EL CC EN ‘LA MANÍA’, EL ÚLTIMO TOMO DEL DIARIO DE TRAPIELLO.
[Transcribo estos fragmentos, correspondientes al verano de 2001, un poco por justicia poética, y porque me consta que en este blog hay un cierto interés por esa relación, un interés alimentado por uno de los protagonistas y por algunos de los lectores del otro. Cuando anuncié, hace unos días, que pensaba transcribir estos fragmentos, el CC me señaló que él no se metía con T. por nada, sino porque había mediado ofensa previa. Lo que me pasa a mí, como lector de este blog, es que sólo conozco los ataques del CC, porque los del otro, de cuya realidad no dudo, o bien han sido en privado, o bien los desconozco si han sido en público. Estos textos servirán para ver que la mezquindad no es unilateral, además de lo divertido que para mí es ver cómo se pelean dos señores que van para los 60 años, por cosas que incluso los niños a veces pasan por alto. Creo que también tienen un cierto interés humano. He incluido alguna pequeña aclaración entre corchetes. Pido disculpas si hay alguna errata, al final la transcripción se me ha hecho larga.]
Ayer nos invitaban a cenar X y su marido. Cada vez se entiende menos la razón de estas invitaciones, que debieron de acabarse hace ya años, y por consiguiente cada vez se entiende uno menos aceptándolas. Debería uno ir suavemente dejándose caer en el otro costado, y seguir cada cual su camino. Pero, ¿eso es posible? Pues... no. Esperamos, sí, cada año, el milagro, y el milagro no sucede: que todo volviera a ser como hace años. Y lo esperamos con ilusión, y con desilusión constatamos su imposibilidad.
¿En qué nos hemos convertido todos? Unas veces nos inclinamos a creer que se trata de una nostalgia de los años en los que compartían algunas ilusiones y el ideal de una vida tan retirada como original, quizás, cuando ellos tenían en nosotros dos una pequeña claque, la única con que contaban después de haberse enfrentado a todo el mundo, familia incluida. Se quedaron sin amigos, sin conocidos, sin saludados, casi sin familia. Nosotros les animábamos, les decíamos, adelante, amigos, no estáis solos. Es probable que les sirviéramos de poca ayuda, porque también uno se había dado de baja en el mundo de la pintura, pero creo que de compañía sí les servíamos, y de sparrings y de marchantes improvisados llevando sus cuadros debajo del brazo y vendiéndoselos a los amigos. Tampoco tenían dónde escoger. La vida nos ha llevado a todos por lugares diferentes. A ellos les ha aparcado en esa vía muerta en la que llevan ya tantos años. Han dejado de pintar, pero para nosotros ese no es el drama. Puede serlo para ellos, sin duda, pero no para uno ¿Por qué iban a tener que ser artistas? Cada día hay millones de personas que fracasan en algo, y no por ello el mundo se rompe. Cierto, no sienten el impulso de crear y esto lo han sabido demasiado tarde, pero tienen otras muchas cosas, o creíamos que las tenían: su fe en aquello que valoraban más que nada en este mundo, el arte, cierta belleza, y, al fondo, como la luz esa que entra de lado en ‘Las meninas’, cierta verdad. Si han dejado de pintar porque agotaron su pulsión creadora o porque nunca la tuvieron es cosa que no tiene la menor importancia dilucidar. Recurrió él durante años a los cuadros de este y del otro, primero López García, luego Morris Louis, Sam Francis, Motherwell y por último Velázquez, algunos de cuyos bufones plagió literalmente, cambiando la cara del personaje. Cuando comprendió que ni copiando salía adelante ni lograba el puesto que creía merecer, empezó a elaborar una teoría, según la cual el arte había muerto. Como ninguno de sus viejos colegas le secundó en ella, dio en decir que estos le habían saqueado y que todo lo que eran como pintores se lo debían a... aquellos cuadros que él había pintado imitando a este y al otro. A su mujer le ocurrió algo parecido con el propio López García, con Bonnard, con Corot... Y abandonaron la escena dando un gran portazo. Se han quedado a medio camino. Pero, ha de insistir uno en ello: no es en absoluto grave. Podían dedicarse a ver y disfrutar la pintura de otros más afortunados que ellos, a oír música, a leer libros, incluso a pintar de vez en cuando sus modestos cuadros, y aceptar con jovialidad esa parte de la vida, en absoluto desdeñable ¿Cuántos pueden vivir con alegría todo eso? Sólo unos privilegiados. Si les duele no ser únicos, deberían ser felices sabiéndose de los ‘happy few’. No era previsible, o sí, que a la impotencia