En el caso de Juaristi, Girard, además del tipo de influencia citada, tuvo una incidencia decisiva en su conversión al judaísmo. En sus memorias, tituladas Cambio de destino (ed. Seix Barral, 2006), nos aporta una pista interesante en este sentido. Queda claro también que su vinculación poderosa con René Girard se inició cuando su compromiso en pro del nacionalismo vasco ya afrontaba un declive definitivo:
“En 1979, y en una librería de Bilbao -cosa bastante rara-, encontré un libro recién editado por Grasset, Des choses cahées depuis la fondation du monde [traducido en castellano, en la editorial Sígueme, El misterio de nuestro mundo], que recogía una serie de entrevistas de dos psiquiatras, Oughourlian y Lefort, con un intelectual católico francés cuyo nombre ni me sonaba, René Girard. “La impresión que su lectura me produjo fue tremenda y me costó reponerme de ella. Todo parecía estar allí explicado: el mecanismo de la violencia mimética, la elección arbitraria de víctimas propiciatorias en las situaciones de anomia, la función apaciguadora y fundacional de los sacrificios. Era como si ese libro me hubiera estado esperando, como si se hubiera escrito para mí (...). Me apresuré a comprar todo lo que se había publicado de Girard en España, que por entonces no era mucho. El único teólogo español que parecía haberle leído era Luis Maldonado, autor de un ensayo sobre La violencia y lo sagrado. Los científicos sociales ni lo citaban. Como se verá, la teoría de Girard tendría un peso decisivo en la nueva crítica del terrorismo que iba a surgir en los ochenta de las filas de los antiguos etarras e izquierdistas vascos”.
En sus conversaciones con gente como Onaindía o Juan Aranzadi, la figura de Girard aparecía y reaparecía constantemente, de modo que el entusiasmo privado se fue ampliando, afectando a casi todo ese círculo de amistades. Siguiendo con las memorias de Juaristi, regresa a Girard para explicar su conversión a la religión hebrea:
"Desde finales de los setenta, Gabi del Moral y yo habíamos comenzado a interesarnos seriamente en el judaísmo. En mi caso, el interés lo había suscitado la lectura de Girard, un católico, y, en concreto, su interpretación del Libro de Job [La ruta antigua de los hombres perversos, Anagrama]. El aspecto antisacrificial del judaísmo me resultaba muy atrayente".
Ese aspecto antisacrificial que es propio del judaísmo (también del cristianismo, que es su directa prolongación. Girard suele unir ambas corrientes bajo el término 'judeocristianismo') tendría que ver con la defensa explícita que se hace en la Biblia de las víctimas, sobre todo en diversas partes del texto, como el de Job, los Salmos y algunos textos proféticos. En el judaísmo se daría un posicionamiento por aquello que siempre se excluye, por lo que se deja de lado, por aquello que 'sobra' y es separado del círculo de lo propio. La culminación de todo ello se plasmaría en los Evangelios, texto fundamental de la cultura occidental, en el que el punto de vista defendido es el de la víctima, en este caso crucificada.
Por su parte, un amigo de Juaristi, el ya fallecido Mario Onaindía, también relata en sus memorias, El aventurero cuerdo (ed. Espasa, 2004), lo decisivo que fue para su trayectoria vital e intelectual descubrir a Girard. El escenario fue una de tantas reuniones que se llevaban a cabo, por motivaciones políticas, en el País Vasco que transitaba del franquismo hacia la democracia. El discurso marxista, en sus diversas variantes, comenzaba a resquebrajarse y a abrir a su alrededor vías de comprensión diferentes. En una de esas reuniones, explica Onaindía, Aranzadi planteó la idea del chivo expiatorio, teorizada por Girard, como herramienta para entender la mecánica en la que se encontraba inserto el nacionalismo vasco. Como todo nacionalismo, aunque en este caso en su versión más explícitamente beligerante, el vasco recurría, en su defensa de una identidad excluyente, a la confrontación con una serie de chivos expiatorios en cuya destrucción se depositaba la posibilidad de reunificar las esencias diluidas y la unidad perdida de la comunidad mitificada. Es decir, se trataría en este caso del funcionamiento del mecanismo expiatorio en su nivel más tribal y, por tanto, más tosco y explícito. Para ello, en aras de legitimar los ataques contra los concretos chivos expiatorios de la patria vasca (policía, ejército, partidos políticos no nacionalistas, etc.), se erigía un sistema acusatorio que justificara la dirección de la violencia y la fuerza de las mismas. Onaindía quedó fascinado con la tesis de Girard:
"Me dediqué a comprar todos los libros que encontré de René Girard, y cada uno me pareció más perturbador que el anterior, como un thriller; me daba la impresión de que su pensamiento era capaz de explicar aspectos de la sociedad a los que el marxismo no llegaba y, por lo tanto, parecía complementarse con él. Si una teoría pretendía explicar las contradicciones entre distintos (la oligarquía frente a la burguesía nacional o la burguesía contra al proletariado), la otra se esforzaba en comprender las contradicciones entre iguales. Y los problemas en Euskadi no eran solo entre distintos, sino al contrario, mucho más entre iguales".
