Ahí va:
El presidente era miope
PEDRO J. RAMIREZ
El pasado 31 de marzo, a la sazón Viernes de Pasión, el presidente del Gobierno dirigió, como de costumbre, la reunión del Consejo de Ministros y, tras almorzar ligeramente, ingresó en un centro médico especializado en problemas de la visión donde fue sometido a una operación quirúrgica para eliminar su miopía. Fue una breve intervención mediante la técnica de refracción con rayo láser sin más anestesia que la local en forma de gotas. El oftalmólogo le ofreció además un Lexatin para que permaneciera relajado, pero el presidente lo rechazó, bromeando sobre el temple y talante de los leoneses. La operación fue un éxito y tras unos días de relativo reposo al pairo de la Semana Santa y sin ninguna comparecencia pública hasta la de ayer en Huelva, el paciente se encuentra en condiciones de hacer vida normal y -lo que es más importante para todos- de enfocar por fin correctamente las cosas.
Era el secreto mejor guardado de Zapatero. El presidente era miope. No un miope agudo tipo Rompetechos -tenía sólo tres dioptrías en cada ojo-, pero sí lo suficiente miope como para ver muy poco de lejos. Fuera de su círculo familiar nadie lo sabía ya que no utilizaba gafas sino lentillas. Perfecto para su fotogenia y coquetería, poco práctico para una vida tan intensa como la suya. Curiosamente, otra persona de su familia tenía el mismo problema -un ingrediente más para la tesis del mimetismo entre quienes viven juntos- y, como decenas de miles de españoles, optó por operarse. Desde ese momento para Zapatero ya sólo era cuestión de aguardar la ocasión propicia de un viernes por la tarde en vísperas de vacaciones.
Lo que el actual presidente no sabe es que, exactamente siete años antes, el 31 de marzo de 2000, también viernes con Consejo de Ministros, su antecesor en el cargo hizo prácticamente la misma jugada, no a cuenta de la córnea, sino del menisco. Con la doble alevosía de que Aznar desató primero todo tipo de especulaciones al adelantar la hora de la reunión del gabinete -recién obtenida su mayoría absoluta aquello permitía barruntar una larga sesión de estrategia- y dejó pasmados después a los vicepresidentes en funciones Cascos y Rato cuando se enteraron por el portavoz Pedro Antonio Martín de que el presidente le acababa de telefonear desde el quirófano del doctor Guillén en la clínica Cemtro. Fue el momento en que, tras confesar que no sabía ni que le doliera nada ni que tuviera que ir al médico y expresar su sorpresa de que no le hubiera avisado, Rato exclamó premonitoriamente: «¡Qué rarito se está volviendo este tío!».
Al margen de que esta vez Zapatero sí que había advertido con antelación a sus más estrechos colaboradores, la gran diferencia entre ambos casos estriba en la dispar percepción del hombre de la calle sobre las implicaciones políticas que tiene la cura de una y otra dolencia. Pues mientras en aquellas semanas de euforia desatada por la ruptura de todos los techos electorales de la derecha, nadie dudaba de que Aznar pisaba con buen pie, andaba por el camino correcto con una perfecta apoyatura y era capaz de chutar a gol como nadie, hoy por hoy el descubrimiento de que Zapatero sólo veía bien de cerca va a servir para explicar gran parte de lo ocurrido en España en los últimos tres años y la noticia de la corrección de este defecto sin duda alentará notables expectativas entre sus admiradores, Ségolène Royal incluida.
De entrada hay que decir que ahora todo cuadra. Según un reciente estudio publicado en la Revista de la Academia de Medicina de Colombia existe una serie de «alteraciones» asociadas a la miopía que incluyen el «autismo infantil», las «alergias» y la «dominancia izquierda». He ahí la clave de por qué tantas veces hemos tenido la sensación de que Zapatero vivía aislado de la realidad en su mundo imaginario, sentía todo tipo de picores y sarpullidos ante la mera hipótesis de llegar a grandes acuerdos con la derecha y no desaprovechaba la oportunidad de declararse «rojo» y de obrar en consecuencia, aunque fuera a su manera.