creadora sucediese el resentimiento. Podrían haber elegido las palabras de fray Luis: ni envidiosos ni envidiados. Se han quedado, tal vez, a medio camino: sólo envidiosos. De modo que vernos los cuatro acaba siendo una pequeña tortura y algo tan malsano, que deberíamos evitarlo. No sé si lo que hace uno, estos libros que van saliendo a medias, como decía Gutiérrez Solana de lo suyo, son o no singulares y valiosos, pero son en los que uno busca su sentido cotidiano, y son en cierto modo inevitables y no tienen la culpa de que no puedan ellos pintar; pero que ellos no puedan ya pintar no lo ve uno como una tragedia, sino como una fatalidad también, y deberíamos haber tratado de conservar tantas cosas valiosas de nuestra relación. Pero va pasando el tiempo, y el viejo paisaje es cada vez más irreconocible. Y llegados a este punto, uno mira hacia sí con extrañeza.
Ahora, cuando pienso en alguno de los diálogos de ayer, me sonrío a solas, porque la mala uva, pasado un tiempo le hace a uno menear la cabeza y decir, caramba, cómo venía esta vez la balística. Uno no ha leído gran cosa de Susan Sontag, sólo un librito sobre fotografía, que está bien, pero como están bien tantísimas cosas en este mundo. Así que le pregunté a X, por tener algo que de que hablar, cuando ya languidecía la conversación, después de haber arruinado no sé cuántos otros temas, y sacaron el de ese libro de esa señora, sino era ésta demasiado fría y analítica, si no le faltaba algo para embarcarse en la tarea de leerla. Era una pregunta sin mala intención, como se la podría haber hecho a un amigo, A J., por ejemplo, que fue quien le recomendó a uno hace diez años ese libro de fotografía que a él le gustaba. No me respondió él, sino ella [la entrada empieza con un X femenino que se transforma, sin explicación, en masculino, la Policía de los Diarios vuelve a tener razón], no se sabe por qué, porque a ella la fotografía no tendría que interesarle, sólo por ser la monomanía última del marido, como tampoco le interesaron jamás no los mosquitos para pescar a caña ni el cazar venados a flecha, asuntos en los que gastó igualmente, sin demasiado provecho, la mitad de su vida. “Desde luego es analítica”, admitió, “lo que no escribe es de una manera superficial y poética”, añadió. [Aquí viene al caso recordar que T. le atribuye a esa misma mujer, en una entrada anterior del diario, el haber dicho que ya no leía más que a Rivas, nuestro Manolito, explicación de tantas cosas] En ese momento se hizo uno de esos silencios gigantescos, aunque sean de segundos, un silencio que era como una gran pared vacía en la que apareció esta leyenda, como en el muro del palacio del babilonio, las palabras reveladas: “¿Ha quedado meridiano que hablo de ti?” Claro que uno, que tendría que haberse en cogido de hombros, replicó tímidamente: “Pero superficial y poético no son la misma cosa”. Ahora me avergüenza haber dicho nada, porque, qué sé yo, cuando las cosas están acabadas hay que darlas por perdidas. Y qué manías: se volvió a insistir otra vez en que Ortega era un ‘grandísimo filósofo’. Acaso lo volvían a repetir para provocarle a uno algo, después de aquella violentísima discusión que, tomando como excusa a Ortega, sacó a la luz todo ese fondo amargo de incomprensión. De todos modos, si fue uno ingenuo entrando al trapo en el primer quite, he de decir que ni se me ocurrió preguntar si no creían que la filosofía de Ortega era de importación y su estilo a menudo de una cursilería merengada de la peor calaña. Ahí, en esa contención, estuvo uno bien; y, desde luego, interesándoles tanto la filosofía como parece que les interesa, ni una pregunta a M. que ha terminado su primer año de filosofía. Lo hizo otro de los presentes, que se interesó por sus estudios. La persona que lo había preguntado la felicitó por las notas que había tenido, pero ninguno de ellos dos dijo nada. Ni siquiera un cumplido insincero. Se cuajó en el rostro de ambos, a la vez, como si hubiese sido algo parecido a la natación sincronizada, un gesto encapotado y desdeñoso, fruto de una contracción refleja vesicular. Como si les molestase que M estudiara filosofía, no sé, que pudiera hacerlo por estar en Madrid, y no ellos, convencidos de estar más capacitados para ello, o porque lo consideraban algo pretencioso, en fin, qué sabe uno de los recovecos de la locura. Ni siquiera necesitaron mirarse para acordar aquel silencio que era una manifestación poco sutil de la grosería. Natación sincronizada, ya digo.
