Quizás muchos sepan en este nickjournal que vivo en Rosario, Argentina. En el caso que les voy a contar me contrató gente que vive en la Provincia. de Córdoba. Se trata de una familia de la aristocracia cordobesa. Son dueños de Tres mil hectáreas de campo a solamente treinta kilómetros de la ciudad de Córdoba. Frente a la puerta de la “estancia” (se llaman así en Argentina los grandes campos de cultivo o pastoreo) pasa la autopista Córdoba-Buenos Aires. Tres mil hectáreas sin desperdicio alguno. Me asombró en España ver que los sembradíos están a veces separados entre sí por grandes pedregales. En nuestra pampa se pueden hacer trescientos quilómetros sin ver una piedra. Campos de cultivo uno tras otro, interrumpidos solamente por los alambrados que separan las propiedades.
La familia que me contrató se había podido dar el lujo de conservar al pie de la sierra cordobesa una fracción de doscientas hectáreas de bosque natural, que usaban para caza o simple recreación. En la ciudad de Córdoba tienen un palacio que lleva su nombre y usan la estancia como lugar de veraneo, ya que tiene arroyos muy pintorescos que lo cruzan.
Cuando me consultaron ya había muerto el patriarca de la familia, un médico de mucho prestigio. Al frente del campo quedó su hijo, ingeniero agrónomo. La familia se había relacionado con un paraguayo muy especial, que vivía en un pueblo cercano a la ciudad de Córdoba. El paraguayo tenía tres esposas, con las que se paseaba del bracete para escándalo de la gente del lugar. Ahora estoy pensando que el paraguayo no podía ir del bracete con las tres esposas porque lo llegué a conocer y comprobé que solamente tiene dos brazos. Evidentemente la gente del lugar exageraba como es habitual en los pueblos chicos. El paraguayo, luego lo supe, era un muerto de hambre que además escribía poesías.
Alguno de vosotros a esta altura se debe estar preguntando cómo unos aristócratas, con estudios universitarios, pudo relacionarse con alguien con tantos puntos en contra: pobre, polígamo y poeta. Y aquí les doy la explicación del intríngulis: El paraguayo curaba cualquier enfermedad que uno haya tenido en reencarnaciones anteriores. Bueno, en este punto me doy cuenta de que las reencarnaciones son siempre anteriores, pero no sé cómo expresarme. Así fue como el paraguayo curó una tuberculosis que la hija de esta familia, escribana prestigiosa, había tenido hace cuatrocientos años atrás. A su padre, médico, le curó un problema cardíaco que había tenido en tiempos de los romanos.
En este punto hay que reconocer el auténtico mérito del paraguayo: No era como tantos médicos que a veces aciertan y otras llevan a la tumba a sus pacientes. El paraguayo siempre curaba los males de las anteriores reencarnaciones (ibidem ut supra). Hay que decir que el paraguayo también acertaba con las enfermedades actuales, las de la presente encarnación, pero no con tanto éxito como en las anteriores. Al médico referido, por ejemplo, cuando hizo un viaje por Europa le recetó una serie de medicamentos preventivos. Sin embargo el médico murió súbitamente estando en España. Por supuesto la familia no le hizo ninguna denuncia de mala praxis al paraguayo: De algo hay que morir.
El ingeniero agrónomo siguió utilizando los servicios del paraguayo pero en otra área: le parecía que los cultivos en el campo vecino estaban más verdes que los suyos. El paraguayo le confirmó sus sospechas: le habían hecho un “daño”. No sé si en España se conoce esto de los “daños”. En Argentina se llaman así a los sortilegios hechos para perjudicar a alguien. En esa ocasión el paraguayo curó el campo del “daño” mediante una serie de pases de mano e imprecaciones. Y la cosecha ese año superó todas las expectativas. Todos contentos.
Hasta que un día llegaron al campo unos oscuros personajes enviados por el paraguayo. Le dijeron al encargado que querían recorrer el lugar, enviados por el nuevo dueño. Como el encargado no tenía ninguna noticia de cambio de propietario se comunicó inmediatamente con el ingeniero agrónomo que mencioné antes. Las cosas eran así: El paraguayo había estado curando las encarnaciones anteriores de la hija de la familia, la escribana, de unos treinta y cinco años bien llevados. Una reencarnación anterior (ibidem) le aconsejó a la mujer que rompiera con su novio de ese entonces, un ingeniero amigo de su hermano. Nada extraño o anormal hasta aquí.
