El origen de la columna es anterior al periódico, a su regularidad, y Johnson lo cifra en “Montaigne como columnista fundador y Francis Bacon como su sucesor”, aunque hasta el siglo XVIII no puede hablarse del nacimiento de la columna moderna: “Ya en tiempos de Shakespeare había bien informados caballeros londinenses que escribían columnas regulares sobre la vida en la capital, para informar a la nobleza rural. Pero no se trataba de ensayos reflexivos sino de boletines. El Spectator de Addison y Steele era un periódico con columnas, al igual que el Rambler, el Adventurery, el Idler de Samuel Johnson, el Watchman de Coleridge, que duró sólo diez números”. En sus inicios los escritores se encargaban de imprimir su columna, como los enciclopedistas de conseguir suscriptores, marquesas y mecenas para sus artículos. “Eran los columnistas de la edad heroica”, admira Paul Johnson.
Al precipitarse sin la actual red sobre el conocimiento y el gusto del lector, su principal rasgo era la autonomía, de tema, planteamiento, alcance y medio de publicación. Es decir, la propiedad de su autor. Y la libertad que sólo otorga la propiedad. Johnson la dibuja además como ensayo breve, regular, pulcro y legible y con “una satisfactoria mezcla de conocimiento, argumentación, opinión personal y revelación de carácter”. Un reconstituyente intelectual sin efectos secundarios.
Columna de Addison publicada en Spectator, 7 de junio de 1711.
Pero los medios de difusión (que no sólo de publicación) de la columna cambian, y ésta se engasta primero en el periódico y después como eslabón del hipertexto que fabrica sin cesar internet, sobre todo cuando adopta la forma de blog abierto a comentarios hasta el amanecer. Con suerte, y si su forma final es redonda, puede ser parada y fonda como estación de guarda agujas, haciendo girar varios discursos a su alrededor. Los lectores pasan de admirar a comentar. Y las lecturas –más que los lectores- multiplican el sentido de la columna y su carácter evocador y provocador. Si internet es la continuación de la imprenta por otros medios y la lectura pasa de ser individual a multitudinaria y simultánea (en el límite, la confusión), el efecto inicial de la red y sus medios (blogs, etc.) es multiplicador de información y de conocimiento, movilizador de antiguos refugiados en el barrio o en la ciudad de provincias. Y, también, generador de diálogo. Dada su capacidad, internet desborda esos logros de ilustración iniciales para convertirse en difusor más que instructor, flautista de egos y productor de compulsión. Un espacio abierto que a veces es instrumento útil de creación y otras se encastilla en camarotes de los hermanos Marx como refugios de quejas y opiniones gregarias. Por los ojos y en el espejo muere el pez.
En cuanto a su enorme y potencial capacidad de influencia, la red se entrampa en la maraña de su trama: se circula deprisa, deprisa, sin la debida estancia en las trincheras que cultive el criterio. Se disuelve la crítica que oriente en el laberinto. No es sólo un fenómeno de proliferación de informaciones, opiniones y conocimientos (requisitos de la vieja columna), de extensión con densidad pero sin intensidad -que también-, sino de predominio de fines individuales –recuperación de la identidad, salida del anonimato- por encima de usos y ritmos que implicarían una feliz servidumbre en el largo camino del conocimiento.
El columnista dispone como un arquitecto del tema, personajes, datos, sensaciones y mensaje como materiales a los que dar forma en un proyecto cuyo planteamiento gestará una historia y una estética y al que el estilo convertirá en edificio. Incluso puede hacer estructuras sólidas construidas con materiales humildes, como los templos budistas, pero si los trata con grandeza y orden brillarán como norias al atardecer en el país de los dioses. Dos de esos acopios menores son la confidencia y la complicidad con el lector. En cambio, uno principal es el estado de ánimo, que decía Márai que era el periodismo. Un ánimo en vigilia permanente: “Imaginaba que el periodismo consistía en andar por el mundo y observar ciertas cosas, todas irrelevantes, caóticas y sin sentido alguno, como las noticias, como la vida misma... Y ese trabajo me atraía y me interesaba. Tenía la sensación de que el mundo entero estaba siempre lleno de acontecimientos de actualidad y de hechos sensacionales”.
La utilidad se la darán el valor que pueda tener la columna como noticia y el arte cuando sea “bella y gratuita”, como decía Umbral de las columnas de González-Ruano. Gratuidad que incluye el olvido como destino: “Esta profesión lleva en el tuétano la maldición del olvido”, decía Ruano del periodismo. Olvido en el que hemos instalado a los grandes columnistas del periodismo español del siglo veinte, desde muertos recientes como Cándido (y Umbral, al tiempo) hasta Mariano de Cavia, Julio Camba, Fernández Flórez, González Ruano o Cansinos Assens.
El columnista atado al recado de escribir se libera como nómada y moroso con este dictamen: “¡Ah!, qué maravilloso romper las cadenas del mundo y de la opinión pública: perder nuestra identidad personal, --que nos importuna, atormenta y atenaza-- y convertirnos en criaturas del momento, libres de toda atadura –agarrarnos al universo sólo mediante un plato de mollejas, no deber nada más que la cuenta de la cena- y, sin buscar el aplauso ni sufrir el menosprecio, ser sólo conocido con el título de El caballero del salón” (William Hazlitt, Sobre el arte de viajar / El arte de caminar, según traducciones).
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