Montano: aquí va otro regalo contranavideño. Como usted mismo, Savater es dado a despedirse y ajustar cuentas cada dos por tres. Mucho antes del artículo sobre GC como don Cicuta, ya había escrito esta pieza, bastante mejor, a mi gusto. (Y después escribiría aún el capítulo correspondiente de su autobiografía, pp. 178-83.)
Hotel Aretusa, Atenas, 28 de marzo.
Querido Requejo:
Acabo de quedarme solo en el hotel, tras mi breve gira por las amadas
tierras del Peloponeso, y quizá para distraerme de mi actual obligación de preparar los bártulos para partir mañana hacia Madrid, se me ocurre de pronto escribirte unas líneas. En cierto modo, puede decirse que aún te debo carta, pues no contesté a la de enero del 74, en que me reconvenías suavemente sobre mis fervores literarios por los dioses. En modo alguno pudiera considerarse la presente como una respuesta a aquélla, pues muchas vueltas -teóricas, se entiende, ya sabes lo poco que me gusta moverme- he dado desde entonces, y en cuanto a ti, ni siquiera sé si todavía paras en las orillas del Sena. Pero lo cierto es que todos mis paseos por los parajes sagrados de Grecia me han ido provocando como una necesidad de escribirte, que ahora ya no creo útil ni factible reprimir. Que espere, pues, la constitución de las maletas.
Debo confesarte, de inmediato, que he vivido mi viaje a Grecia con ánimo de celebración iniciática. Todo lo que aparecía y todo lo que no aparecía se me revelaba grávido de significaciones, urgente de guiños para el alma de ese «hombre sensible» cuyo corazón eligen los dioses como reposo, según Hölderlin. Dicho sea en passant, el «Archipiélago» ha sido mi constante compañero de viaje, en la excelente versión de Luis Díez del Corral. Irse hasta Grecia a buscar los viejos dioses es puro culturalismo o, como tú dirías, con ese particular rencor que a veces
guardas contra todo lo que amas pese a ti mismo, «literatura». No lo niego: pero es natural que yo busque a los dioses en la literatura, pues para mí, ése es el reino de lo concreto y es precisamente su radicación
en lo concreto lo que fundamentalmente diferencia a los dioses del Abstracto Señor. No deja de divertirme, cada vez que la oigo exponer, la pretensión más o menos materialista de los «modernos» cuando rechazan el ámbito del espíritu (la literatura, vamos) como lo fumoso y etéreo, mientras reivindican con entusiasmo su terca adscripción al «cuerpo» o «la naturaleza» como remedio para escapar de evanescentes abstracciones. ¡Qué candor tan emocionante! Puede que haya quien no sea insincero cuando diga que el árbol, la fuente, el río o el mar, el pene o las estrellas, son para él «cosas concretas»: ese tal debe vivir en lugares muy remotos y aislados, al margen de la historia en la que los demás nos debatimos. Pero para mis semejantes y contemporáneos, la Fruta, el Coño,
el Paisaje, el Aire Puro, son lo perfectamente abstracto, la sede del dominio y la necesidad, el triunfo de lo descualificado, de lo
administrado, la imposibilidad de lo íntimo. Si quedan atisbos de
libertad, resquicios de suerte, los encuentro en la biblioteca: allí
están mis selvas, mis santuarios, mis lugares concretos. Lo
diferenciado, lo íntimamente elegido, lo irrepetible se da en la
película o en el verso, no en el decorado que nos miente la postal ni en el jadeo carnal cuyo fuelle aviva el fuego del Señor. De modo que los dioses habitan la Grecia de mi memoria, y es divagación indiscutible, pero disculpable, volar a ese sitio abstracto que el Atlas y la Agencia de Viajes determinan como «Grecia». ¿No es tal deslizamiento metonímico
al menos tanto tributo a la llaga privada y elegida como a la convención vigente?
