Ya saben que la saturación de los mercados anglosajones ha provocado esa ya consolidada proliferación de garitos irlandeses por todo el orbe mundo. Al principio los visitábamos con sorpresa y ponderábamos la calidad de los zumos que sirven, acostumbrando el paladar a ales, draughts, stouts y demás. Sirva la impostura por aquello de que en estas latitudes es menos probable que un lechugino de piel nacarada y nariz bermeja te rompa una jarra en la cabeza tras una ingesta desmedida de destilados y cervezas. Además, para los aficionados al noble deporte del balón ovalado, en estas fechas resulta divertido contemplar a los expatriados de las seis naciones en liza apoyar a sus respectivos equipos tribales, perdón, nacionales. Miento a fuer de ser sinceros, porque italianos es raro encontrar. Anglosajones todos y franceses bastantes. Los ibéricos disfrutamos con los partidos que retransmiten en lengua vernácula de la casa matriz de tales locales, que en esos días parecen zonas extraterritoriales, y que, cuando supera el sonido ambiente, nos permite sorprendernos con retransmiones imparciales, comentarios atinados, conocimiento del reglamento, respeto por el rival y nulo forofismo, dicho sea sin ánimo de ofender a las cadenas de pago que dan el Torneo en román paladino. Las formas y el fondo. Era este, además, un fin de semana apropiado para perderse en cualquiera de los O'Neills, Finnegan's, O'Connors o Green Shamrocks que proliferan por ahí, huyendo de la apasionante remontada del Madrid, de los cantos de sirena de los atléticos (mi enhorabuena y claro que fue gol) y sobre todo de las elecciones en dos de las taifas atlánticas de este desnortado Reino, asuntos todos ellos de gran enjundia que iban a ser debatidos muy sesudamente en una sobremesa insoportable.
Con tales argumentos desaparecí el sábado por la tarde y me encaminé a mi expendedor de cerveza negra habitual. Entrada muy aceptable y mayoría de irlandeses, como siempre, que ya saben que País de Gales ha perdido sus opciones de revalidar el Gran Slam del pasado año. "Último partido en la santa catedral de Croke Park, altar de sacrifico de inocentes víctimas en el Bloody Sunday de 1920". La frase la pronuncia un tipo al que le resbalan unas lágrimas mientras escucha el himno pergeñado para que tanto los del norte como los del sur puedan cantar: la Canción de los Soldados. Me resigno porque no queda otro sitio, pero el sujeto me va a dar la tarde, es evidente, pues sube dos escalas con el "...shoulder to shoulder" y retumba el local. No les aburriré con la crónica del partido, no teman, porque además mejor hubiera sido no escapar a mis deberes familiares y soportar la sobremesa. El obeso irlandés habla por los codos, casi al mismo ritmo que ingiere pintas de los tres tonos que se sirven, rubia, tostada y negro regaliz, y polifacético, se interesa por la afición de los nativos al deporte de sus amores. Nos descubre entonces que aunque en su isla era propio de angloirlandeses acomodados de esos que se podían permitir estudiar en el Trinity College, le parece muy bien que los celtas (lo dice así) lo hayan adoptado, para sacudir en lo suyo al odiado inglés. Nos ha salido nacionalista el parlanchín rubicundo. Lo que no acaba de entender es que los españoles tengamos por lo general simpatía por ellos y por los galeses, cuando a él le parece que venimos a ser lo mismo que los casacas rojas en versión cañí respecto de nuestras naciones oprimidas. Y recalca lo de naciones oprimidas. Le pregunto que cuáles y se sorprende de mi pregunta, que toma por cinismo de opresor impenitente, ya se lo imaginan Uds. y se despacha a gusto (y eso que el marcador va sufriendo alternativas) con la cantinela de la invasión que han sufrido vascos y catalanes por los españoles. "¿Cuando?... Pues a lo largo de los siglos", me responde. "Que vascos e irlandeses vienen a ser lo mismo". Eso digo yo, católicos todos, y que "debe ser que los españoles no conocéis tan bien el manejo de las sutilezas democráticas que al fin y al cabo los ingleses dominan desde hace tanto tiempo, por eso aun no os habéis dado cuenta de que hay que reconocer lo inevitable" añade el sabio hibernio. Como en ese momento Ronan O'Gara pasa la transformación de un golpe de castigo que distancia a los verdes de los blancos, aprovecho para levantarme a pedir otra y evitar el imposible debate con quien no hacía sino repetir lugares comunes extendidos no ya entre desinformados extranjeros, sino entre incautos y cretinos, indiferentes e inasequibles a la realidad que pueblan el pandemonium en que nuestra bienamada comunidad política se va convirtiendo. Afortunadamente he conocido nativos de la verde Erín de toda condición para saber que con algún tiempo de convivencia con los opresores castellanos llegan a comprender que nuestra secular torpeza en el manejo de la propaganda nos deja desarmados ante las Apologías y que el hecho diferencial más tiene que ver con nuestros desquiciados horarios que con ideas preconcebidas tan al uso. O quizás que estemos en manos de Zapatero y sus enanos y Rajoy y sus duendecillos.
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