La puerta este de los grandes almacenes estaba abarrotada. La gente se apresuraba en moverse hacia la izquierda, hacia la derecha, al frente, no sabía. Se movían con la masa, agitándose al compás del palpitar de las ventas. Cuanta más caja se hacía, más se sacudían; el negocio producía este efecto en sus clientes, en los viandantes y peatones que circulaban de forma casual por la manzana, y que también aceleraban el paso conforme se incrementaba el número de consumidores satisfechos. Clink, clink, ¡cash! Entre las cabezas morenas, rubias, castañas, canas, calvas, de entre todas, una mano se levantaba en un extremo del tumulto y una segunda le indicaba del otro: estoy aquí, y ambas dos se volvían a sumergir en el gentío, reencontradas, localizadas y resueltas a unirse.
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De común exasperante, la tía Inocencia sufría del don de la inoportunidad. Nació cuando ya no se esperaban más hijos, creció siendo un puro incordio y cuando eligió fecha para morirse, tampoco le vino bien a nadie. Lisiada, como todas las de la época era tratada con indiferencia. Vivía en los márgenes del libro donde se escribía la historia de la familia pues en las orillas era donde se ponía. Con dieciocho o diecinueve años se ve que le cogió el aire a eso de convivir con los trajines de sus hermanos y consiguió rondar por la casa pasando pegadita a la pared. Siempre retorciéndose un pico del vestido, o las manos, o palpándose en la entrepierna. A fuerza de no tener nada mejor entre los dedos, empezó a echarse mano. Al principio que se tocara mientras se asomaba por las habitaciones no tuvo la mayor importancia, pero a la tía Inocencia le dio por detenerse y manosearse hasta caérsele un poco la baba y ponérsele los ojos en blanco, y a su familia le comenzó a intimidar su presencia. Rápidamente se levantaban, cerraban la puerta, dejaban pasar un rato. Pero estas actitudes volvía a reproducirlas cuando había visita; y cuando se dejaban el portón abierto, en el postigo de la calle; y en cuanto se descuidaban, frente a alguna ventana abierta de par en par. Cuando acababa, el angelito sonreía buscando la complicidad de los suyos y no atinaba. La tía Inocencia padecía. Padecía mucho. Ya no sabía si cuando se le quedaban en jarras frente a ella, tan serios, debía mearse encima, o sonreír, o tocarse, o no, o alejarse pegadita a la pared, o volverse tras la puerta de la cocina, o columpiarse adelante y atrás o si todo lo contrario, quedarse quieta y dirigir sus ojitos azul-milán hacia quienes la miraban de esa forma a ver si le daban la de siempre, gritos y aspavientos. Al final sus brazos decidían por ella y comenzaban a golpearla en la cabeza. Con fuerza. Y cuando se le cansaban, su cara se le iba contra la pared. Padecía muchísimo mi tía. La encerraron en el cuarto del fondo desde donde apenas sí se le oía gemir. Forraron las paredes con espuma. La ventana daba al monte.
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Anoche en el dormitorio de los Z se produjo un suceso que encendió las alarmas de la señora Z, que abrirá abismos entre los miembros del matrimonio y que desencadenará la ingesta masiva de benzodiazepinos y psicótropos. Durante el coito semanal de los sábados, la señora Z se salió de la formación habitual y estiró un brazo sobre el pecho de su esposo, yendo fatalmente a detener la mano sobre la boca de éste, descubriendo que tenía al menos cuatro dedos de lengua fuera y que la agitaba como un guarro —gritos textuales— en el aire. La señora Z dejó de lubricar en el acto, y el señor Z no pudo impedir ni que su semen acabara brotando y se derramara entre las piernas de su esposa, ni que ésta lo echara de la alcoba, ni que horas más tarde le pasara por debajo de la puerta unas líneas de caligrafía angulosa que según fuentes oficiales contenían la rogativa: “Dios quiera que me recupere para este lunes-tarde. Tengo cita con la modista y en este estado imposible que me tome bien las holguras”.