En tu carta parecías sospechar que en mi retorno a los dioses podía
haber resabios o nostalgias «de mis tiempos de creyente en Dios». Error, amigo Requejo. Por más que exploro mis recuerdos de infancia y
adolescencia, no encuentro ningún atisbo de fe en Dios; todo lo más,
ciertas vagas angustias de muerte de mis padres o pérdida de su cariño que tomaban un lenguaje más o menos religioso -el único a mi alcance- para expresarse. Yo no tuve crisis religiosa en mi adolescencia, ni cosa que la valiese. A veces me avergüenza un poco mi frívolo y permanente
escepticismo, que me ha impedido darme por almohada ninguna fe
salvadora, como han tenido todos los que me rodean: yo nunca he sido de la congregación maríana, ni he querido meterme cura ni comunista. ¿Sabes por qué? Porque ésas son cosas que se hacen a impulsos de la desazón o la desdicha, y yo entonces era rotundamente feliz. Feliz, como lo oyes. Suscribo lo que decía Merleau-Ponty: «nunca me curaré de mi incomparable
infancia». Lo que entonces yo apreciaba eran los gestos de sencilla heroicidad, las frases afortunadas, las teorías que complicaban infinitamente el mundo, en lugar de resumirlo y aclararlo. Mi Antiguo Testamento eran historias fantásticas o libros de ocultismo; mis Evangelios, Oscar Wilde. Naturalmente, yo no creía en hechizos ni en dandys; mi fe se centraba en la dicha que disfrutaba, en la alegría de
mis relaciones familiares, en el inagotable goce de mis juegos. Vivía una perfecta simbiosis de lo que Santayana llamó «escepticismo y fe animal». Guardaba mis irónicas dudas sobre lo que contaban los curas, las misas y los rosarios, los sacrificios, y también sobre las versiones «maduras» de rebelión, como los primeros pitillos, las palabrotas, los
guateques y sus ingenuas osadías. Dudaba de toda teoría salvadora, de
toda promesa de un mundo mejor: ¿De qué salvarme, si ya era feliz? ¿Qué
mundo mejor que el mío? Yo era la efectiva realización del Paraíso: mis padres, mis hermanos y yo éramos dioses ¿Crees que exagero? ¡Ay, pobre Requejo, afortunado Requejo, al que no obsesiona la implacable memoria de la felicidad!
Pero mi jardín estaba minado, tranquilízate: llegó el espanto. El tiempo fue pudriendo todas mis flores, agusanando mis tesoros; el rostro de la muerte se superpuso al de mis seres queridos, al mío propio. ¿Cómo era aquello de Valle?: «Ha colgado la mano de la muerte / papeles en mi torre de marfil...» Fue un brusco seísmo el que desmanteló mi palacio y
trajo el horror. Y con el horror, la fe en Dios. ¿Te vas dando cuenta de adónde quiero llegar? Fuiste tú quien me enseñó a creer en Dios... Tú pusiste nombre al despeñamiento de mi vida: para aborrecerle, para
blasfemar o luchar contra él, tú me enseñaste el nombre del Señor.
Cierto que en ti la fe toma forma de desengaño, que me forzaste a
despertar de los dulces sopores que me hacían creerme inmortal. Nunca te olvidaré, pues nadie olvida a quien le enseñó irrefutablemente que ha de morir. Recuerdo una discusión que me obsesiona, mantenida en la academia
que en la calle Desengaño regentaba Agustín: acababas de llevar la
conversación en un crescendo agudamente desconsolador; hubo un silencio y, al cabo, te pregunté: «Entonces, ¿no hay esperanza?», y me respondiste, sin énfasis, casi distraído: «Ninguna esperanza».
Probablemente ambos nos dejábamos llevar por la retórica del momento, y justo es reconocer que siempre has defendido el «no podemos estar
seguros» y el «quizá Dios sea omnipotente, pero por si acaso...». De todos modos, fue aquel día cuando sentí por vez primera el aplastamiento de la conciencia infeliz por el Todopoderoso Otro. Gracias a ti, me familiaricé con los dos principales atributos del Abstracto Señor: la vacuidad y el dominio. La identidad entre cristianismo y nihilismo
propugnada por Nietzsche, que a muchos tanto les cuesta entender, a mí me pareció evidente desde un principio, pues no en vano me habías preparado para tal conclusión. De modo que, como verás, yo no he tenido
otra época de creyente en Dios que esta fe blasfematoria que impone, por un lado, la constatación del aplastante triunfo del Dios único y, por otro, el desesperado non serviam contra su inmensidad, prometeica postura de la que eres -mal que te pese- adalid desconsolado.
Abierto el tercer ojo, el de la lucidez devastadora, el escepticismo cobra fuerzas inusitadas. No hay goce más espléndido que el jubiloso
entretenimiento de destripar ideas, desfondar razonamientos, pulverizar
convicciones. Como la tarea de demolición es infinita, pues nunca faltan nuevas teorías que corroer, y por otro lado relativamente sencilla, pues todas pueden reducirse a ciertos mecanismos elementales de producir ilusión, uno se encuentra más o menos confortablemente instalado en un
proceso intelectual inacabablemente gratificador. Hay un cierto
epicureísmo de la angustia en el que he llegado a ser maestro; puedo
afirmar que no hay droga tan exaltante -y he probado muchas- como la tristeza: un cuarto de hora de desengaño (sea amoroso, político o filosófico) vale por dos kilos de cocaína, por cien kilos, qué sé yo.
