No, a los negros no les gustaba el rugby. Y que nadie me pida corrección política, la farsa que todo lo pudre. Llamaré así, genéricamente, a todos los surafricanos de origen Xosha, Nguni, Tsonga, Zulú o Swazi y demás, por contraposición a afrikaaners, anglosajones y mestizos o mulatos. Sólo porque hay que describir lo que se cuenta. Digo que no les gustaba, pero en realidad lo que detestaban era lo que representaba: el dominio blanco de los descendientes de los trekkers, la supremacía bóer del Partido Nacional. Era lo usual: silencio ante el Die Stem, y aplausos y vítores para los visitantes, sobre todo si eran los Lions. El delirio si ganaban la serie de test-matches a los aborrecidos Springboks, como en 1974, cuando los británicos de Willie John McBride derrotaron a los anfitriones.
Por eso lo que sucedió en 1995 fue milagroso. Sólo alguien que desde su celducha en Robben Island dispuso de una vida para estudiar a sus enemigos, pudo haber logrado unir a gentes tan diversas tras un proyecto común, del que el rugby no era más que un colofón. Ya sabemos que no fue fácil llegar al N’kosi Sikelel’ i Afrika, que era algo que sólo Mandela sabía, pues lo había diseñado con el tiempo detenido en aquella larga condena, cuando decidió que sus carceleros iban a dejar de ser enemigos.
Rhodesia es el negativo de la fotografía. Algunos recordarán el nombre del Reverendo Ian Smith, Premier de la colonia que había de ser Zimbawue. Y sabemos que allí también se jugaba un rugby decente. Y ya vemos en que ha quedado todo bajo la férula del sátrapa Mugabe.
Por eso recordamos en estas crónicas por primera vez a alguien que no fue un destacado jugador internacional, pero que hizo uso del rugby para un gran proyecto: el que pondría en práctica desde que en 1990 abandonará el presidio merced a esa jugada táctica de Frederick De Klerk, el Presidente a quien sustituiría en 1994. En esos cuatro años cruciales Mandela evitó la guerra civil a la que muchos querían ir y que pocos meses antes de que Joel Stransky marcara en primer ensayo para los Bokke en el partido inaugural frente a Australia, aun pretendía el General Viljoen.
Naturalmente el rugby sólo era una parte de la estrategia, la odiada religión del opresor, pero había una posibilidad de aprovecharla. Mandela sabía que contaba con el apoyo mayoritario de negros y coloured, a pesar de las trapacerías de Mangosothu Buthezeli y sus Inkhatas o de la villanía de Winnie, la que acabó con el tiranuelo angoleño. Pero el gran hombre estaba por encima de esas vicisitudes, no en vano venía preparándose como un redimido Montecristo. Afortunadamente para todos los implicados el hombre del Movimiento Nacional Africano, el marxista, maduró una respuesta sosegada, inteligente y magnánima. Abandonó la ortodoxia hegeliana y el odio racial y tendió la mano a los de El Cabo, para pisar firme y ganarse a los holandeses después.
El rugby, entonces. La metáfora del Afrikaaner, el calvinista que lleva a sus hijos descalzos a la escuela parroquial, donde juegan sobre maleza apenas desbrozada aprendiendo ya a despreciar el dolor físico, inútil para la mentalidad de frontera de los seguidores de Jan Smuts y del Presidente Krüger. En 1990, lejos de saber si los blancos anglosajones habían de aceptar el gobierno de la mayoría negra, comenzó su labor en libertad. Convenció a su partido para que abandonara su boicot contra el rugby y negoció con Louis Luyt el Presidente entonces de la South African Rugby Board, la segregacionista federación que iba a desaparecer en 1992. Sin embargo, en la primera ocasión que juegan los Springboks, retumba el Die Stem, contra lo pactado, como canto de afirmación frente a la Historia ineludible. Mal augurio. Mandela persiste y logra in extremis que el CNA no de marcha atrás justo cuando la IRB, en una apuesta muy arriesgada y jugándose el futuro de la competición, sólo en su tercera edición, otorga a Suráfrica la organización de la Copa del Mundo. Sin embargo, estalla la violencia, los zulúes Inkhata, los Umkhonto we Sizwe –las bandas armadas del CNA- los paramilitares del Afrikaaner Volksfront y el ruido de sables del ejército, de mayoría bóer.
Mandela no duda, no puede haber ganadores y sabe que se prepara un golpe de mano: Constand Viljoen, el general radical (su hermano Braams se lo ha contado) conspira contra De Klerk, el otro visionario, el que firmaría el acta de defunción del régimen. El arzobispo Tutú le anima: “hable con el general, o habrá guerra, es posible que la haya de todas formas”. El Presidente, el arzobispo y el político ganaron el Premio Nobel.
“General, ¿tomará leche con el té, azúcar quizá?”
Viljoen, dudó, pues oyó esas palabras en su lengua y no lo esperaba. No le dio tiempo a responder, Mandela advirtió la defensa frágil y la aprovechó. “General, no puede ganar”. Lo que siguió es parte de la Historia. Ganó el hombre de Estado, no hubo separación de un pretendido estado blanco, los Inkhata dejaron de navegar entre dos aguas, y en abril de 1994, cuando Viljoen y los suyos se hubieron plegado a lo inevitable, Suráfrica tuvo por presidente a quien lo había merecido. Aun así siguió el Presidente cultivando al General pues temía su potencial desestabilizador y sabía que habría brotes de violencia. Justo un día antes de que los Springboks se anotaran la primera victoria contundente desde su regreso al panorama internacional (frente a Gales, un 5 de noviembre y en Arms Park, cuando vimos por primera vez a los Du Randt y Van der Westhuizeen) Johan Heyns, un moderado afrikaaner fue asesinado. Era un símbolo. Los díscolos desafiaban a los colaboracionistas. La policía fue cómplice. El rey zulú Buthezeli, ministro de Asuntos Internos, espera acontecimientos, le preocupan más los suyos que la República. Pero Mandela mantiene firme el timón, no apacigua, combate a los rebeldes con la Ley y los destierra del futuro. La transición tiene capitán y habrá Copa del Mundo: Pienaar y los suyos, aun el gigantesco Kobus Wiesse, el que no habló con Chester Williams hasta que le endosó cuatro marcas a Samoa, se conmueven con su Presidente, que le visita en sus entrenamientos y acude a los partidos. Y se descubren los xhosas y los zulúes y los tsongas gritando por los Springboks y sufriendo cuando casi pierden bajo aquel diluvio frente a la Francia del malhadado Marc Cécillon (yo creo que fue ensayo) y llegan al paroxismo cuando se enfunda la camiseta con el nº 6 en la final y los All Blacks se dan cuenta de que no sólo juegan contra los Bokke, sino que la Historia les ha convertido en comparsas de algo más grande que el último acto de esa Copa del Mundo. Lomu y Zinzan y Mehrtens saben que no pueden ganar. Eran mejores, pero ni físicamente (una torpe maniobra ayudó) ni moralmente podían. Ni debían.
Hoy, 18 de julio de 2008, cumple 90 años un hombre decente. Madiba Mandela.
Etiquetas: Phil Blakeway
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