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26 febrero 2009
Holmes, mi amigo el ingeniero y yo

No estaba en ninguna caja de seguridad del banco Cox and Co., de Charing Cross, sino polvoriento y olvidado encima de mis vinilos. Y, claro, no se trata de una travel-worn and battered tin dispatch-box with my name sino de un viejo portátil Toshiba Satellite. Acuciado por la necesidad de recuperar una base de datos bibliográfica que cierto error estúpido ha eliminado de mi actual ordenador, volví a encender el viejo, rechoncho y gris Toshiba. Funcionó a la primera. Su Windows 95, aunque casi a pedal, me rindió rápidamente su contenido. Y, amén de la buscada base de datos, encontré una carpeta que creía perdida: Holmes se llama. Contiene, en inglés original, todo el canon holmesiano (56 relatos breves y cuatro novelas cortas) en formato Word, múltiples ensayos, pastiches y secuelas de la obra conandoyliana, una carpeta con fotografías de portadas y dibujos de “Los bailarines”, mi colección de casi 1200 (sí: mil doscientas) fichas de referencias sobre la obra y, sobre todo, mi ensayo “Clasificación digital de los 56 relatos del canon. Un sistema binario de ocho preguntas” que algún día publicaré en la revista de los Irregulares de Baker Street que edita la sociedad holmesiana de Hanover, Pennsylvania. Sin embargo, antes de que esto suceda y en total primicia, les haré a ustedes partícipes de mi sin par descubrimiento.

La idea de clasificar los 56 relatos holmesianos me la dio, sin querer, un amigo al cual recomendé su lectura. Pareció no gustarle demasiado y, al devolverme los cinco libritos, me espetó:
–No están mal… pero son todos iguales.
¿Iguales? ¿Dijo, exactamente, iguales? Sí. Y yo, claro, me lo tomé, casi, como una afrenta personal. Vale que mi amigo es ingeniero (de una ingeniería de las llamadas blandas) y carece de imaginación. Pero ni eso era excusa: mi deber era demostrarle (sí: demostrarle) la falacia de su denigrante afirmación. Y me puse a ello. Se trataba de generar una serie de n preguntas sobre cada relato a las cuales se pudiese responder con un o un no. Luego, cada se computaría con un 1 y cada no con un cero. De tal forma, cada relato tendría un código binario de n dígitos que, luego, podría transformarse fácilmente en un número decimal. ¿Aparecerían 56 números diferentes? La primera decisión a tomar era la del número y carácter de las preguntas. Hay rasgos comunes en muchos relatos de Holmes. Por ejemplo, la presencia de animales; las referencias a un pasado oscuro, turbulento, escondido, son también frecuentes. No en todos hay un asesinato. En muchos de ellos, la policía oficial no interviene. Así, se me ocurrió que las siguientes preguntas podrían valer:

(1) ¿Hay algún muerto?
(2) ¿Se utiliza el tren?
(3) ¿Hay algún personaje extranjero de relevancia?
(4) ¿Hay referencias a las colonias (o excolonias) del Imperio Británico?
(5) ¿Juega la fauna algún papel de interés?
(6) ¿Está presente el turbio pasado de algún protagonista?
(7) ¿Se desarrolla integramente en Londres?
(8) ¿Interviene la policía “oficial”?

Con estas ocho sencillas (y nada matizables) cuestiones, me puse a ello. Relato por relato. Iba poniendo, en mi hoja Excel, ceros o unos según fuese el caso. Por ejemplo, en el relato “El hombre del labio torcido”, que aparece en “Las aventuras de Sherlock Holmes”, contesté con un no a siete de las ocho preguntas. Sólo fue afirmativa la respuesta a la última pregunta, ya que interviene Scotland Yard. Por lo tanto, su código era 00000001 o, en decimal, 1. Al contrario, la “Aventura del Colegio Priory” (El retorno de Sherlock Holmes) tuvo un código binario 11111100, que corresponde al 252 decimal. Así las cosas, resulta que ninguno (¡ninguno!) de los 56 relatos repite número de referencia. Es decir: con esas ocho preguntas en la mano, son todos distintos.

Cuando, orgullosamente, envié a mi amigo la hoja Excel, éste me e-contestó: ¡Qué poco tenéis que hacer los químicos en esta Universidad! Y eso que, sin embargo, os lleváis casi todos los laureles. Que San Isidro te proteja, mi agnóstico amigo. Estás a un paso de la locura. ¿Será verdad?

(Escrito por Protactínio)

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Escrito por: Blogger SPQR - 27 de febrero de 2009, 0:30:00 CET

ALI Y OBAMA.