Como dice Cioran, «el auténtico vértigo es verse libre de locura».
Pero no me ha sido lícito quedarme en la simple (si puedo calificarla
así) rebelión prometeica. En algunos momentos he llegado a ir incluso más allá de los planes de dominio del Señor de este Mundo, más allá de toda explotación, de toda intencionalidad, de toda condena a trabajo y muerte: fondo sin causa ni pauta, definitiva derrota del interés, realidad automática, azar sobre cuya superficie sin relieve resbala
infinitamente toda, interpretación... Se trata de una revelación, no hay otra palabra: la de la inanidad esencial del ser. No hace falta que me recuerdes que sobre esto no puede hablarse: he caído bastantes veces sobre ello como para advertir tal imposibilidad constitutiva de pensarlo y decirlo. Y sin embargo, es ese fondo sin fondo, ese Ungrund inmediato y remotísimo, inconcebible e inevitable, el que convierte la crítica negativa en algo más que vano enfurruñamiento o protesta malcriada de borracho de taberna al que tardan en servirle. Ese algo -¿le llamaremos, como los místicos, noche o vacío?- a mí se me aparece no te diré que a
cada paso, pero sí con muchísima frecuencia. Fundamentalmente en la
risa: por eso me gustan más los chistes tontos que los elaborados. Aquí te va a costar seguirme, pues sospecho que éste es un ámbito que te es bastante ajeno: tú tienes la carcajada didáctica, te ríes del montaje ideológico con que se tapa el idiota o el malo, utilizas la risa como un instrumento más de tu crítica. A mí, aunque también me hace disfrutar muchísimo la ironía, como ya sabes, lo que realmente -literalmente- me enajena es la risa estúpida, inintencionada, inexplicable: el chiste absurdo, el juego de palabras sin trasfondo, la carcajada que no fustiga al vicio o la ignorancia ni sirve para nada en absoluto. En esos momentos de júbilo sin ilustración ni motivo, vivo ese momento perfecto que me rescata de la severidad inaguantable de la contemptatio mundi.
Todo esto se relaciona, como ya supondrás, con mi personalidad
básicamente conservadora. Educado en la dicha y la fraternidad, tengo
adormecidos los reflejos de la rebelión. Al contrario: a mí, por
naturaleza, lo que me gusta es pagar billete en los autobuses, cumplir los reglamentos, no pisar la hierba y pedir primero la sopa, luego la carne y después el queso. Tengo que hacerme violencia a mí mismo para romper un escaparate o mear en una fuente pública. La tendencia acrática de algunos de nuestros mejores amigos al «coctelazo» y la patada al
coche me es completamente ajena y sólo largos razonamientos podrían
llevarme a aprobarla en ciertos casos. En una palabra, me gusta el
orden, me parece una conquista improbable, difícil y preciosa. Hölderlin lo dijo incomparablemente: «...el genio, que gusta / de sujetarse con
vínculos de amor, y cerrarse / en grandes formas que él mismo se
fabrica, sin perder / su eterna actividad.» Chesterton, que es uno de los pensadores políticos que prefiero, sospechó que el anarquista presupone un orden subyacente al mundo, cerrando todos sus poros y asfixiándolo: por eso intenta introducir un desorden, nacido de la imaginación y el deseo, que alivie la clausura de la ley vigente. Pero ¿no será más cierto que es el azar y el caos lo que constituye la textura del universo y que precisamente el orden es lo introducido en él
desde fuera, por la imaginación y el deseo del hombre? Mi concepción del mundo se apoya en estas dos teorías contradictorias, pero la segunda es la que me parece más profunda... Experimento admiración, mezclada con rebeldía, por todo lo que funciona: los picaportes, el correo, las conservas, la policía... Pero todo esto, nótese bien, es lo más o menos indecible: sólo el mito o la poesía pueden aludir tolerablemente a esta
realidad afirmativa. Nada más insoportable que los teóricos de lo
«sublime» , los cantores de las bellezas del amor o de los prestigios de la madre Naturaleza: esos demuestran que no han entendido nada de la esencia sagrada del mundo. Casi todas las personas de conducta despreciable que he conocido tenían un discurso de arrebatada sublimidad acerca del universo.