No se puede negar que la miopía es un defecto asociado con la inteligencia y con el entorno cultural. Así, mientras en determinadas zonas urbanas de Taiwan, Suecia, Dinamarca o Israel la tasa de miopía se acerca al 50% de la población, en las montañas de Nepal o las selvas de Madagascar apenas supera el 1%. Un análisis comparativo realizado en Estados Unidos entre grupos de individuos equivalentes arrojó la conclusión de que los miopes tenían ocho puntos más de coeficiente intelectual que sus compañeros con la vista sana. No sólo no es, por lo tanto, lo mismo ser miope que ser tonto, sino que incluso podría colegirse que Zapatero ha sido tan políticamente miope precisamente por su condición de individuo especialmente espabilado.
Otro elemento ambiental significativo es la preponderancia de la miopía en los climas polares, de forma que los esquimales son el conjunto étnico con mayor proporción de cortos de vista de la Tierra y en cambio entre los negros que habitan en zonas tropicales se trata de un fenómeno prácticamente desconocido. Por paradójico que parezca no es, pues, el carácter apasionado el más propicio a la miopía política sino ese temple frío y sosegado del que tantas veces ha venido dando muestras Zapatero. Quien tiene la sangre caliente puede precipitarse en el juicio soslayando los árboles del bosque más cercanos, pero es ese gélido sentido de la autocontención -tan valioso por otra parte en situaciones de crisis- el que a gobernantes como el nuestro les resta dimensión y perspectiva.
La visión del miope es esencialmente superficial y por lo tanto en cierto modo exuberante. Está documentado que Monet, Renoir, Cézanne, Degas y Matisse eran miopes y no en vano si algo caracteriza al impresionismo es la proyección de la conciencia a través del color o «endocromismo». Según el mencionado estudio colombiano, el punto de encuentro entre tan importante movimiento pictórico y los efectos de la miopía reside en «la tendencia a dibujar en líneas vagas, pero con gran juego de colores». ¿Podría definirse mejor el marketing y autobombo entorno a las políticas sociales de Zapatero?
El punto álgido de la miopía se alcanza habitualmente durante la adolescencia, pero debe hacerse constar que «algunos ojos continúan elongándose insidiosamente durante varias décadas», lo cual sin duda llenará de satisfacción a quienes siempre han creído adivinar la mirada de la perfidia en los abultados globos oculares enmarcados por las cejas en forma de gaviota -con perdón- que caracterizan al presidente.
Aunque empleando un mínimo de rigor científico deberíamos definir la miopía como un exceso de potencia de los medios transparentes del ojo con respecto a su longitud, de forma que la luz procedente de objetos distantes converge en un punto anterior a la retina, su etimología griega es lo que mejor nos permite explicar sus efectos políticos. Myops viene de myein que quiere decir «entrecerrar» y de ops que significa «ojos». Al entrecerrar los ojos para concentrarse en lo más obvio e inmediato, los gobernantes aquejados del llamado «síndrome de visibilidad» no son capaces de ver más allá de su propio ombligo, por mucho que puedan convertirse en virtuosos del corto plazo y el achique de espacios.
El que fuera premio Nobel de Economía a mediados de los 80 James Buchanan llegó a explicarlo con la denominada Teoría de la Elección Pública que resumía coloquialmente: «Podría argumentarse que los ciudadanos han llegado a esperar pan y circo de sus políticos. Si sus políticos no ofrecen tales cosas, elegirán a otros en su lugar. En vista de estas perspectivas, hay pocos políticos dispuestos a negarse a ofrecer pan y circo. Después de todo, ¿no es más agradable cumplir que rechazar los deseos de su electorado?».
