Las peripecias de mi primer viaje en Bolivia como consultor en el Estudio Integral del Transporte, el que hice al Departamento de Pando, cuya capital es Cobija, ya las he contado aquí. El segundo lo hice al Departamento de Santa Cruz, el más extenso del país con sus 370.000 Km2 de extensión y más de un millón y medio de habitantes en la actualidad. Limita al norte con el Departamento de Beni y con Brasil; al este, también con Brasil; al sur, con Paraguay y el Departamento de Chuquisaca, y al oeste con los departamentos de Chuquisasa, Cochabamba y de nuevo Beni. La riqueza actual de Santa Cruz se basa en los ricos yacimientos petrolíferos situados en los sureños llanos de Chiquitos, entre la capital, Santa Cruz de la Sierra, y Camiri, ciudad próxima al escenario de la guerrilla del Che durante los años sesenta.
Como se sabe, el primer viaje lo hice en avión. Este viaje sí parecía posible hacerlo por tierra, sobre todo si elegíamos la época seca, porque, como sostenía con firmeza mi contraparte, si bien los caminos eran malos, podían ser transitados sin grandes problemas con movilidades de doble tracción o todoterreno. Fue él quien se encargó de solicitar un Toyota al jefe boliviano de la oficina del estudio, del avituallamiento de alimentos y combustible y de la provisión de viáticos para cubrir las necesidades de una semana estimada de viaje a la ciudad de San Matías, en la frontera oriental con Brasil, ya en las zonas pantanosas del río Paraguay. La comitiva estaba compuesta por cinco personas, mi contraparte, su sobrino, el chofer, mi compañera y yo. Un lunes de madrugada abordamos el vehículo y enfilamos el camino de tierra que descendía hacia el sureste y unía la ciudad de La Paz con la ciudad de Cochabamba, capital del Departamento de su nombre, atravesando una sucesión interminable de altiplanos, esos áridos y fríos valles andinos situados entre los dos mil y los tres mil metros de altitud, sin ríos apreciables y enteramente rodeados de lejanas cadenas montañosas. No recuerdo lo que tardamos en llegar a Cochabamba, pero creo que ya caía la tarde porque, estando a una latitud de 17º de l. s., los rayos del sol no tardan en caer de forma un tanto repentina. Pernoctamos en Cochabamba, ciudad de clima amable que nada tiene que ver con el frío, seco e inhóspito de La Paz. De Cochabamba dicen los bolivianos que vende la clima, tan grato es, sobre todo en un país en el que se puede pasar del pegajoso calor tropical al frío inmisericorde de la alta montaña. Cenamos en una de esas famosas quintas que tanto abundan en Cochabamba cuyo nombre no he olvidado porque se llamaba Guadalquivir, como el río de mi niñez. Cochabamba es una ciudad jardín.
A la madrugada siguiente proseguimos viaje, ahora hacia Santa Cruz de la Sierra. El camino seguía bajando de un modo a veces muy brusco en busca de los Llanos orientales. Al pasar cerca del Chapare, una comarca andina de la sierra de Cochabamba de altitud media y limítrofe con el Departamento de Santa Cruz, cuyo clima y suelo son especialmente apropiados para el cultivo de la coca, como había llovido recientemente contra todo pronóstico, el camino estaba muy embarrado. La circulación empezó a ser dificultosa y llegó un momento en que no fue posible seguir. Las ruedas de la movilidad giraban como locas levantando ráfagas de barro, pero sin avanzar un milímetro. Gracias a la ayuda de un enorme camión pudimos salvar el tramo más conflictivo. Al caer la tarde llegamos a la ciudad de Santa Cruz de la Sierra. Hoy tiene poco menos de un millón de habitantes pero entonces solo superaba en algo los doscientos mil. Habíamos descendido desde los 3.700 metros de altitud de La Paz a los poco más de 300 de Santa Cruz. Estábamos en el trópico y el calor húmedo se pegaba a la piel de forma insistente. Buscamos hotel y, cuando lo encontramos, en él nos dimos al descanso después de cenar un filete a la brasa de carne de pejichi, ese armadillo de gran tamaño entonces abundante en las zonas boscosas amazónicas (no me extrañaría que hoy se encuentre extinguido o casi como consecuencia de la sobrecaza que viene sufriendo) cuyo caparazón es o era utilizado para la construcción de charangos, el instrumento de cuerdas característico de los pueblos andinos. Habíamos abandonado la patria de los collas y estábamos en plenos dominios de los cambas, dos pueblos mal avenidos que siguen conviviendo a trancas y barrancas y que, cada vez más conflictivamente, comparten la extensa y pobre nación boliviana sin que nadie se atreva a pronosticar cuando se irá cada uno por su lado.
