Cuando el sexo apremiaba acudía al Museo de Tradiciones Populares o a las secciones de antigüedades del Louvre, donde siempre había alguna estudiante de etnología o arqueología curiosa por las costumbres de los primitivos del sur. El resultado era muy desigual pero una vez conocí a un sujeto que, si bien no me hizo el mismo papel, me enseñó un método que presumía infalible para este menester básico. El tipo se apostaba a la salida de los baños y las bibliotecas de las facultades y les proponía con acento exótico a las alumnas follar directamente. El ahorro de protocolos y cenas que eso suponía me entusiasmó y probé el método en las fábricas textiles de los suburbios, repletas de jóvenes soñadoras y casaderas, pues prefería con mucho la espontaneidad de la obrera al existencialismo triste de la universitaria. Pero al tercer intento recibí una somanta proletaria de palos por parte de sus recios y puritanos camaradas que me quitó las ganas de repetir el ensayo. Fallando museo y fábrica, inteligencia y trabajo, sólo quedaban las fieles putas.
(Cartier-Bresson, Detrás de la Gare St Lazare)Mientras tanto sucedían cosas de mayor cuantía: se celebraba discretamente el 10º aniversario del Mayo original. Ajeno al espíritu conmemorativo me encontraba cada vez más acuciado por las deudas y las dudas. De las primeras decía un tal Duhamel, al que nunca llegué a conocer, que eran privilegio de la riqueza, así que no me preocupé por ellas. De las segundas no sabía si se debían a la lucidez o a la ignorancia, así que iban aumentando. En medio de ese marasmo completaba mi formación moral leyendo tebeos de Spiderman y las salvajadas lúcidas de Boris Vian, comprados de segunda mano a los tratantes del Sena. Entre ellos conocí a dos mercachifles curiosos, un árabe de melena larga y conciencia desharrapada que tenía su cuchitril en la esquina del puente Mary y un anglicano estricto que me fiaba a disgusto pero a cambio de que le contara historias románticas de guerrilleros españoles.
El librero inglés, harto de prestarme sin rédito pero cómplice de mi desidia, me dejó elegir entre dos libros de difícil venta: Del inconveniente de haber nacido, que parecía escrito por mis padres hartos de mi pertinaz pereza, o Mortal y Rosa, de título equívoco y, por tanto, lectura fácil de descartar sin remordimiento. Del primero entreví esta opinión prehistórica: “Hubo un tiempo en que el tiempo no existía…”, una alusión poco cortés a mi vida parisién. Desocupado como estaba leí el segundo sin aliento y me topé con esto: “Lo que queda después de ti, hijo, es un universo fluctuante, sin consistencia, como dicen que es Júpiter, una vaguedad nauseabunda de veranos e inviernos, una promiscuidad de sol y sexo, de tiempo y muerte, a través de todo lo cual vago solamente porque desconozco el gesto que hay que hacer para morirse. Si no, haría ese gesto y nada más”. Saltando como un canalla por encima del dolor ajeno intuí que aquel libro sólo lo podía haber escrito alguien que había destilado su juventud en pensiones umbrías de coliflor, en un país de miserias y dignidades. Y que había que volver corriendo a España para vivir en directo ese desguace del realismo y probar la promiscuidad de sol y sexo.
Llegué a Atocha una espléndida mañana de junio. Mujeres de juventud mortecina y bata ajada seguían pregonando fondas para transeúntes pero ya con la mirada esquiva de farola vieja, sabedoras de su próximo fin. Los viajeros bajaban del tren apresurados, regateándolas con frenesí de futuro. Un maletero antiguo, jorobado por la jubilación de su oficio más que por la costumbre de la carga, me pidió una cajetilla de Camel como última voluntad. El cambio era rápido e inapelable. Se retiraban escupideras de los bares y al poco cesaba su dueño. Cerraban carnicerías de caballo, tapiceros, modistas, remendones, lampistas, revendedores, secretarios particulares, correveidiles, porteros, parteras y vecinas.
El viejo país, tan devoto de catarsis como alérgico al progreso que sólo permite la tradición, abría una carnicería moruna para exhibir el despiece del poder, a cuyo olor acudían las moscas ociosas y ávidas de novedad, a la toma de Bastillas locales. A la sociedad se le iba poniendo la piel de novia y ya sólo quedaba pasar el antifranquismo sin terminar hecho un idiota. Entonces no sabíamos que el furor de esa rebelión de corrala duraría lo mismo que la dictadura ni que cambiaría ese mundo antiguo por un tacto de skai. No lo sabíamos por ignorar lo que era ser un idiota.
(Escrito por Bartleby)
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