El hipnótico modelo populista
Por Marcos Aguinis
Para LA NACION
Viernes 15 de junio de 2007
| Publicado en la Edición impresa
Ningún régimen populista ha logrado (o ha querido seriamente) acabar a fondo con la pobreza, estimular una educación abierta ni desmontar el fanatismo. Sus programas no apuntan a un desarrollo sostenido y firme. No le interesan los derechos individuales ni la majestad de las instituciones republicanas. Por el contrario, exageran el asistencialismo mendicante, imponen doctrinas tendenciosas y exaltan diversos tipos de animosidad para conseguir la adhesión de multitudes carenciadas, explotadas, resentidas o enturbiadas por la confusión. Armando Ribas atribuye al socialismo autoritario un método que también yo percibo en los regímenes fascistas o populistas: crear un enemigo externo, un enemigo interno y un enemigo... Anterior. Además de poner siempre la culpa afuera, la inyectan contra lo que ocurrió antes para, de esa forma, depredar sin límites.
En la Argentina tenemos ejemplos de sobra. En la actualidad se acusa de todos los males a la década del 90, es decir, el enemigo anterior. En esa década la Alianza sólo gobernó 20 días. El resto de los 90 fue responsabilidad de los peronistas populistas "menemistas". Pero resulta que esos menemistas son los mismos que ahora están amontonados en el poder; que elogiaron, rodearon, apuntalaron y se arrodillaron ante Menem. Es una situación tan grotesca que no habría podido describir ni Ionesco en su teatro del absurdo. Las actuales autoridades pertenecían al mismo partido político, aplaudían todas las decisiones de Menem, lo ayudaron a ser reelegido y le rendían tributo en toda ocasión como impúdicos lacayos. Resulta que ahora se contonean, orondos de ser el modelo opuesto. ¡Vaya magia! ¡O vaya ilusionismo! ¡O vaya caradurez!
El sistema populista no se sustenta en ideas, por eso es pragmático y cambia según los vientos. En sus cúpulas argentinas caben el variable Perón, la feérica mitología de Evita, la criminalidad de López Rega, la portación de apellido de una Isabelita que da lástima, la ensalada facho-bolche de los montoneros, la ineficaz renovación de Cafiero y compañía, las privatizaciones monopólicas de Menem, el caudillismo de Duhalde, los imbatibles sindicatos y el pseudoprogresismo de Kirchner. Todo eso y quizás algunos nuevos productos llamados "superadores" seguirán manteniendo acorralado nuestro país en un mareante festival de mediocridad e irrelevancia (Dios y los argentinos no lo permitan).
El mexicano Enrique Krauze ha descripto con filoso escalpelo los rasgos sobresalientes del modelo populista, a los que añadiremos otros igualmente notables. Asegura Krauze que nunca falta el personalismo, porque el partido o el movimiento se construyen en torno de una figura providencial. Los casos de Getulio Vargas, Perón, Nasser, Chávez, Menem o Kirchner son botones de una innumerable muestra. El líder es un demagogo, porque se acomoda, miente, halaga y desacredita según convenga al crecimiento de su poder. Mencken definió al demagogo como "alguien que dice cosas falsas a gente que considera idiotas". Seduce con actitudes que embelesan, como besar niños, mezclarse con la multitud, abrazar pobres y desconocidos, prometer maravillas. Al mismo tiempo, es duro con aquellos a quienes esa masa manifiesta antipatía, al extremo de prender muchas hogueras de odio.
No hay régimen populista que tolere la absoluta libertad de prensa. Debemos reconocer que en la Argentina el populismo de Menem casi no molestó a la prensa, sino que tuvo la picardía de usar muchos chistes, caricaturas y condenas para revertirlas en su beneficio. Pero no fue el caso de Perón, que expropió un diario, amordazó a otros y privó de la radio a la oposición. En la actualidad, los pseudoprogres han censurado en diversas ocasiones y de diferentes modos a periodistas y medios. De Chávez ni hablar. Evo Morales sigue el mismo camino.
El presupuesto nacional siempre es manipulado con arbitrariedad. Los controles son silenciados o ninguneados. El modelo populista identifica fondos del Estado con fondos del gobierno o -peor aún- fondos de quien tiene el mango del poder. Los usa a discreción para someter opositores, cooptar voluntades y hacerse propaganda. Los venezolanos llaman "regaladera" a los millones de petrodólares que Chávez distribuye arbitrariamente para avanzar en su proyecto narcisista-leninista (Oppenheimer dixit) y convertirse en el monarca del continente. En la Argentina, siguiendo su ejemplo, se violó el artículo 29 de la Constitución para que el jefe de Gabinete haga con el presupuesto todo lo que su patrón quiera, sin control de ningún tipo. Sólo falta jibarizar la Auditoría para que no reste una sola atadura. El populista es un modelo que se ríe de las ingenuas y frágiles limitaciones de la transparencia republicana.