En otra ocasión la reencanación le aconsejó formar pareja con alguien muy cercano a ella. Y le dio todos los datos para que se diera cuenta quién era: Un hombre que no era argentino, de unos 60 años, morrudo, de baja estatura y de piel morena. El paraguayo se asombró ante las revelaciones del espíritu que había bajado mediante su poder mediúmnico: “¡Ese soy yo!” La mujer a esa altura tenía sobradas pruebas de que los espíritus que bajaba el paraguayo siempre le habían dado buenos consejos: Se había librado de un novio que en el futuro le sería infiel, tal como se puso de manifiesto en una de las sesiones espiritistas. También se había librado de joyas muy valiosas pero que tenían “gualicho” (otra especie de “daño”). El mismo paraguayo la ayudó a hacer desaparecer esas joyas. Afrontando el peligro que significaba estar en contacto con esas joyas, valientemente viajó sin compañía alguna hasta un dique donde las arrojó, para así romper el sortilegio. También el paraguayo le había curado a la mujer todas las enfermedades de las vidas anteriores. Con esos antecedentes ella entró a considerar el consejo que le dieron los espíritus y finalmente aceptó ser su cuarta esposa. En este caso con el honor de pasar por el Registro Civil, para lo que no había obstáculo alguno debido a que las otras esposas del paraguayo eran concubinas solamente.
En este punto ocurrió algo que no entiendo bien la causa: la madre y el hermano de la chica, que hasta ese momento habían sido fervorosos seguidores de las enseñanzas y prácticas del paraguayo, se opusieron vivamente a que contrajera matrimonio con él. Fue así como contrataron al mejor investigador de sectas y pseudociencias de la Argentina. Me instalé entonces en el palacio de la familia en Córdoba, mientras ellos estaban en el campo, temerosos de que el paraguayo se presentara allí.
Fue una de las investigaciones más largas que realicé en mi vida. Fue atroz. A veces estaba tan desesperado por estar lejos de los míos que exigí que todos los fines de semana ellos vinieran a hacerme compañía. ¿De qué valía tener tanta servidumbre a mi disposición, dormir en sábanas de seda, disponer de los autos y del dinero que me asignaron si no lo podía compartir con los que amo? Lo peor era que mis clientes me exigían resultados concretos en mis investigaciones, sin comprender que hasta el simple pan necesita de cierto tiempo para leudar.
Por mi parte fui redactando diversas “denuncias” contra el paraguayo, una tras otra, pero las desechaba finalmente porque yo mismo me preguntaba: ¿Es delito que un hombre seduzca a una mujer treinta años menor con el cuento de las reencarnaciones? ¿Podía alegar ante el juez que era imposible que una mujer joven, rica y bella se enamorara de un poeta viejo, pobre y feo? Porque todos sabemos que un hombre (y una mujer, por supuesto) puede ser feo por fuera, pero que bajo la ropa puede tener buenos atributos. Contra el amor no hay argumentos. Luego de tres meses de cavilaciones la familia me conminó a presentar resultados. Fue así como me trasladé al pueblo donde vivía el paraguayo. Allí me contaron sus vecinos que el chileno tenía un hijo esquizofrénico, que se la pasaba gritando y llorando, pero que su padre lo drogaba para que no molestara cada vez que llegaban clientes para consultarlo. Ahí encontré mi salvación: En lugar de hacer una denuncia por seducción fraudulenta denuncié al chileno por abandono de persona debido a lo que le hacía a su propio hijo. Y lo mejor fue el resultado: la mujer, pese a que había ido muchas veces a la casa del paraguayo, nunca había sabido de la existencia de ese hijo discapacitado. Se dio cuenta así, de un solo golpe, del engaño en el que había caído.
Epílogo: Tengo que decir que fue totalmente lastimoso. Yo pretendía que me pagaran por mis servicios con un porcentaje no muy alto: apenas un 18 % del campo que había conseguido salvar para la familia. ¿Qué era para ellos darme quinientas hectáreas? Pero se negaron estruendosamente. Desgraciadamente en adelante tuve que seguir trabajando como siempre para ganarme la vida.
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