Esta pescadilla que se muerde la cola explica probablemente el contumaz resultado de las encuestas -incluida la que publicamos hoy- tanto a la hora de medir la intención de voto como la popularidad de los líderes. Pese a De Juana y Otegi, el PP no logra desbordar al PSOE. He escrito ya unas cuantas veces que el secreto del éxito de Zapatero es presentarse como «el profeta de la ética indolora», en el sentido del término acuñado por Lipovetsky en su obra El crepúsculo del deber. Escuchándole da la impresión de que todo aquél que le vote verá aumentados tanto sus propios derechos como los de los demás, dando satisfacción así a su buena conciencia, y que encima todo ello le saldrá gratis. Rajoy tiene en cambio la indelicadeza de pronosticarnos todo tipo de catástrofes y decadencias y de prescribir coraje, esfuerzo y sacrificio como única forma de eludirlas. El problema para él es que hay más españoles que se plantean cuál de los dos cae mejor, de los que se preguntan quién es el que tiene razón.
Viene aquí a cuento el famoso aforismo de Lichtenberg que establece que «la gloria de los más famosos se basa siempre en parte en la miopía de sus admiradores» e incluso, llevando las cosas hasta su extremo, podría evocarse aquella imagen medieval -vinculada a la brutal represión contra la herejía cátara- en la que una hilera de ciegos a los que se les había vaciado las cuencas de ambos ojos era conducida por un tuerto al que se le había respetado uno. Pero eso no altera la realidad demoscópica española. Once años de crecimiento económico ininterrumpido han sentado las bases de un zapaterismo sociológico que, una vez amortizado lo del «pan», demanda ahora con amodorrado candor paz y circo, casi como dos acepciones de un mismo concepto.
Es esa porción de la sociedad que exalta hasta el paroxismo el espectáculo de la fragmentación de España en múltiples identidades nacionales y predica el apaciguamiento y el diálogo para complacer a quienes tratan de acelerar el proceso con las armas en la mano, reservando la defensa de la igualdad y la libertad para las cuestiones de sexo y género. No es de extrañar que el mismo diario que no consideró noticia de portada la brutal agresión, cargada de connotaciones políticas y en la puerta misma de la Audiencia de Bilbao, contra uno de los dirigentes del Foro Ermua, concediera no hace mucho tales honores a un incidente de índole mucho menor cuyo título lo decía todo: «Me dieron un puñetazo -fíjense bien, no una puñalada o ni siquiera una patada en los mismísimos como a Aguirre, sino un simple puñetazo- por ser gay».
Subrayar esto no es homofobia, sino sociología cultural. Cualquiera diría que sólo el día que enfaticen la condición homosexual de alguno de sus miembros encontrarán las plataformas cívicas, como ésta, ahora tan vilmente acosada, agredida y estigmatizada, eco y acogida en ciertos medios. Vivimos en uno de los contados países del mundo en el que las personas del mismo sexo pueden contraer matrimonio y probablemente en el único en el que en una parte importante del territorio las familias no pueden escolarizar a sus hijos en su lengua materna, que además es la oficial del Estado.
Zapatero ha diseñado toda su política en torno a la cuenta de la vieja de que en unas elecciones generales el voto útil de los nacionalistas acudirá en su apoyo y se sumará al voto, fiel aunque cabreado, de la izquierda. A juzgar por algunas encuestas que maneja en las que, por ejemplo, obtiene un 30% de apoyo decidido en el País Vasco -12 puntos más que el propio PNV- es posible que la carambola le salga bien, pero ¿a qué costa? El precio de esa jugada es nada menos que la deslegitimación del PP como alternativa democrática y el ensalzamiento y prestigio de quienes quieren destruir el orden constitucional por unos medios u otros.
La supina miopía del presidente aprendiz de brujo ha consistido en estimular procesos cuyos primeros tramos pueden resultarle favorables por su apariencia grata -la aprobación del Estatuto catalán, el proceso de paz con ETA- pero cuyas insoslayables consecuencias nos pasarán, nos están pasando ya, factura a todos.