Tampoco faltan las alianzas con la "burguesía nacional" o los "empresarios patrióticos", es decir, aquellos que prefieren coimear funcionarios para obtener privilegios que producir en forma realmente competitiva. Varios empresarios venezolanos ya tienen instaladas sus familias en Miami, pero siguen haciendo pingües arreglos con la casta chavista-militar corrupta encaramada en el gobierno. Aquí, muchos funcionarios progres ahora son socios de grandes empresas o reciben interesantes peajes. Por algo el imaginario de la calle los llama "teléfono celular": hay que poner el 15 antes de seguir adelante. Y quienes logran juntar un dinerito lo mandan afuera, a países más seguros, por las dudas.
El modelo populista no se priva de atizar el odio, como dijimos antes. Perón contra la oligarquía y los contreras; Evo Morales contra los blancos; Chávez contra los ricos (que no los incluyen a él y sus leales); Kirchner contra los 90 (que tampoco los incluyen a él y sus leales). Pero debo corregirme: a menudo los enemigos de afuera, de adentro y de atrás son varios, con lo cual es más fácil provocar una cadena de iracundia catártica, antidemocrática y regresiva. Desde el atril de la Casa Rosada, por ejemplo, este modelo de "crecimiento" y felicidad populista, mal llamado progre, ha lanzado metralla gruesa contra empresarios, militares, sacerdotes, periodistas y opositores de hoy, ayer y antes de ayer. Como si fuera poco, "no pudo prohibir" que Chávez viniese a ladrar desde Buenos Aires contra Estados Unidos, Uruguay, Brasil, la OEA y todo lo que pretenda poner algún freno a sus arengas deslenguadas de papagayo matón.
También pertenece a este modelo su desdén hacia el orden legal. Igual que en las monarquías absolutistas -y como asimismo nos enseñaron los caudillos "dueños de vidas y haciendas"-, la ley es apenas un traje que se ajusta a gusto y medida. ¿No cambió Menem la Constitución para hacerse reelegir? ¿No convocó Chávez a una Constituyente apenas asumió? ¿No hizo lo mismo Evo Morales? ¿No los imita Correa en Ecuador? ¿No se han demorado, burlado y distorsionado disposiciones de la reforma constitucional de 1994 en la Argentina, con la manipulación del Consejo de la Magistratura, el otorgamiento de superpoderes al Ejecutivo y la lluvia de los decretos de necesidad y urgencia, cuando ni siquiera hay urgencia ni necesidad, sino el propósito de impedir que se ventilen algunas cosas?
Por supuesto que el modelo populista no se resigna a la alternancia, sino que quiere quedarse atornillado al trono. Reelección ilimitada o presidencia vitalicia, quizás incluso hereditaria, como en Siria. Algunos lo expresan sin sonrojo. Pero en la Argentina ni un adivino hubiese podido concebir que esa eternidad en el trono podría ejercerse mediante una secuencia conyugal que burle para siempre los principios de la democracia (recurso iniciado en Santiago del Estero y ahora a punto de convertirse en nacional).
A todas esas características no les falta el cultivo de la utopía. Es decir, la promesa de que se avanza hacia un futuro espléndido. Es un espejismo que se machaca con tenacidad, lo mismo que echarles la culpa a otros y al pasado para encubrir la ineficiencia de la gestión actual y tapar los síntomas del deterioro. La hipnosis de repetir que se han logrado resultados brillantes con este modelo populista, y que serán aún mejores, no deja de aturdir y convencer. Mientras, nos resignamos a la mediocridad de seguir navegando sin rumbo.
Lo cierto es que el culto de la personalidad -en torno de la cual se construye casi todo-, la ausencia de controles republicanos, la inestabilidad jurídica, la falta de visión estratégica, la creciente crispación del odio y el objetivo excluyente de mantenerse en el poder a toda costa sabotean el progreso real. Con semejante clima no se pueden esperar inversiones genuinas y caudalosas ni se puede esperar que los argentinos regresen los miles de millones de dólares enviados al exterior por desconfianza en la enclenque ley argentina. Ni siquiera se aclara por dónde andan los millones que el Presidente envió afuera cuando gobernaba Santa Cruz y que afirma, con un misterio propio de las novelas de suspenso, que ya volvieron, pero no sabe qué se hace con ellos.
El modelo socialista democrático (no populista) de Chile, Brasil y Uruguay -para sólo citar nuestros vecinos- está libre de todas las pústulas mencionadas a lo largo de esta columna. No practican la hipnosis del personalismo, no manipulan los medios de comunicación, no usan de forma arbitraria el presupuesto, no alientan el odio, no desprecian el orden legal, no agrietan la estabilidad jurídica, no temen la alternancia, no descalifican a la oposición, no espantan las inversiones caudalosas sino que las reciben con buenos contratos, se abren al comercio mundial, no distorsionan los índices para engañar a la ciudadanía y hasta cuidan el lenguaje. Por eso crecen más rápido, son previsibles y más confiables. Por eso nos van empujando hacia el extremo caudal del continente y del mundo, pese a las potencialidades que seguimos manteniendo inactivas por culpa de este modelo populista que hipnotiza, embrutece y esclerosa.
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