Lo dijo Arcadi Espada: Castellón, que él define como la ciudad del Nóser, tiene en su torrencial rumanidad una de sus pocas señas de identidad, si no la única. No es posible caminar doscientos metros en Castellón sin cruzarse con algún rumano. Se les conoce por su aspecto físico, las caras ya medio eslavas y la vestimenta, a menudo descuidada e invariablemente hortera. En las callejuelas a espaldas de las avenidas principales, en casas bajas destartaladas o pequeños balcones con ropa tendida, no es raro escuchar manele e incluso música tradicional. Cada bar tiene al menos un camarero rumano, muchas veces guapísima, y casi siempre extremadamente seco. A la bulliciosa estación de autobuses llegan cada semana autobuses procedentes de Bucarest, y un camión cargado de mercancias parte todos los viernes del barrio de Militari con destino a Castellón.
La ciudad alcanza el esplendor de la rumanidad a partir de las ocho de la tarde, especialmente en verano. Los españoles se van a Benicásim o al pueblo del interior, a la obligada segunda residencia. Los que no salen de la ciudad vuelven a sus casas, faltos ya de energía después de la jornada laboral. A esa hora los rumanos, jóvenes y vigorosos, toman parques, calles y terrazas, huyendo de viviendas pequeñas y aglomeradas. Juegan al ping-pong en las nuevas mesas de la plaza de María Agustina, centro de reunión de los primeros rumanos llegados a la provincia. Beben cerveza, siempre de tercio, acostumbrados como están al medio litro, en las terrazas. Hacen la compra en familia en Mercadona. Pasean de la mano, fina ella un oso él, compran en los chinos y miran escaparates que no están hechos para ellos. Abuelas con pañuelo en la cabeza, ya, sacadas de las más recónditas aldeas de la Dâmbovita, vigilan a sus nietos sentadas en el Parque Ribalta.
La rumana es una de las inmigraciones menos modélicas posibles. Hacen poco por integrarse, son distantes, individualistas, tramposos y orgullosos y suelen responder con desprecio a quien se interesa por su cultura. Trabajan, más o menos bien, y pasan su tiempo libre en los bares. Difícilmente se hubiera podido hacer una patraña como el Fórum de las Culturas con inmigrantes rumanos, y eso a algunos nos parece impagable. Las numerosas asociaciones sociales y culturales que dicen representarles no aglutinan más que a sus cargos directivos, a menudo apparatchiks cívicos al estilo de Alcaraz, que hacen muy bien en aprovecharse de la voracidad electoral y los complejos de cualquier derecha local, que en España aspira siempre, patéticamente y sin ningún resultado, a su momento de gloria socialdemócrata. Claro que es una consecuencia de su poca vertebración social y articulación política, pero así se evitan muchas y penosas manipulaciones.
Los rumanos ofrecen ya en Castellón muchas de las pocas notas de espontaneidad y autenticidad que existen. Es ridículo mitificarlos por ello, pero resultan un alivio aun en su mediocre vulgaridad. Con el tiempo y la prosperidad irán asimilándose al ambiente de la ciudad, que es el propio de los lugares de nuevos ricos. Mientras tanto sigamos disfrutando de la invasión.
La ciudad alcanza el esplendor de la rumanidad a partir de las ocho de la tarde, especialmente en verano. Los españoles se van a Benicásim o al pueblo del interior, a la obligada segunda residencia. Los que no salen de la ciudad vuelven a sus casas, faltos ya de energía después de la jornada laboral. A esa hora los rumanos, jóvenes y vigorosos, toman parques, calles y terrazas, huyendo de viviendas pequeñas y aglomeradas. Juegan al ping-pong en las nuevas mesas de la plaza de María Agustina, centro de reunión de los primeros rumanos llegados a la provincia. Beben cerveza, siempre de tercio, acostumbrados como están al medio litro, en las terrazas. Hacen la compra en familia en Mercadona. Pasean de la mano, fina ella un oso él, compran en los chinos y miran escaparates que no están hechos para ellos. Abuelas con pañuelo en la cabeza, ya, sacadas de las más recónditas aldeas de la Dâmbovita, vigilan a sus nietos sentadas en el Parque Ribalta.
La rumana es una de las inmigraciones menos modélicas posibles. Hacen poco por integrarse, son distantes, individualistas, tramposos y orgullosos y suelen responder con desprecio a quien se interesa por su cultura. Trabajan, más o menos bien, y pasan su tiempo libre en los bares. Difícilmente se hubiera podido hacer una patraña como el Fórum de las Culturas con inmigrantes rumanos, y eso a algunos nos parece impagable. Las numerosas asociaciones sociales y culturales que dicen representarles no aglutinan más que a sus cargos directivos, a menudo apparatchiks cívicos al estilo de Alcaraz, que hacen muy bien en aprovecharse de la voracidad electoral y los complejos de cualquier derecha local, que en España aspira siempre, patéticamente y sin ningún resultado, a su momento de gloria socialdemócrata. Claro que es una consecuencia de su poca vertebración social y articulación política, pero así se evitan muchas y penosas manipulaciones.
Los rumanos ofrecen ya en Castellón muchas de las pocas notas de espontaneidad y autenticidad que existen. Es ridículo mitificarlos por ello, pero resultan un alivio aun en su mediocre vulgaridad. Con el tiempo y la prosperidad irán asimilándose al ambiente de la ciudad, que es el propio de los lugares de nuevos ricos. Mientras tanto sigamos disfrutando de la invasión.
(Escrito por Happel)
Etiquetas: Happel
«El más antiguo ‹Más antiguo 201 – 210 de 210