Les dejo la entrevista con Félix Ovejero (en ABC), interesante como siempre.
Publicado en ABC, 4-3-2007
Entrevista a Félix Ovejero Lucas, filósofo político y de la ciencia
ANTONIO ASTORGA
Doctor en Economía, investigador invitado en diversas universidades norteamericanas, autor de obras imprescindibles como «La quimera fértil», «La libertad inhóspita», «Proceso abierto. Socialismo después del socialismo», «Nuevas ideas republicanas», o «Las razones del socialismo», Félix Ovejero construye una impecable e inmejorable crítica intelectual al nacionalismo en «Contra Cromagnon. Nacionalismo, democracia y ciudadanía» (Montesinos).
—En el afán de Zapatero de seguir negociando con los hombres de Cromagnon, la excarcelación del etarra De Juana supone la humillación del Estado ante el chantaje de un asesino de 25 seres humanos. A la indignada opinión pública se le esgrimen «razones humanitarias» para liberarlo. ¿Qué pensarán de esas «razones» los familiares de las 25 personas que no pudieron disfrutar de «razones humanitarias» cuando el criminal las asesinaba?
—No creo que haya que darles muchas vueltas a las razones de De Juana. Sobre lo único que no caben dudas es que él ha conseguido su objetivo; no sólo se va a su casa, sino que además con la conciencia de que lo consigue sin debililitar su causa, al revés, reforzándola y sintiéndose reforzado en ella. Lo llamativo es el caso del Gobierno. Es notorio que se avergüenza de las razones de su actuación. No cree que sean defendibles. Las que alega (también lo hizo Aznar, las humanitarias, no hay que convertirlo en un mártir) son falsas o falaces y le falta convicción al invocarlas, sabe que no funcionan. En esas condiciones el resultado final es el peor. El Gobierno no cree que su punto de vista sea defendible y, con sus balbuceos, no parece reparar en que le otorga la condición de héroe moral al asesino, el único que saca pecho. Quizá no estaría de más que nos acordáramos de la —atinada— inflexibilidad moral de la izquierda («ni olvido ni perdón») con los milicos argentinos o con Pinochet, quienes, en todo caso, volvían a sus casas sin hacer ruido, esperando que nadie se acordará de ellos, sabiendo que, perdonados o no, habían sido derrotados, formaban parte de la lista de los miserables. Lo preocupante de todo esto es que, me temo, éste será el tono general de la negociación. El Gobierno sin poder justificar sus acciones, sin creer en lo que hace, y los terroristas presentando los resultados, los que sean, como conquistas «ante el pueblo Vasco», como demostración de la justificación de la violencia y a ellos mismos como libertadores.
—¿Zapatero se cava su fosa electoral al negociar con ETA?
—Está en un camino sin salida y, cada vez peor, sin retorno. La reforma territorial se le descose por todas partes, con unas poblaciones indiferentes, y unas clases políticas en una carrera sin tregua que nadie quiere. Sólo le queda la negociación con ETA. ETA lo sabe y lo explota. En poco más de un año hemos pasado de discutir los problemas de reinserción a la agenda política de ETA. No se ven salidas sencillas a este embrollo: si se cede, por lo que se cede, y lo que acaso es peor, porque ETA se atribuirá —no sin razones— los méritos, y no volverá calladita a su casa como los franquistas al final de la dictadura, sino sacando pecho; y si no, volvemos diez años atrás, o peor, porque en el camino hemos perdido muchas cosas. Tendríamos que recuperar el sentido cabal de las palabras. Seguramente la mayor derrota que el PSOE se ha infligido a sí mismo ha sido aceptar la tramposa descripción nacionalista. Costará muchos años recuperarse de esa corrupción intelectual, si es que es posible.
—¿A qué se debe ese empeño de Zapatero en que nos arrojemos a la cara los muertos de la guerra?
