igualmente, bien.
Para beber, un Dão. Por ejemplo, un Quinta da Pellada, Dão 2006, con un año de barrica. No llega a 11 leuros y tiene una nariz extraordinaria.
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"La mediocridad tiene el mismo gusto y el mismo color del café con leche".