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[Días más tarde en una fiesta con mucha gente]
Nuestra mesa la compartíamos con un filósofo, que será profesor de M el año que viene; nuestro amigo X, que se presentó como pintor, y aunque ya no pinta, no le dio por sacar durante la cena el tema orteguiano de que tampoco Velázquez quería ser pintor, sino aposentador real ( y al advertir que había oído yo que se presentaba como pintor, se puso completamente rojo, y eso causaba una pena infinita).
[No estaría de más recordar las palabras de T. en la solapa de ‘Do Fuir’, que se publicó sólo un año antes de esta cena: “El pintor P. O. tenía, hace años, una pequeña rehala de beagles y perros de muy variada estirpe venatoria. Cuando quería adiestrarlos se los llevaba al campo y allí, en una dehesa...” (etcétera)]
[...] [Ante la atención que M suscitaba en el filósofo y lo animado de su conversación]
Nuestro amigo, que suele tener la habilidad de conducir hacia alguno de los treinta y cinco mil temas que conoce en profundidad, intento dos o tres audaces golpes de mano enunciando unas cuantas extravagancias a propósito del arte, de la arquitectura y de la política actuales, que sirvieron para que quienes no habían reparado en él hasta ese momento y tampoco le conocían, le miraran con extrañeza. El poco éxito de sus proposiciones le enfurecieron [sic] y le sumieron [sic] en un silencio torvo.
En cuanto a C., mujer del pintor, con la que tanto M como yo nos cruzamos varias veces, hizo patente de modo estentóreo que no quería saludarnos ni superficial ni poéticamente, y eso nos sumió en sentimientos ambiguos en los que habría sido necesario un sumiller de sentimientos para distinguir en ellos lo que había de tristeza, de irrisión y de indiferencia. A mí incluso me dio la espalda, cuando me acerqué a ella para hacer un cinefórum como sin duda habríamos hecho en otra época, cuando todas aquellas gentes nos parecían en su mayor parte ejemplares de una fauna como la que sacaba Serafín, el humorista de ‘La codorniz’ en sus sangrientos dibujos. Como nos conocemos bien, el enfrentarme a aquella manifiesta hostilidad, después de haber cenado en su casa apenas hacía dos días, imaginé que ella, adivinando mi intención de hacer alguna pequeña sátira, prefería mantenerse alejada, no fuera esa sátira, descubierta por alguno de los presentes, a comprometerla.