Dos horas antes del juramento presidencial de Barack Obama, Muhamad Ali accedió con su mujer a la tribuna de invitados. Con la salud deteriorada por el Parkinson, Alí caminó tembloroso y débil hasta encontrar su asiento. Cubierto por un sombrero de fieltro, abrigado por una bufanda y un gabán de lana, el orgulloso campeón era ahora un anciano sostenido por su mujer. Pero algo en su presencia irradiaba la misma fuerza que en sus años de juventud, cuando Alí era el rey del mundo, el mejor boxeador de su tiempo, el descendiente de esclavos que cambió su nombre, Cassius Clay, por el de Alí, el converso al Islam, el hombre que se negó a luchar en Vietnam, el deportista más carismático que ha conocido Estados Unidos. Ese hombre, que hace 12 años encendió con manos trémulas el fuego olímpico en Atlanta, representaba como nadie la importancia del deporte en la conquista de los derechos civiles en Norteamérica. Obama no lo olvidó. Alí, y no otro, acudió como invitado de honor a la investidura de un presidente cuya figura se antoja histórica.

Se escucha con frecuencia el papel alienante del deporte en la sociedad moderna. Opio del pueblo, adormecedor de voluntades, factor de violencia tribal, motor de nacionalismos sectarios, coartada de vándalos. Es frecuente el desprecio por el deporte en los cuarteles intelectuales, rechazos casi siempre injustificados, procedentes de una idea elitista de la sociedad y la cultura. Las adherencias negativas que aguanta el deporte no impiden su grandeza. No es denigrante disfrutar y emocionarse con las hazañas humanas. No es despreciable atender a los valores de superación y solidaridad que se identifican con los deportistas. No es trivial situar a algunas figuras como héroes trascendentes.

Alí nació en Louisville, en Kentucky, uno de los estados donde la segregación racial alcanzó cotas más virulentas. No fue un santo. Le llamaron bocazas. Le acusaron de despreciar a sus rivales y de desprestigiar al boxeo. Fue arrogante y provocador. Lo fue con sus rivales negros y blancos. Pero era un genio en el ring, tenía un carisma insuperable y recorrió la ruta más incómoda para un campeón. Se hizo consciente de su negritud y de las injusticias de su tiempo. Alí, que venía de un medio pobre y alcanzó pronto la riqueza que suele convertir a los campeones en habitantes del derroche y la irrealidad, fue desposeído de su título por negarse a entrar en filas y combatir en Vietnam. Su decisión le convirtió a la vez en un mártir de su generación y en un antipatriota.

Han pasado 40 años de aquellos episodios y Alí es reconocido como un tesoro nacional. Acudió a la investidura de Obama no como el gran boxeador que fue sino como el campeón de la dignidad. Pero en su envejecida figura también se representaban los otros campeones que le precedieron en la lucha, los campeones que hicieron del deporte un escenario simbólico en la conquista de la igualdad y las libertades. Quienes pretenden desmerecer el papel del deporte en la sociedad, olvidan lo que significó Jesse Owens en los Juegos de 1936, frente a Hitler, en el estadio Olímpico de Berlín. Owens, negro de Alabama, hijo de recogedores de algodón, ganó cuatro medallas de oro en el delirante clima de un régimen que proclamaba la supremacía de los arios. Pero Owens volvió de Alemania para trabajar de botones en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York. Su vida, como la de tantos otros campeones, como Joe Louis –vencedor de Max Schmelling, el boxeador que representaba el ideal propagandístico del nazismo-, como Jackie Robinson –el primer jugador negro en las Ligas profesionales de béisbol-o como Tommie Smith –el campeón que levantó su enguantado puño negro tras vencer en la final de 200 metros en México 68-, estuvo marcada por la frustración, las represalias y la desigualdad.

Todos y cada uno de estos campeones añadieron una razón para identificarse con ellos y avanzar en la conquista de los derechos básicos. Fueron ejemplares para sus sucesores, para los aficionados al deporte y para una sociedad que, poco a poco, abandonó sus prejuicios gracias a apóstoles sociales, como Martín Luther King o Rosa Parks, y también al efecto de campeones como Jesse Owens, Joe Louis, Jackie Robinson, Tommie Smith y Muhamad Alí. La sociedad estadounidense lo ha entendido así. Barack Obama, también. Ahí, en un momento excepcional en la historia de los Estados Unidos, estaba Muhamad Alí para acreditar lo mejor del deporte.

Santiago Segurola

 

Escrito por: Blogger Unknown - 27 de febrero de 2009, 0:33:00 CET

[399] ↑ Escrito por: Blogger Josepepe - 27 de febrero de 2009 0:26:00 CET
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Una gran cita.

Y otra gran verdad: qué coñazo con la palabrita

 

Escrito por: Blogger Josepepe - 27 de febrero de 2009, 0:42:00 CET

[403] ↑ Escrito por: Blogger schelling - 27 de febrero de 2009 0:33:00 CET
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Encontré ese libro abandonado entre el papel para reciclar, años atrás. Es una vieja edición (Verda, Paris) de 1942, y dentro había un recorte del 'Soir' de 1939 que reproduce un autógrafo de Stendhal.

 
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