K. era un tipo normal, al menos eso se decía a sí mismo muchas veces frente al espejo, y creía estar en lo cierto: pagaba sus impuestos y votaba cada vez que era convocado al efecto, ambas cosas con fervor casi religioso, y se hallaba libre de faltas y delitos en una trayectoria vital que era moderada a todos los efectos y sensible a las corrientes sociales y políticas. De hecho, años atrás, llegó a cambiar su voto a ultimísima hora al creer a pies juntillas que su gobierno mentía sobre la autoría de una matanza. No obstante, y desde hacía tiempo, percibía que muchas cosas estaban cambiando, o en todo caso mutaba el lenguaje para definirlas, quizá desde que Mr. Spock, rara avis en una sociedad machista, comenzó con aquel odioso latiguillo de vascos y vascas. K. era un hombre de mediana edad que había saludado con naturalidad y hasta con sincero afecto las primeras oleadas de extranjeros que llegaban a su país, necesarios, le habían explicado hasta la saciedad los diarios que a izquierda y a derecha leía en su aburrido y bien retribuido trabajo de oficinista, para el desarrollo y crecimiento de la economía y garantía de las pensiones. Pero un buen día, pasados unos años y con los extranjeros desembarcando en las costas con métodos poco ortodoxos, mientras K. tomaba un aperitivo con un amigo en la barra de un bar y se quejaba, entre cañas y mejillones, de que ya eran demasiados los ilegales en su país, recibió la airada respuesta de una joven con piercing en nariz y lengua, quien sin rubor y a gritos le corregía: irregulares, son irregulares, facha. Como los verbos, pensó K., sin atreverse a discutir, pues no lo había hecho ni con su esposa cuando le impuso la mitad de las tareas domésticas en virtud de un nuevo talante y una moderada paridad que ya comenzaban a ser lacerantes. Se encogió de hombros y pidió otra caña mientras su amigo le decía que aquello era la corrección política imperante y que a lo mejor era cierto que los inmigrantes de otras latitudes venían a enriquecerlos. Esa corrección, meditaba K., sería la misma que pretendía prohibir, si no lo había hecho ya, un festival de cine erótico que anualmente se celebraba en su ciudad, bajo el pretexto, decían las autoridades locales, de salvaguardar la integridad de la mujer, que era menoscabada y denigrada por dicha especialidad, cuando K. veía en ese tipo de cine a la mujer en todo su maravilloso esplendor y absoluta integridad, no en vano era mujeres de una pieza.
Las nuevas tecnologías y las horas muertas en el trabajo le proporcionaban una avalancha informativa que no podía digerir si no era con el concurso de sus compañeros. Así fue como K., una mañana especialmente tediosa, visionó un vídeo clandestino que le amargó el bocadillo y le hizo dudar de sus convicciones sobre inalienables derechos femeninos: una mujer cuyo rostro difuminaba la cámara abortaba a los ochos meses de gestación. Llamó a sus colegas y les mostró la secuencia esperando algún comentario que él, sin palabras ante el horror, no se atrevía a formular; tras un pesaroso silencio, y con mayor o menor locuacidad, sus compañeros se pronunciaron de forma correctísima: hace falta una ley de plazos. K. se quedó meditabundo y cabizbajo y llegó a la conclusión de que para eso, un crimen como la copa de un pino, lo que hacía falta era una buena trituradora que eliminase el cuerpo del delito.
Términos como laicismo, igualdad, paridad, no discriminación, integración, y sobre todo corrección, y otros similares, estaban en boca de todos y todas, hasta de sus hijos, ya entrados en la adolescencia y abonados permanentemente al más emblemático de todos, la igualdad, un concepto que por mandato constitucional era ante la ley, pero que el devenir del tiempo y la corrección política habían sustituido por mediante la ley, logrando así, pensaba K., que la igualdad fuese por abajo, nunca por arriba. Se ensalzaba la felicidad, cómo no, pero ésta debía ser colectiva, patrimonio de toda la sociedad; el compromiso, asociado siempre a la izquierda y sus políticas; la solidaridad, que antes era virtud y ahora obligación, cuando no coacción pura y dura con forma de porcentaje; lo público, algo gigantesco, sobre lo privado, algo nefasto por naturaleza; ¿y la libertad? Mala, sin duda, y como dijo aquél: para qué.
Una noche, con unas copas de más tras la victoria de su equipo, K. llegó a casa y se encontró a su esposa, o compañera, ya no lo sabía, sentada en el sofá y con cara de pocos amigos, Le reprochó ésta la tardanza, la borrachera, el éxito de su equipo, pues ella era del rival, y las horas perdidas preparando el asado para que éste quedara abandonado en la mesa como ella lo estaba en el sofá. También, entre gritos e insultos e interponiéndose en su camino, le echaba en cara que aquella tarde no hubiera realizado las tareas domésticas, plancha y aspirador. K., abrumado por el acoso y ya sin euforia alcohólica ni deportiva de la que tirar, intentó llegar hasta el dormitorio y se la sacó de encima con un breve empujón que la hizo chocar contra la pared y del que inmediatamente se arrepintió, pero era el arrepentimiento atenuante y virtud que ya no estaba de moda. Lo último que escuchó K. antes caer en la cama y dormirse profundamente fueron los gritos de su mujer llamando a
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