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Acompañamos a G. [el hijo pequeño de T.] al pantano en el que estuvo ayer con X pescando. Todo esto enrarece aún más las cosas, sembrándolas de pequeños matices. Soporta X cada vez menos a los padres, pero no tiene inconveniente en llevarse a pescar al hijo, aunque sólo sea porque este hace compañía a los suyos propios, condenados todo el año a relacionarse con los chicos del pueblo, cuya contaminación social temen más que ninguna otra cosa. Podrán haberse retirado a vivir a un pueblo, pero nada les mortificaría tanto como ver que sus propios hijos podrían olvidar de qué clase social proceden, esté esa clase más o menos fantaseada, como sin duda les ha de mortificar el hecho de que probablemente a la inversa mayoría de los vecinos de ese pueblo, y desde luego a los compañeros de colegio de sus hijos, la mayor parte de ellos hijos de albañiles, herreros, porqueros y menestrales o empleados y comerciantes modestos, les traiga al pairo ese crucial asunto tan ficticio como inverosímil. Y naturalmente G. está ajeno a todo el mar de fondo en el que aparecen enfangados sus padres, y nada le hemos dicho. Para él todo sigue siendo lo mismo que cuando era un niño, lo mismo, es de suponer, que para los hijos de X, que son unos buenos chicos, ocupados, y más durante el verano, en el inabarcable oficio de hacerse adultos. Y nos parece bien, desde luego, que ellos puedan estar por encima de todo aquello que separa a sus padres. Además, ¿cómo evitarlo?: X acaba de comprarse una barca, que ayer pudo uno ver, cuando acompañé a G al cruce la de la carretera donde le recogía. Aunque estaba cubierta, se apreciaba que era inmensa, o eso me pareció, enganchada a su camioneta y con un motor tan abultado y potente detrás como para emplearla en el contrabando. En fin, ya que no podemos hablar ni de Susan Sontag, por si le arrean a uno el estacazo superficial y poético en el cogote, lo haremos en profundidad y muy orteguianamente de la navegación reactiva en los pantanos extremeños.
G volvió de la gira entusiasmado con la barca, sin comprender cómo no querríamos comprarnos una igual. Contó de la regata más que todo lo que ha contado hasta ahora de Canadá. A ante la negativa a entrar en el Club Náutico Trujillano, hizo que le prometiésemos que le acompañaríamos en todo caso al pantano, cuyas bellezas ponderó de forma efusiva y con la secreta esperanza de que al ver aquellas aguas mansas nadie podría no sucumbir a la tentación de comprarse siquiera una piragua monóxila con petroglifo de serie.
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Telefonearon para dar un paseo en la famosa barca. La invitación nos desconcertó lo indecible. Pensamos, el otro día le dan a uno la espalda, y ahora... No sabíamos qué pensar. Y ante esa invitación se sintió uno un poco abochornado y mezquino por haberles juzgado el otro día de una manera tan rigurosa. Claro que también ellos son conscientes de que algo podría quebrarse para siempre de modo irreparable, y, asustados o apenados también, parecen tratar de evitarlo. Los últimos encuentros han resultado tan desafortunados como violentos, aunque si acaso sólo nos necesitan cerca para seguir despreciándonos... o despreciándose a sí mismos, constatando de continuo lo injusta que ha sido la vida llevando a los más ineptos a las alturas y rediciéndolos a ellos a los puestos subalternos del arte, a ellos precisamente, llamados desde la cuna para cumbres gloriosas. Esa es la historia íntima de muchas familias y de seres que unidos por lazos de sangre se han necesitado juntos para seguir odiándose.
Minutos antes del encuentro M y yo nos dijimos, esta es la consigna: ni un altercado, ni la menor disensión; té y simpatía. Y la verdad es que sigue uno esperando ese prodigio, que todo volviera a ser como antes. Nos decimos, creerán de nuevo en la pintura y podrán pintar; o, al revés, nos da completamente igual, que se pongan a pintar y eso les lleve a creer en la pintura, como le sucedía con Dios a san Manuel Bueno. Y se disipará su mal humor, y dejarán de lanzarnos y lanzarse entre sí sus frases venenosas y ambiguas con la peor intención, o directas y desagradables contra algunos amigos (la moda última desde hace unos años es hacerlo contra R.G. [Ramón Gaya], cuyos pequeños reconocimientos semipóstumos han recibido alarmadísimos, como si les estuviesen haciendo un butrón en la caja fuerte de sus ideas y gustos estéticos).
Nada más vernos hicimos todos como si las groserías de la última cena no hubieran tenido lugar y como si en casa de la ministra no nos hubiese la mujer de X vuelto la espalda toda la noche tanto a M como a uno mismo. Decidimos, pues, adoptar el pascaliano ‘como si no’, que tan buenos resultados da en esta vida, y sobre todo, según se dice, en la otra.
[...]
Botamos la barca, que resultó ser grande y sofisticada. Venía equipada con toda clase de adelantos. Como las atuneras de altura, llevaba una pantalla en la que se veía el fondo y los peces que cruzaban el escáner.
