-¿Y por qué mea usted en el Erlenmeyer, don Benigno?
- Porque es muy práctico. Ni una gota en el suelo del váter, joven. Ni una. No vea usted las que yo tenía con mi señora. Porque, como no estoy circunciso y el pellejo comenzó a crecerme mucho sobre los cuarenta, pues lo ponía todo hecho un asco. ¡Hasta los pantalones! Ahora, meto el aparato por la boca del Erlenmeyer, y arreglado. Se acabó el problema. ¡Y encima, ahorras agua! Porque basta con que tires a la taza la correspondiente a los tres lavados del Erlenmeyer. Con unos doscientos cincuenta mililitros cada vez. Total: tres cuartos de litro. ¿Cuándo ha visto usted, joven, una cisterna que gaste sólo, sólo tres cuartos de litro?
Don Benigno usaba un Erlenmeyer de boca ancha, aunque no le gustaba contarlo no fueran a pensar que era un presuntuoso. El químico detestaba a los presuntuosos, aunque no tanto como a los chulos, las calientapollas y los tunos, especies a las que odiaba africanamente.
Al explicar el oxígeno, don Benigno se explayaba en lo que él denominaba los “fundamentos moleculares del cóctel Molotov”. No es que fuese un terrorista, claro; ni un maestro de terroristas. Por otra parte, en aquellos años de bedeles-caballeros mutilados y Catedráticos de oposición patriótica, de poco le habría aprovechado. Pero él lo hacía porque le gustaba la química del asunto.
-La descomposición del clorato potásico, produce oxígeno molecular. Puro oxígeno, señores, puro oxígeno. Capaz de hacer combustir a lo que se ponga en su camino. Oxo-combustión, se llama. O, más simplemente, combustión. Por ejemplo, si lo que las moléculas de oxígeno hallan a su paso son moléculas de iso-octano, pues enorme reacción calorígena. ¡Explosión, señores, explosión! Y, por cierto, tal es el fundamento molecular del cóctel Molotov. Cuando el ácido sulfúrico, que está en el fondo de la botella, alcanza el clorato potásico que impregna la venda del cuello, genera el calor suficiente como para descomponer el perclorato. ¡¿Y cómo genera ese calor, señor Castells?! ¿Cómo lo genera? Pues oxidando la celulosa de la venda, hombre, oxidando la celulosa. Total, que el perclorato se descompone, genera oxígeno y éste oxida combustivamente la gasolina. Vean, vean…
Y entonces abría la vieja maleta que, de manera horizontal, llevaba de vez en cuando a clase, y extraía de élla una cápsula de porcelana, un algodón y tres frasquitos bien cerrados. Ponía en el fondo de la cápsula unos granos de KClO3, empapaba el algodón con gasolina, lo depositaba sobre el clorato y añadía, con sumo cuidado, dos gotas de ácido sulfúrico. ¡Y una llama azul intenso brotaba sobre la mesa del aula!
-Si algún día se encuentran en el laboratorio y no tienen fuego, ya saben lo que han de hacer para encender el Bunsen… o un pitillito, y se prendía un Ideales de papel amarillo que, previamente, había estado preparando con sus manos y pasado por su lengua para humedecer la goma y pegar el papel. Eran otros tiempos, claro. Hoy es impensable fumar en clase y tener profesores tan geniales como don Benigno Lago Lavín, el que odiaba a los chulos, las calientapollas y la tuna.
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