Pues lo cierto es que las instituciones del orden vigente son
indefendibles precisamente porque intentan remitirse a un fundamento de intimidad sagrada al que su entrega a la abstracción utilitaria les ha hecho renunciar. Lo sagrado es el ámbito en el que lo funcional, lo interesado, deja paso al puro nacimiento del orden desde el azar; de este modo es el lugar de la ternura, la claridad, la conciencia, el deber, la edificación, pero también de la violencia, la oscuridad, el
despilfarro y la destrucción. Por uso los dioses tienen un doble culto: uno utilitario, de protectores de la productividad y del Estado; otro mistérico, de aniquiladores de la individualidad, la muerte y el trabajo. Desgajado de su plural fundamento sagrado, el Estado y sus atributos -trabajo, muerte, identidad personal, obediencia, dinero...- se iban convertido en el espanto de que hoy luchamos por despertar. Por eso el discurso afirmativo y apologético de lo vigente (las diferentes
ramificaciones de la Gran Abstracción que hallan su definitivo exponente en Hegel) es profundamente impío para con lo sagrado, cuya radical expectativa de otra cosa no se conserva hoy más que como negación furiosa y decidida de la abstracción. A la recuperación de lo sagrado le
podernos llamar, si se quiere, revolución... En todo caso, nada más recusable que la palabra reconciliada, la «superación» del momento crítico, la entrada con redoble de timbales en lo positivo. Nuestra sabiduría (¿ciencia?) debe practicar únicamente lo negativo: pero recordando eso a lo que aluden enigmas y mitos —¡frecuentémoslos!-, que rescatan a la crítica de la trivialidad.
Te veo fruncir el ceño: perdona, tienes razón, viajo demasiado deprisa y zanjo rotundamente cuestiones litigiosas. Digo demasiado y demasiado poco, pero no debes tenérmelo en cuenta, pues se trata solamente de una carta con la que distraigo la embotada insatisfacción de mis últimas horas en Grecia. Son esas servidumbres, que acato, de mi oficio de escritor. Pero escritor ¿de qué? No soy capaz de la narración ni de la
poesía: la erudición me fatiga, la filología me rebasa, las «ciencias
humanas» (?) me repelen... ¿El teatro? Exige diálogos, y yo sólo estoy capacitado para el monólogo. Tengo ciertas dotes para el panfleto y la sátira, pero son géneros que exigen una irritación constante y un interés por los acontecimientos que no siempre me aquejan. Cara al público -¡hay que vivir..., aunque no se vea la necesidad!- finjo dedicarme a cierta materia improbable llamada filosofía. Nada menos seguro que mi adscripción a tan ineficaz disciplina. Leo con variable
gusto a los grandes sistemáticos, pero mi aprecio por ellos es
esencialmente estético; en todo caso, intentar una antología o una
teoría del conocimiento me son proyectos tan ajenos como la redacción de un tratado de cocina en alejandrinos. ¿No me malinterpretarás si te digo
lo más íntimo de mi pensamiento? Creo que a partir de Hegel, los que han «visto» ya no pueden ser más que escritores religiosos... Nietzsche, Kierkegaard, Kafka, Beckett, Borges, Bataille, Cioran..., en cierto modo, se parecen entre si precisamente por lo que difieren de los pensadores, novelistas, poetas, etc., comme il faut. Aquí me tienes: ¿quién quiere comprar a un místico sarcástico, a un racionalista alucinado? Porque ésta es mi condena: por un lado, no conozco otro medio de avanzar que la estricta aplicación del modelo racional, cuyo más completo logro es la dialéctica; por otro, recibo mis materiales del sueño y la alegoría, de la épica, de la demencia y de la nostalgia. ¡Qué
bien concibieron esto los surrealistas y qué pobres, sorprendentemente pobres, fueron sus logros! Pero no imagino otro rumbo y casi te diría que necesito escribir para ver adónde lleva esto.,. Si pudiera quitarle
su tonillo -hoy, para nosotros- esperanzado o aún más odioso, su «coté» retorno-a-la-fe-de-sus-mayores (se trata, más o menos, de lo contrario
de lo que se entiende por tales palabras), repetiría la sentencia del oráculo de Delfos, que Jung grabó en latín sobre la puerta de su casa: Vocatvs atqve non vocatvs devs aderit.