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Pescó X un gran pez, negro, gordo y con cara de zopenco. Sentimos todos una gran emoción de la captura y nos conmovió la lucha que tenía con el sedal y el anzuelo por lo inútil que fue, ya que terminó en un depósito con agua, que también lleva el barco para mantener la pesca viva hasta el último momento.
[...]
Cuando al fin se acostó el sol, precipitándose detrás de un cerro, quedó el cielo del color del ópalo, y como aún todavía [sic] no había habido en toda la tarde ninguna frase desagradable, la mujer de X aprovechó para decirla. Oye, me dijo, no se te ocurra contarlo en esos diarios que escribes, a ver si la gente se entera de cómo es esto y nos lo echa a entender. Creo que no lo puede remediar, es lo que ha visto desde niña, seguramente es algo genético. Su padre, que fue en la guerra lugarteniente de aquel a quien Franco llamaba el Demóstenes del Movimiento, tenía esa misma simpatía natural. Aunque me conocía bien, jamás le llamó a uno por su nombre, sino por el oficio, como hacen los señoritos cabrones a los hombres de su gañanía, eh, tú, apeador, eh tú, gañán. A mí me decía, eh, tú, poetilla, o echando mano del casticismo, eh, tú, periodista. Como buen fascista, sentía por cualquier actividad intelectual una invencible repugnancia, y periodista en su escala de valores era lo peor no sólo en el oficio de los que viven de escribir, sino en el de vivir. A otro amigo, que tocaba la flauta, le interpelaba de modo incluso ofensivo con un “eh, tú, soplagaitas”. Esto último lo encontraba incluso gracioso, como un rasgo de ingenio castizo. Al oír M a nuestra amiga volvió su cabeza hacia mí como un rayo, disimulando que la había vuelto como un rayo. Tenía la mirada puesta en el horizonte y me la lanzó encima con un mensaje inequívoco: acuérdate de la consigna, por favor. Pero la verdad es que la frase era muy buena, porque no se podía decir más en menos: en “esos diarios que escribes” quedaba consignada la poca estima que ha manifestado tantas veces por ellos, hasta el punto de no leerlos; y en ese “a ver si la gente se entera”, venía todo su desprecio por la gente, cosa muy falangista también. Pero lo más gracioso era lo último: que en el caso de que una cosa tan desdichada sucediera y la gente acudiera a ese lugar, arrasándolo, el culpable sería no la gente, sino yo mismo. Y qué idea tienen que tener tan equivocada de esto. La envidia es tonta por bastantes conceptos, pero uno de ellos es porque hace fantasear a quien la padece hasta extremos ridículos. Notaba sobre mí los ojos flechados de M, advirtiéndome para que renunciara a la réplica, pero no pude. La tranquilicé. Por suerte, acaso para todos, estos diarios no los lee nadie, o quienes los leen son personas tan insignificantes como nosotros, y no se moverán de sus casas, le dije. Lleva uno diez años publicando sus diarios y hablando de Las Viñas y contando en ellos lo maravillosos que son aquellos parajes y ¿ha notado ella algo? Guardó silencio, guardamos silencio todos. Además, hay que tenerse en mucho para pensar que la gente va a dejar de viajar a Venecia, a París, a Estambul para venir a pasar la tarde en el lunar pantano de Sierra Brava, en la abrasadora Extremadura, para ver como X llega con su barca marbellí, que es de lo más ecológico, y se pone a pescar peces con cara de besugos.
Cuando se puso el sol, nos acercamos a la orilla, lanzó allí X un cabo, y fue subiéndola al remolque. La puesta de sol fue una gran puesta en escena, ver los cormoranes y las garcillas resultó muy bonito, y navegar por medio de unas aguas tan misteriosas. La barca venía desde luego con nosotros, pero se diría que uno va paulatinamente alejándose de unos amigos como un buque que parte a alta mar. O al contrario, nosotros en la orilla, y ellos perdiéndose a lo lejos. Me da igual qué lugar ocupemos cada cual en la imagen. Lo insalvable es la distancia cada vez mayor entre ambos puntos.
Refrescante ese bichosuizo.
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Titular de As del lunes:
“España pierde la plata ante EEUU al caer por más de cuarenta puntos.”