Antes de seguir viaje la madrugada siguiente, ahora hacia el norte, cargamos de combustible el depósito de la movilidad y llenamos un bidón de cien litros que llevábamos a bordo sin el que no es aconsejable viajar por un territorio donde pueden acontecer toda clase de imprevistos y en el que, entre otras cosas, puede no haber manera de repostar. En la tienda donde nos avituallamos estuve tentado de comprar un machete o catana, como los que usan los cultivadores de caña de azúcar, y que también sirve para chaquear la intrincada selva tropical si hay que penetrar en ella. No lo hice y pocos días después lo tuve que lamentar.
De Santa Cruz de la Sierra llegamos a Warnes y más tarde a Montero, siempre por el camino que transcurre por la arenosa margen derecha del río Grande, un río que todos los años se da el capricho de cambiar de cauce cuando se recoge después de las lluvias, dejando lagos ribereños que fueron cauce algunos años antes. Toda la zona estaba deforestada desde hacía algunas décadas para poder dedicar enormes superficies planas al cultivo de soja, maíz, caña de azúcar y mandioca. Fue la consecuencia dramática de la errada política de sustitución de importaciones que habían adoptado los mal aconsejados gobiernos de turno. Eran, sí, suelos muy fértiles gracias al aporte milenario de materia orgánica procedente de la vegetación tropical. Pero las riadas periódicas y sus efectos devastadores en un suelo desprotegido de su vegetación natural se llevaron los humus y los rendimientos cayeron año tras año, el medioambiente se degradó sin recuperación posible y, para más inri, los costes de los cultivos introducidos superaron los precios de importación. Así estaban las cosas a fines de los años setenta. La política de sustitución de importaciones significó pan de momento, hambre para un largo futuro y destrucción de los recursos naturales para un futuro incierto. Todo de una tacada.
A las pocas horas de viaje caímos en uno de los numeroso curichis o charcos pantanosos que abundaban en el camino. Más que un charco aquel era casi un pozo, tal era su profundidad imprevisible. La movilidad quedó inmovilizada en su interior tan pronto como penetró en él y no éramos a sacarla. Los viajeros tuvimos que salir chapoteando agua terrosa y con cara de circunstancia penosa ante la incidencia. Pero la providencia quiso que cerca hubiera una cuadrilla de obreros con una excavadora, nos auxiliaron y con su ayuda pudimos salvar el obstáculo con una facilidad que no éramos a creer momentos antes.
Desde entonces decidimos que antes de cruzar un curichi convenía inspeccionar su profundidad, una operación que me encargué personalmente de realizar. Cada vez que veíamos uno a nuestro frente, bajaba y me metía en el agua pateando aquí y allá para saber si se podía cruzar y evitar por todos los medios que nos ocurriera un percance como el que habíamos sufrido. Fueron casi cincuenta los curichis que inspeccioné antes de cruzarlos. Todo iba bien, la belleza de la selva que estábamos cruzando y las narraciones de los combates de mi contraparte, que intervino en la guerra del Chaco en su ya lejana juventud, animaban el lento paso del tiempo.