Con todo esto, bien poco te he contado de mi viaje por Grecia, aunque creo que fue para eso por lo que me senté a escribirte. Todas las premisas de mi problema las pusieron los griegos, a todos los niveles y en todos los campos: de Homero y Hesíodo a Theognis, pasando por todos los filósofos, Praxiteles, los trágicos o Pericles, sólo cuando los
frecuento a ellos me parece acercarme a lo esencial. El resto de la cultura, incluso en los casos que más estimo, me parece divagatorio, fútil o bestial. 0 ellos dijeron e hicieron las cosas a la única manera en que yo soy capaz de entender, o mi capacidad de entender ha sido definitivamente viciada por la manera en que ellos hicieron y dijeron. Estoy condenado a ellos: mis sucesivas excursiones por Judea (la más corta), Alemania y Oriente me llevan siempre de retorno a la Ática. Los autores que prefiero, las civilizaciones que más me impresionan, son invariablemente los que llevan su impronta: incluso cuando busco fuera de su ámbito, es a ellos a quienes busco... ¿Cómo aceptar que ya no están, salvo en una memoria tan remota que quizá los inventa al creer recordarlos? Porque nada menos convincente que eso de que los griegos somos nosotros, humorada del bueno de Zubiri. Es perfectamente evidente que somos poco más o menos todo salvo griegos: casi te diría que por eso
les amamos tanto... El filósofo de este siglo que me es más ajeno, quizá debiera decir «hostil», Edrnundo Husserl, propugnó borrar el infantilismo griego del pensamiento científico moderno: nunca el monoteísmo teorético declaró más claramente el nombre de su tierra prohibida. Más allá de una realidad histórica borrosa, que malconozco, llamo «Grecia» a esa instancia ideal de piedad y crítica, de sutileza y fuerza, que nos impide entregarnos del todo...
Iba a decirte que en la Grecia geográfica es donde menos presencia tiene la Grecia soñada. Miles de vendedores de baratijas, que degradan el rostro inmortal de Atenea, asedian a los fotomaníacos rebaños de turistas en feas ciudades que llevan nombres gloriosos: Atenas, Tebas,
Eleusis... Bárbaros de allende los mares trepan por las ruinas ilustres; los japoneses dejan al tomavistas siseando sólo en su trípode y corren a formar un grupo ante el objetivo: pronto lograrán que se traslade la máquina por sí misma y la enviarán a cazar fotos sin moverse de Kyoto. Los autobuses de las agencias programan inflexibles itinerarios, que
exigen tanta resistencia a la fatiga como abundancia de divisas. Se venden postales chuscas que ridiculizan los temas mitológicos: Teseo torea con su manto al Minotauro, Dionisos se emborracha en una taberna con tres o cuatro turistas despechugados, Diógenes desorbita sus ojos al ver pasar, desde el tópico barril, a unas minifalderas... Es desazonante; pero, de algún modo, ¿no ha sido siempre así? Los habitantes de Delfos tenían fama en la época clásica de perezosos, pues
vivían de esquilmar a los viajeros que peregrinaban al oráculo: por
reprochárselo, despeñaron desde el Parnaso a Esopo. Cuando el emperador Juliano llegó a Eleusis, le abrumaron los vendedores de souvenirs; Pausanias también nos describe escenas nada edificantes de la codicia que rodeaba los santuarios. La Arcadia es árida y agreste, no riente y florida; quizá allí no hubo más que un ágil pueblo de piratas y charlatanes, favorecidos por su situación comercial...
Como comprenderás, no es eso lo que creo. Soy idealista hasta la médula: los griegos fueron grandes precisamente porque no fueron perfectos. Allí sopló huracanado el espíritu, donde el retorcido verdor de los olivos se pierde en la turquesa del mar soleado. Por eso lloré hacia dentro -perdona la confesión sensiblera, ya sabes que soy un alma de tango- en las ruinas del templo de Zeus en Olimpia, sobre las enormes rodajas de
las columnas abatidas por el terremoto cristiano. Crecen los árboles más diversos y robustos entre las piedras que fueron pedestal de las estatuas de los triunfadores en los Juegos; allí, puesto en pie, ovacionó el pueblo a Milcíades, que asistía de incógnito al estadio. La imagen es nostálgica, pero nostalgia es el nombre de lo que nos queda.
nostalgia y un vago coraje, que hizo rezar a Hölderlin:
«¡Ay! ¿No vienes todavía?, y aquellos,
los nacidos divinos,
continúan viviendo, ¡oh, día!, solitarios
en lo profundo
de la tierra, mientras una primavera,
siempre viviente,
apunta sobre la cabeza de los mortales,
sin que nadie la cante.»
Nada más; se hace tarde y esperan los bártulos. Hasta siempre, Tuyo,
CARUSO
[Fernando Savater, La filosofía como anhelo de la revolución y otras intervenciones, Madrid: Ayuso (Hiperión), 1976, pp. 17-26]
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