Pero no sólo los químicos sabemos algo de venenos; también la clase médica chanela el sermo vulgaris y es capaz de matar sin dejar demasiadas huellas. O no siempre.
La hioscina (o escopolamina) es un alcaloide que se extrae de la mandrágora (Mandragora officinarum). Otras plantas como la dulcamara, el beleño o el estramonio son igualmente capaces de sintetizarla, aunque su riqueza en el veneno es menor. Con un extracto de mandrágora, vendido por Lewis&Burrows Ltd., farmacéuticos de New Oxford Street, en Londres, fue asesinada Belle Elmore. El envenenador: su marido, el doctor Hawley Harvey Crippen. La causa: los amoríos extramaritales de éste con una joven llamada Ethel le Neve. La pobre Belle murió de aparentes causas naturales y el viudo trató de huir a América con su amante disfrazada de joven varón. Se hacían pasar por padre e hijo, pero levantaron las sospechas del capitán del barco que telegrafió a Inglaterra y dejó a la pareja en Canadá, en manos de la justicia imperial. El 23 de noviembre de 1910, Crippen fue colgado por el verdugo John Ellis, que ejercía el noble oficio de peluquero cuando no tenía nadie a quien despachar en nombre de Su Majestad Británica. Eran las nueve de la mañana.
El también doctor en medicina Harold Frederick Shipman, Fred para sus amigos, era un respetado médico generalista. Nadie, por extraño que pueda parecer, supo jamás de sus actividades como drogadicto, ladrón, falsificador y asesino en serie especializado en la tercera edad. No se sabe a cuántas personas apioló, pero puede que la última, una venerable anciana de Hyde, Manchester, llamada Joan Melia, fuera su víctima número doscientos. ¿El tóxico? Diamorfina, el derivado diacetilado de la morfina más conocido como heroína. El doctor Shipman lograba, a veces, de sus futuras víctimas generosas donaciones en forma de herencia. Al poco tiempo de pasar por el notario, la viejecita fallecía plácidamente. ¿Qué forense iba a buscar caballo en los tejidos de quien parecía haber muerto de viejo? Shipman, haciendo un último favor a la humanidad, se suicidó en la cárcel el 12 de enero de 2004. Nadie lo sintió.
La enfermera Kristen Gilbert, del Hospital de Veteranos en Leeds, Massachussets, creyó haber descubierto el crimen perfecto el 21 de julio de 1995. Ese día inyectó una potente dosis de adrenalina a Stanley Jagodowski, un veterano de 66 años obeso y diabético al que acababan de amputar una pierna gangrenada. Sus colegas médicos confirmaron que Stanley había muerto víctima de un infarto agudo de miocardio, nada extraño, por otra parte, en su situación. Kristen cogió gusto a la jeringuilla y comenzó a despenar a enfermos incómodos. Henry Hudon, Kenny Cutting y Ed Skwira fueron algunos de ellos. Con otros lo intentó sin éxito. Por ejemplo, Thomas Callahan, un esquizofrénico que se bebía una botella diaria de whisky y se fumaba dos paquetes de Lucky sin filtro. Ambos factores ayudan, sin duda, a entender cómo pudo superar las 215 pulsaciones y la tensión de 22/12 a las que le llevó la inyección de Miss Gilbert. Una mala salud de hierro la del veterano Callahan.
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Venga, ¿no le darían una hostia a Lord Vader si pudieran?