De pronto vimos un nuevo curichi frente a nosotros. Yo era partidario de repetir la misma operación que en los anteriores pero los demás estaban convencidos de que podía cruzarse sin problemas porque, en efecto, su apariencia era inofensiva. Estábamos en un tramo del camino que atraviesa la selva tropical, relativamente abierto, y el agua se extendía por los bordes del charco de una forma que parecía superficial. El chofer avanzó, entramos en lo que parecía un inofensivo charco y las ruedas quedaron colgadas en el vacío, sin contacto con la tierra. Las reductoras no lograron mover la movilidad. Bajamos y comprobamos que los bajos del vehículo habían quedado encima de un montículo de tierra. Las ruedas no llegaban al suelo. El curichi ocultaba los dos profundos surcos hechos por el paso de camiones con grandes ruedas y al pobre Toyota aquello le venía demasiado grande para sus facultades. Calzar las ruedas con piedras era una solución descartada porque en los Llanos no hay áridos, una de las razones que iban a encarecer la futura construcción de las carreteras del Plan de Transportes. Un campesino que vivía en una cabaña cercana al curichi nos indicó que cerca había una estancia ganadera en la que tal vez nos hicieran la caridad de prestarnos dos cebúes para arrastrar la movilidad fuera del agua. Así lo hicimos y tuvimos la suerte de que accedieron a nuestra petición. Pero, entre lo que tardamos en llegar a la estancia y volver con la yunta hasta el charco, la tarde fue cayendo y las sombras nocturnas se adivinaban cercanas. Cuando logramos atar la yunta al eje delantero de la movilidad estaba ya tan oscuro que hubo que alumbrarse con linternas para poder operar. La luz de las linternas inquietó a los cebúes que, como tiraban de un modo transversal al coche, no ejercían la fuerza necesaria para sacarlo del agua. Después de numerosos intentos infructuosos hubo que desistir y hacerse a la idea de que había que parar y pasar la noche allí, en medio de la selva. Mi contraparte, su sobrino y el chofer decidieron que ellos la pasarían dentro de la movilidad, que parecía un barco varado. Mi compañera y yo aceptamos la hospitalidad del campesino, quien nos ofreció la posibilidad de dormir en la puerta techada de su cabaña, ella en una hamaca y yo en un banco apontocado en un muro porque hacerlo en una estera en el suelo no estaba indicado por el peligro que suponían las picaduras de las abundantes culebras del lugar. Por este peligro, la tierra que rodea una cabaña tiene que mantenerse sin vegetación para poder advertir con facilidad si alguna de ellas se acerca con malas intenciones. Así pues, la tercera noche del viaje dormí en un hotel desde cuya ventana veía la miríada de estrellas que tachonaban un cielo alto y sereno, inmerso en el sonido del silencio, sólo roto por algún animal amante de la vida nocturna. Ni que decir tiene que no pegué ojo en toda la noche, no sé si por la singular belleza del medio o por miedo a caerme del estrecho e inestable banco que me servía de improvisada cama si me dormía.
Serían las tres de la madrugada cuando el campesino, que dormía con su familia en el interior de la cabaña, salió a la puerta y nos dijo que una movilidad estaba viniendo por Santa Rosa y que tardaría en llegar cuatro horas. Se trataba de una gran noticia que anunciaba que pronto podríamos salir del curichi y seguir nuestro viaje hasta San Matías, en la frontera brasileira. Fueron las cuatro horas más largas de mi vida pero el fino oído del campesino había advertido a ochenta kilómetros el sonido de una movilidad y, en efecto, a las siete de la mañana exactamente vimos alborozados que llegaban dos grandes camiones cargados de coches "fúcar" (nombre que en Brasil dan al "escarabajo" o Volkswagen) ,por supuesto de contrabando, procedentes de la frontera brasileña, para ser vendidos en Santa Cruz, una ciudad en la que circulaba más la moneda brasileña que la boliviana.
Por fin salimos de aquel traicionero claro del bosque después de despedirnos del providencial campesino. Su mujer y sus hijos seguían dentro de la humilde cabaña hecha con maderos y techada con grandes hojas de la palmera motacú, autóctona de los Llanos. Durante unas dos horas todo fue bien, pero el camino atravesaba ya un nuevo trecho conflictivo. En esta ocasión no era un curichi sino un suelo tan húmedo que no era posible rodar sobre él. No había otra solución que conseguir calzar una y otra vez las cuatro ruedas de la movilidad pero, como ya he dicho, no con piedras, dramáticamente inexistentes por aquellos pagos, sino con vegetales que teníamos que desgajar a mano ya que no habíamos previsto aprovisionarnos de machetes como yo había propuesto. Si al menos me hubiera concedido el capricho de comprar uno en la tienda en la que nos servimos a la salida de Santa Cruz.... En el fragor del trabajo me hice una herida en un pie. Yo entonces no era tan consciente como lo soy ahora de que todo viaje ha de ser debidamente planificado, tanto más cuanto menos desarrollado es el país por el que se va a viajar. Aun no está reconocida la profesión de ingeniero turístico pero sin duda lo estará algún día.
