Ambos vuelven más verdes al poblado. Ella, un tanto azorada. Madre e hijo de la mano; un joven que ni siquiera se ha iniciado, y vive aún entre las ropas y cazuelas maternas. El padre convoca un concurso para averiguar quién ha sido el violador. Como su hijo saca todas las papeletas, lo envía en misión imposible al lago de las almas, a traerse de allí unos crótalos ceremoniales.
El joven sabe que no va a volver; pero parte. Enviada en secreto por su madre, aparece su abuela, colibrí en mano. Con la magia colibresca, Gerí completa los mandados paternos. Por desgracia, tras esa misión hay otra, y otra después, como expedientes en una carpeta —y un día cualquiera, en una caza de papagayos, el narrador abandona a Gerí Yayatugo en un alto acantilado, colgado de un bastón mágico, regalo también de su yaya.
Alegando sus derechos como protagonista, el joven consigue llegar, en un par de líneas, al techo del acantilado. Allí sobrevive matando lagartos, y se cuelga al cinto, como provisiones, unos cuantos lagartos. Los lagartos acaban pudriéndose, y el joven, víctima de la peste que despide, queda desmayado a merced de los buitres.
Los pajarillos devoran la carroña; y con ella las tiernas posaderas del muchacho, ennegrecidas por la vida silvestre. Saciados, los buitres elevan a Gerí Yayatugo y lo dejan al pie del acantilado.
La gula azota a nuestro protagonista, despierto y aseado como nunca (así quisiera verlo su madre). Por desgracia, no tarda en comprobar que todo lo que mastica acaba en el suelo, privado como anda de su procesador de podredumbres. Hay que recurrir de nuevo a la abuela, que con la pasta de cierta clase de patata modela para Gerí Yayatugo un nuevo nalgatorio. Nuestro protagonista (un Edipo feliz) retorna al poblado en forma de venado. Y venado como está, desayuna y cena con su padre, para al cabo, con sus astas, echarle a dormir a un lago cercano, donde muere devorado por las pirañas. Los pulmones del padre emergen en un último saludo a la superficie, y se transforman en cierto tipo de hojas flotantes, que crecen también en el bosque, y que se usan para ciertos ritos de pubertad. Gerí Yayatugo mata también a su madre, y a una segunda consorte que su padre, en su ausencia, había tenido cuidado de agenciarse, sintiendo, acaso, que su matrimonio ya no era lo mismo.
Pero, ¿quién era, realmente, Gerí Yayatugo? Este tipo de historias nos llegan deshilachadas, en regueros. Los que las contaban nunca pretendieron armar un todo, un collar silogístico de moralejas de las que gustan a los estudiosos.
Los indios nunca se pusieron de acuerdo sobre Gerí Yayatugo, y evitaban hablar de él en público, en reuniones de distintas tribus, para no terminar discutiendo, y arruinando la fiesta comunal con un vaivén de navajas frioleras.
Gerí Yayatugo, decían los indios borobós, o un joven que se le parecía mucho, siguió al bosque a su madre cuando iba a coger frutos; y allí vio como un miembro de su propia mitad de la tribu (algo muy parecido al incesto) abusaba carnalmente de ella. En castigo a este acto, la abuela de Gerí Yayatugo le castigaba por la noche, durante el sueño, agachándose sobre él, y dejando caer en su rostro sus fétidos gases intestinales. Gerí Yayatugo enfermó gravemente, y tuvo que abandonar al pueblo, rumbo a Buenos Aires; de camino encontró, en un árbol, una lata de Coca-Cola (que, por cierto, da muchos gases, según ha notado Lévi-Strauss) y se perdió, en esta versión de la historia, en la película Los dioses están locos. Actualmente vive en Hollywood, y ha comprado los derechos de emisión de esta entrada, para preparar una tercera parte de la saga.
Tras examinar varias posibilidades, los antropólogos han llegado a la conclusión de que la putrefacción es, en la Naturaleza, lo más parecido a la cocción, elemento fundamental en la cultura, por cuanto disfraza los cadáveres al mordisco, y que la historia de Gerí Yayatugo demuestra la necesidad y utilidad de los excrementos y gases intestinales, fundamentales para la digestión. Es dudoso lo que, dos mil años más tarde, dirán los antropólogos cuando intenten entender porqué la gente creía en Gallardón, practicaba el mus o masticaba el Nickjournal.
(Escrito por Al59)
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