—Hola, mi nombre es Pedro Antonio y soy internetópata. Me gustaría deciros que llevo semanas o meses sin recaer en mi adicción pero ayer mismo participé en tres foros y en seis subastas, descargué 23 canciones y 17 videos, y escribí 42 correos electrónicos. Mi novia, cuando quiere hablar conmigo, entra en un chat o me envía un SMS. Mi vida es un infierno.
Todo empezó hace años, cuando comencé a trabajar para una empresa extranjera. Me pusieron un ordenador conectado a una red que permitía intercambiar archivos y mensajes de una forma algo primitiva. Sentí como si se hubiera abierto una ventana, pero daba a un patio interior.
Luego llegó el correo electrónico. Sus posibilidades eran inmensas, pero pasaron varios años hasta que mis amigos se hicieron con un ordenador. Nunca han llegado a acostumbrarse, supongo que porque asocian el correo a Miguel Strogonoff, el de los filetes rusos, sólo lo utilizan con fines gastronómicos (para hablar de comida) y tardan siempre varios días en contestar un mensaje, lo cual que desanima.
Del aislamiento telecomunicativo me salvó internet. Al principio era una chufa pero, afortunadamente, la industria pornográfica llegó al rescate. Cuando los estudiantes universitarios se dieron cuenta de que podían intercambiar fotos de tías en bolas por la red aquello estalló como un gang bang o un big-bang o como se diga. Como las conexiones eran lentas, las fotos se desplegaban en la pantalla poco a poco y te daba tiempo de regodearte (un amigo mío dice regordearse pero no le corregimos porque es gordo). Ahora dicen que aquello fue una explosión cultural, pero fue una explosión pornográfica, que yo lo ví. Lo primero que hacía cualquier oficinista al que le ponían una conexión era navegar hasta las tías en pelotas. Era como una versión de Ulises y las sirenas pero sin barco y con kleenex. Yo también caí en aquello, pero cuando reuní mi primer millón de fotos lo dejé. Siempre he sido un inconstante.
Algo parecido me pasó con el cine y los libros digitales. Es imposible que, en lo que me queda de vida, pueda ver todas las películas que he almacenado. Eso sin contar con el hecho de que no me gusta ver el cine en el televisor y que tampoco tengo reproductor de DVD. Por lo demás, a qué engañarnos, para leer, lo que se dice leer, no me queda tiempo.
Pero a lo que vamos. El caso es que caí en los chats. En cuanto descubrí que todas las chicas inocentes de diecisiete años con las que hablaba tenían cincuenta tacos y un rabo más retorcido que un mono araña lo dejé. Me costó tres años, pero lo dejé. Aunque aún me acuerdo de Anette, una estudiante de filosofía finlandesa que vivía con tres amigas rubias y lesbianas y que solía hablar conmigo mientras disfrutaba de su sauna diaria. Resultó ser un camionero de Alpedrete de 105 kilos que quiso que pasáramos de lo virtual a lo carnal. Como soy muy tímido le pasé la direccción y el teléfono de un amigo de Granada y ya no he sabido más de ninguno de los dos.
Me centro. Hace un año me echaron de un trabajo cojonudo por jugarme dinero de la empresa en los casinos de internet. Mi novia, a la que conocí en un cibercafé, me ha amenazado con cortar el ADSL si no pasamos de una vez al sexo real. Y mis padres, hartos de que no les visite, han abierto una casa virtual en Second Life para poder hablar conmigo. Mi psicólogo me ha aconsejado que haga una cura con ustedes, que tienen experiencia, y aquí estoy. Mi nombre es Pedro Antonio y soy internetópata.
—¡¡¡¡¡ Hooolaaa Peeedrooo Antoooniooo!!!
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