Muchas fatigas costó salir de la nueva penosidad del viaje pero a poco recibimos la compensación en forma de uno de los paisajes más fascinantes que he visto en mi vida. Ni siquiera el cine los ha mostrado. Enormes árboles cubiertos de una tela de araña tan tupida que parecían novias gigantescas preparadas para celebrar sus bodas con algún gigante que aun no había llegado a la cita. Otros árboles esperaban cuajados de grandes flores amarillas, rojo sangre y azul añil como si estuvieran en un paraíso recién estrenado, envuelto en las brumas lechosas de la mañana. Calles de una ciudad fantasmagórica bordeaban el camino, formadas por las viviendas como de duendes que formaban las plantas trepadoras que cubrían los matos de la selva. Ya faltaba poco para llegar a Santa Rosa, ciudad que dejamos atrás como San Javier y Concepción, esta última cuna del dictador Hugo Banzer (1924 - 2002) un general que dio uno de tantos golpes militares en Bolivia y que gobernó durante siete años la República con mano férrea.
El camino pasaba por zonas de selva especialmente cerrada. A veces se veían letreros anunciadores de la dirección que había que tomar para llegar a las numerosas estancias ganaderas de la zona, una de ellas de nombre "Berlín" escrito en una tabla adornada con esvásticas. Muchas de estas explotaciones eran propiedad de viejos nazis que huyeron de Alemania al final de la Segunda Guerra Mundial. Por fin llegamos a San Javier de Velasco, una ciudad en la que, a la entrada había una sorprendente gasolinera, algo que nos pareció una alucinación producida por el agotamiento del viaje y los trabajos forzados que todos los viajeros tuvimos que realizar hasta ese momento. El viejo señor que nos sirvió el combustible solo hablaba alemán. Ya nos habían dicho que en Los Llanos los grandes estancieros se oponían frenéticamente a la construcción de carreteras. Empezábamos a comprender las razones. Allí nadie las necesitaba. Unos, los ricos propietarios de estancias ganaderas, porque tenían avionetas y campos de aterrizaje propios en sus fincas. Otros, porque eran tan pobres que nunca viajaban. Dentro de todo, en San Javier habían acabado de inaugurar un coquetón hotelito y allí nos hospedamos la cuarta noche del viaje. ¿Es difícil comprender que estuviéramos mi compañera y yo dos horas seguidas bajo la lluvia artificial y cálida de una ducha reparadora? Después de unas fatigas tan agotadoras como las que habíamos pasado una ducha de agua caliente es una buena metáfora de la gloria celestial. ¡Cuánta razón tienen los ingleses cuando usan el término travel (del francés travail, trabajo) para referirse a un viaje. Aquel viaje hasta San Javier era, en efecto, un travel, es decir, un duro trabajo de cinco días agotadores.
Como todos los camiones cargados de fúcares de contrabando con los que nos cruzábamos nos informaron de que ellos habían tardado desde San Matías hasta San Javier toda una semana por el mal estado del camino decidimos cambiar el rumbo de nuestro viaje y tomar dirección sur hacia San José de Chiquitos, ciudad en la que esperábamos poder tomar el tren que procedente de Corumbá (Brasil) y se dirige a Santa Cruz de la Sierra.
Pero esta parte del viaje prometo contarla otro día porque tiene su propia historia.
(Escrito por Desdeluego)
Etiquetas: Desdeluego
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[0] - ¡Bravo, bravo, bravísimo, Desdeluego! -Aunque eso de 'pero el fino oído del campesino había advertido a ochenta kilómetros el sonido de una movilidad' precisa explicarse con algún detalle o corregirse-.
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[Y los hay que ufanos estiman epopeya el ir en biciclos de seis mil euros a ochenta kilómetros de su casa o hacer a pie bien calzado recorrido por esta manoseada -o pisoteada, si se quiere- piel de toro por largo que sea y así le digan el Camino de Santiago. Eso que nos cuenta Desdeluego es lo aventurado y no tales machangadas].