El espectáculo del Parlamento autonómico con ERC y CiU jugando a la ruleta rusa con un orden del día cargado de mociones encaminadas a la creación de un Estado catalán ante la sonrisa de pasmarote del pobre Montilla es todo un anticipo de por dónde pueden ir los tiros -en Cataluña hay quienes llevan varios siglos cometiendo los mismos errores- cuando el Tribunal Constitucional ponga las cosas en su sitio. Y entre tanto, la imagen del otrora valeroso Carlos Totorika alzando domesticadamente la mano para condenar al ostracismo social a quienes siguen defendiendo hoy los mismos principios que él encarnaba ayer, no puede por menos que recordar la penúltima escena del Rinoceronte de Ionesco cuando el «último hombre sobre la Tierra» ve brotar sobre el rostro de su novia el cuerno y las escamas que denotan que incluso ella ha sido víctima ya del contagio moral del totalitarismo. Por cierto que al Ayuntamiento de Ermua se le olvidó incluir en su moción la exigencia de que los miembros del Foro -escupidos, apaleados y ahora desprovistos de su libre capacidad de autoidentificación- lleven en el brazo una estrella amarilla cada vez que deambulen por el municipio.
El gobernante miope tiende a creer que todo está siempre bajo control y que nunca pasará nada distinto de lo previsible. Que la barandilla del Estado es lo suficientemente sólida y la ciudadanía lo suficientemente sensata como para que ninguno de aquéllos a los que ha acompañado hasta el borde mismo del precipicio llegue nunca a dar el salto en el vacío. Tanto si se trataba de los enigmas sobre la autoría del 11-M -llevábamos meses y meses advirtiéndole en vano que algo muy raro pasaba con los análisis de los explosivos de los focos de los trenes-, como de las maniobras y contramaniobras en torno a Endesa, Zapatero se ha negado a mirar más allá de sus narices, transmitiendo una y otra vez la sensación de que antes que averiguar la verdad o propiciar la mejor solución para los accionistas y los consumidores, lo que esencialmente le ha importado es demostrar que era él quien tenía razón y quien imponía su criterio.
La hipótesis de que la aparición de sustancias distintas a las previstas en las pruebas periciales ordenadas ahora por el Tribunal pueda tener una incidencia decisiva en la sentencia o de que la dimisión del presidente de la CNMV -el árbitro se va porque los hooligans locales no le dejan aplicar el reglamento cuando el equipo de casa hace trampas- vaya a dañar gravemente los ratings de confianza de la inversión extranjera en España, ni siquiera se le pasan por la imaginación. No es casualidad que la miopía y la soberbia caminen tantas veces de la mano...
Más dura será la caída. Yo mantengo mi particular pulso con esa significativa minoría de la sociedad española -incluida una parte de nuestros lectores- que considera a Zapatero la encarnación del mal y que da por segura la existencia de compromisos secretos que vinculan el 11-M con la rendición ante ETA. Yo no veo ese monstruo que algunos dibujan y acusar sin pruebas es tan fácil como poco serio. Ahora bien, semana tras semana insisto en subrayar sus gravísimos errores y con la mirada puesta en el horizonte pienso que vamos de mal en peor y que si Zapatero no rectifica serán los acontecimientos los que le rectificarán a él.
La diferencia es que la maldad no tiene cura y hasta las mayores equivocaciones pueden enderezarse. Ser corto de vista en política tiene solución con una buena terapia a base de rayos de realidad y si Zapatero no necesitó ni siquiera un Lexatin para que le arreglaran la córnea, también puede levantarse una mañana, admitir lo erróneo de sus enfoques y hacer suyas las recetas que durante los últimos 30 años han funcionado siempre. Fíjense si lo tiene fácil: le bastaría reconocer que el mundo sin lentillas se ve de otra manera. Aún tiene tiempo de reinventarse a sí mismo de aquí a las generales. ¿Es esto un nuevo acto de fe en el más improbable de los milagros? No, más bien una severa advertencia de que, tal y como les ocurrió ya a varios de sus antecesores, de seguir las cosas por este camino, llegará un día en que un inesperado ventarrón derrumbará el castillo de naipes y, por emplear las bien conocidas palabras de Faulkner, Zapatero se sentirá injustamente azotado «por la ceguera del destino» cuando en realidad estará siendo «víctima -contumaz- de su propia miopía». Lo suyo entonces ya no tendrá remedio.
pedroj.ramirez@el-mundo.es
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