Lo que se entiende aquí es que la diferencia de partida, aquella que pretendidamente justificaría los conflictos (es decir, que estos vendrían motivados por esas diferencias, vistas como injusticias), sería en realidad una diferencia a posteriori, buscada y deseada por una de las partes en juego. La diferencia es lo que se busca, no de donde se parte. Contrariado ante una situación de igualación entre los nacionalistas y los que no lo son, la parte nacionalista pretendería excavar entre unos y otros una separación a todos los niveles (legal, cultural, física, etc.), y todo el proyecto político del nacionalismo vasco desde la muerte de Franco (y antes incluso) consiste precisamente en eso (Hitler también lo planteaba en esos términos. En su famosísimo aunque escasamente leído Mein Kampf, escribe que le molestaban más profundamente los judíos adaptados a la vida alemana que aquellos que vivían y vestían según su fe. Era la indiferenciación entre el ario y el judío lo que abominaba, y ya se encargó él de volver a hacerlos, a unos y a otros, diferenciables). La identidad y su defensa siempre es algo que implica una tensión, una agresividad con respecto a otros, que se perciben como amenaza a la propia manera de ser (aunque esa amenaza sea totalmente imaginaria), pero cuando todo ello se eleva a planificación política o militar es cuando se da el paso que va más allá de lo permisible en democracia. Nos adentramos ya, de lleno, en el terreno devorador del totalitarismo.
Juaristi se refiere a esta conversación, a la que también asistió Patxo Unzueta, en el restaurante Tres de Cáceres. Tras señalar que no sólo Aranzadi llevó la voz cantante, sino que él también dijo algunas cosas sobre Girard, Juaristi critica la asimilación de un pacifismo maximalista que llevó a cabo Euskadiko Ezkerra (partido en el que se enrolaron algunos de ellos, especialmente Onaindía). La crítica total (irreflexiva) del sacrificialismo pudo conducir, según Juaristi, a Onaindía y a su partido, a defender unas posturas de pretendida equidistancia que igualaban la violencia terrorista de ETA y la violencia de un estado que ya no era el dirigido por el general Franco, "repartiendo condenas morales a diestro y siniestro". No tomar partido entre dos posiciones para tratar de superar el ciclo de venganzas que se alimentan hasta el infinito, intentando no 'ensuciarse' con la violencia existente, nos acercaría más a Ghandi que a Jesús, referencia principal de las tesis de Girard. Mientras que Ghandi concede al sacrificio de la víctima unas virtudes expiatorias (recordemos su recomendación a los judíos de que se dejaran masacrar como vía para 'ablandar el corazón de la bestia' Hitler), Jesús sí que permite atenazar el devenir de la espiral de venganzas no dudando en intervenir cuando una víctima es sometida a abusos, como es el caso de la supuesta adúltera que va a ser lapidada (Juan 8, 1-11). Se interviene en la disputa, aunque sin recurrir a una violencia explícita. Caminar por la senda de Ghandi, es decir, no intervenir pero tácitamente aceptar una situación brutalmente asimétrica, ha supuesto no pocas contradicciones y problemas a determinados pacifismos del siglo XX y XXI, por su no oposición real a la violencia sacrificial.
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