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El caso es que a pesar de la vida que llevaban, tan tranquila, o precisamente por eso, tía Agonías se murió de repente. Un mediodía de primavera mientras tío Pedro estaba en el baño dándole y dándole al peine y a la cuchilla, ella decidió sentarse en el balcón a tomar un baño de sol mientras le subía la presión a la exprés y así fue como la encontró cuando a eso de la una salió desmayadito de hambre para preguntarle por la comida. Con la cabeza echada hacia detrás y la boca abierta, como dormida. Tío Pedro se echó sobre su regazo para no verla muerta. La vida no iba a ser nada fácil a partir de entonces, se dio cuenta enseguida. Hasta ese día tía Agonías se había ocupado de todo, y él a lo único que le había sacado punta era al bigote. Lloró. Al principio porque se le cayeron las lágrimas solitas, sin brío, involuntarias, por haber pensado en sí mismo antes que en ella. Después porque olió a quemado en la cocina, y se incorporó y corrió a apagar la hornilla y haciéndolo, ahí sí, lloró con mucho dolor porque ella no hubiera querido que se le pegara la olla. Ay, la pena de tío Pedro caía sobre la tapa inflamada y se evaporaba casi al instante, ffffssshhhh, fffssshhhh.
Ffffsshhhhh.
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Me cuentan que apagas la televisión y me buscas entre los pliegues de las mantas del sofá, sumido en el pozo de una desesperación interminable. Que con los ojos cerrados te aparezco tendiendo la ropa en el patio y acorralado, me ves cerca en tu sueño, tan cerca como para tocarme. También a todos preguntas por mí, evitando pronunciar mi nombre para no sentir la lejanía, para seguir llevándome en alto, sólo para seguir amándome. Sólo para recordar como me hundo entre tus dedos, cómo me hago una madeja en el hueco del sofá donde sueles buscarme. Cómo recojo del suelo la ropa después de amarnos. Molesto, te agarras fuerte al naufragio de olerme en un recuerdo colgado, y revolcándote en sábanas secas, repites que al irme olvidé dejarte por escrito que tendrías que cuidarte de tanta melancolía, que la comida se te pudriría fría en el horno. El final de la historia siempre es el mismo, te adormeces con mi nombre besándote la boca.
Mi estrella polar.
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Cuando salió le había cambiado el color, estaba pálido como las acelgas. Cogió su abrigo y se marchó. Pasó toda la noche deambulando por el cortijo. A la mañana siguiente entró cuando yo estaba desayunando y sin decir una sola palabra, se sirvió un café solo. Después encendió un cigarrillo. Se le consumió en el cenicero mientras permanecía con la cabeza hundida en las alas de la camisa, hurgándose las uñas, dándole vueltas y más vueltas a los dedos, tirándose de los pellejos. Comprendí que estaba perdido. Le puse la mano en el hombro y se negó a recibir consuelo. Mecánico, se levantó para ponerse la ropa de labor y se fue a la oliva sin emitir un solo sonido. El capataz lo recogió en la linde del camino, como siempre. Esa misma noche, a padre vinieron a buscarlo el cura, una cuadrilla de la guardia civil y Emilio, el secretario del juzgado — a él y al cuchillo de despellejar las piezas de montería— mientras madre iba a buscar la biblia del abuelo Sebastián y se la entregaba con la cabeza gacha, avergonzada y roja como un pimiento por una deshonra que ya nunca se le habría de borrar de la quijada, como jamás se le borraría el calor de los labios y la baba del amo, que era enterrado en el punto más alto de la finca, donde los olmos, arropado por el desconsuelo de los suyos. De negro.
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Cuando el fuego se hubo apagado, todo en la casa quedó en silencio. Nada perturbaba la paz de aquella estancia donde una señora mayor, haciendo un último y afortunado equilibrio sobre la mecedora, retaba a todas las fuerzas de la naturaleza sosteniendo alzadas entre sus manos, a la altura de un corazón sin vida, un viejo manojo de cartas. Caía una fina lluvia al otro lado de la ventana.
Etiquetas: Faustine de Morel
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