Reprocha Savater a Ferlosio, en la reciente polémica entre ambos sobre el oficial y feliz advenimiento de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, que le parece obsoleta la contraposición entre educación e instrucción que hace el segundo en su Educar e instruir. De eso se trata precisamente, de reclamar el anacronismo de tal diferencia para levantar el vuelo sobre la confusión entre los dos conceptos a que ha llevado la marginación de los saberes como munición principal de la educación. Una ucronía necesaria para defender la necesidad de la instrucción, pariente pobre arruinado por la reducción de la educación a simpleza transmisora de valores igualitarios que, anulando al individuo, lo hacen indistinto –impersonal- y obediente y pasiva a la sociedad. El resultado de esta educación vicaria de la igualdad como obsesión para disciplinar al personal es una sumisión mórbida y creciente que se intenta disimular con el mantra de la ciudadanía sustituyendo a conceptos tachados de arcaicos y manipulables por el poder como el de sociedad. Pero como no hay escapatoria de este tiempo plano, tengamos al menos perspectiva para intentar la huida de sus estrechos límites: "Indudablemente una parte de la función de la educación consiste en ayudarnos a escapar -no del tiempo que nos toca vivir, pues estamos atados a él- sino de las limitaciones emocionales e intelectuales de nuestro tiempo." (T.S. Eliot)
Previamente, Ferlosio atribuía a Savater una preferencia por la educación como una especie de fase avanzada, comprensiva y casi anuladora de la instrucción: “En alguna otra ocasión he deplorado la falta de confianza de Fernando Savater en "los contenidos" del conocimiento, en la medida en que, con respecto a la enseñanza pública, no se conforma con ‘la instrucción’, sino que encarece, casi como más importante, "la educación". En ésta incluye hasta lo que llaman "espíritu crítico"; pero no sólo ocurre que el dicho espíritu crítico no puede ser materia de enseñanza, ni menos todavía de educación, sino que, por añadidura (aunque por mi parte preferiría para él otro nombre menos activo, más receptivo), es algo que sólo puede surgir precisamente de los contenidos (...)”.
Pero lo que ocupaba a Savater en su ¿Ciudadanos o feligreses? no era tanto la oposición entre instrucción (como enseñanza de conocimientos y habilidad para usarlos) y educación (como transmisión de valores y comportamientos), como una supuesta convención social de equilibrio que permitiría impartir Ciudadanía sin peligro de adoctrinamiento: “Los padres tienen derecho a formar religiosa y moralmente a sus hijos, pero el Estado tiene la obligación de garantizar una educación que desarrolle la personalidad y enseñe a respetar los principios de la convivencia democrática, etc. ¿Acaso esta tarea puede llevarse a cabo sin transmitir una reflexión ética, válida para todos sean cuales fueren las creencias morales de la familia? (...) De igual modo, existe una concepción común de los principios de respeto mutuo y de pluralismo valorativo en que se funda la ciudadanía, y hay que asegurar que sean bien comprendidos por quienes mañana tendrán que ejercerlos” (¿Ciudadanos o feligreses?)
Sin embargo, ese punto de equilibrio (no de equivalencia, como de hecho sucede) que reuniría en una familia de parejas bien avenidas a valores como solidaridad con competencia, redistribución de la riqueza con propiedad, derechos con responsabilidad para ejercerlos, gratuidad con esfuerzo, negociación con ley, paz con guerra, etc., ni existe ni se tiende a él, por lo que no cabe esperar enseñanzas ciudadanas neutrales para el uso de razón y espíritu crítico del alumno. Como todo sistema de valores, hay una jerarquía implícita que transmite la hegemonía al uso. Lo demuestran los mitos limpios de solidaridad, igualdad y negociación como estado social permanente frente a los sucios (también mitos, mentiras si se consideran autónomos) de mercado, ley y propiedad.
Por eso es pertinente la llamada a la mayor objetividad del saber y su enseñanza que hace Ferlosio, frente a la proliferación de catequesis laicas. La transmisión de conocimientos ha sido relegada a un rincón social vergonzante por las pedagogías de más rabiosa actualidad y pacífico dominio, en las que una indigestión de la teoría del desarrollo cognitivo de Piaget ha sustituido a latines, teoremas y hechos varios. Y con el desprestigio de los conocimientos (contenidos, dicen los vacíos), se han desguazado sus correspondientes vehículos de libertad (saber y destreza para usarlo), autoridad (titular del conocimiento), propiedad (competencia del ilustrado, transferible al alumno) y jerarquía (quién está capacitado para enseñar y quién para aprender). Valores indivisibles e inseparables porque mutuamente se garantizan y cuya exclusión –como reflejo de su caducidad social- de los manuales al uso del buen ciudadano debería ser denunciada enérgicamente por sus nuevos paladines. Hay silencios cómplices que aplanan.
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Del sobresaliente al progresa adecuadamente, sin preguntarse quién progresa y hacia donde. Al eliminar la posibilidad de sobresalir por muerte de su reconocimiento social, se suprime el riesgo de fracasar o triunfar individualmente (el fracaso escolar es contabilizado como culpa social). Se suprime así el espíritu crítico que deriva de la distinción personal: "Al estudiante que nunca se le pide que haga lo que no puede, nunca hace lo que puede." (John Stuart Mill). El desplazamiento del cómo y para qué enseñar al cómo aprender, de Durkheim a Piaget, de la acción del magisterio al reinado pasivo del infante (‘el que no habla’, ni hay prisa por que lo haga) conduce a la sumisión a través de la transferencia gratuita de la titularidad del conocimiento del profesor al alumno y a la etérea e irresponsable comunidad. Sin esfuerzo previo por parte de éstos para adquirirla. Y, por tanto, sin uso propio de razón, como juguete. Decía José Bergamín en su poco profética La decadencia del analfabetismo que el niño es analfabeto y sólo puede aprender a leer y escribir cuando adquiere uso de razón; “mientras tanto, todo es jugar”.
En tiempos de confusión los mismos que infectaron suelen recetar agua oxigenada en forma de respeto y autoridad para aclarar y teñir excesos. No se puede exigir respeto ni retorno a la autoridad en la enseñanza cuando se ha prohibido su origen -la distancia que define la diferente formación entre el que enseña y el que aprende-, su razón de ser -transmitir y estimular el saber- y su condición, la impersonalidad propia del saber. La igualdad que se persigue al arrumbar el conocimiento y sustituirlo por valores no es digna de respeto, en el sentido de esa distancia jerárquica, sino objeto de cómoda adoración y unánime aplauso al eximir de responsabilidad a todas las partes.
(A Protactínio, que instruye sin pretenderlo)
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