—No se puede ignorar que, con todas sus sombras, la República encarnaba un ideal democrático que el franquismo truncó. Pero eso ya lo sabíamos todos. Nadie puede engañarse: la historiografía en España se había hecho desde ese punto de vista. Otra cosa es que queramos administrar la verdad histórica. La verdad no se decide por decreto. En Francia y en Italia la izquierda académica lo tiene bastante claro y, menos servil y sectaria, se ha rebelado frente a intentos parecidos. Como la gente más sensata aquí, también el PSOE. Otra cosa son los cortesanos. Conjeturo que, aquí sí, había una estrategia de aislamiento del PP, al que se quiere colocar la etiqueta de «franquista», una estrategia en la que podía coincidir con sus aliados nacionalistas, interesados en edificar sus mitos, entre ellos, por cierto, la fantasía de que la Guerra Civil fue una guerra contra Cataluña o el País Vasco. Pero, claro, a estos, en realidad, la verdad les incomoda: las traiciones nacionalistas a la República, antes y durante la guerra; la resistencia de Madrid y la brutal represión, sin equivalentes, en un Extremadura que algunos quieren presentar ahora como explotadora de los catalanes.
—¿La devoción de Zapatero por Cromagnon es, pues, una estrategia electoral de poder para marginar a la derecha competidora: para esquinar al Partido Popular?
—Seguramente ese es un efecto, aunque no sé si la intención. Las estrategias de aislamiento de la oposición, o de división, forman parte del juego político normal, pero a veces resultan peligrosas. El problema con los nacionalistas es que constituyen un aliado imposible porque no comparten la comunidad política de referencia. A ellos, el interés general de los ciudadanos les trae sin cuidado, y como no tienen que responder políticamente frente al conjunto de la población —sino solamente frente a su parte del electorado— siempre son caballo ganador. No olvidemos que los presupuestos generales del pasado año dependieron de si el catalán o el valenciano se llamaban lo mismo, es decir que lo que se iba a gastar en Sanidad en determinados sitios dependía de la reivindicación de alguien a quien sólo le preo-cupaba una parte del territorio. Para que la democracia apunte en sus decisiones a la Justicia es importante que se esté de acuerdo en la comunidad de referencia, en que todos los intereses se consideren igualmente atendibles. La consecuencia es que, seguramente en contra de lo que quisiera, Zapatero está debilitando la realización de principios de Justicia, los que la izquierda siempre había defendido.
—¿El supuesto «republicanismo» de Zapatero es contradictorio con el nacionalismo?
—Para el republicanismo los ciudadanos no tienen otro compromiso que la defensa mutua de sus derechos y libertades. Discutimos y deliberamos, y eso se traduce en una ley que asegura la libertad, una ley justa que impide que unos dominen sobre otros. Son los principios que han abastecido a las revoluciones democráticas. El socialismo era un ahondamiento en esos principios, una extensión de su aplicación. Pues bien, cuando la deliberación entre ciudadanos se sustituye por la negociación entre pueblos, se ha quebrado ese ideal de justicia y de democracia. No se atenderán los intereses justos, y sí los de quienes tienen poder para imponer los suyos.
—¿Por qué la izquierda ha abducido al nacionalismo separatista?
—No sé en realidad quién ha abducido a quién. En parte, supongo, por la inercia del antifranquismo. Una parte de la izquierda ha asumido el lenguaje nacionalista, identitario, y lo que es peor, se cree su descripción de la realidad. Sin ir más lejos, Cataluña, culturalmente, es mucho más diversa que el conjunto de España. Y sin embargo, las instituciones políticas son mucho más homogéneas en Cataluña —en donde las posibilidades de educación en castellano prácticamente están excluidas—. Lo peor es que la ignorancia de las ideas acaba en el maltrato del ideario, de lo que importa, no la metafísica unidad de España, sino los derechos de los ciudadanos.
—¿La ridícula participación en el Estatuto andaluz es una inflexión para el sentimiento nacionalista?
—En realidad el llamado «sentimiento nacionalista» es una recreación de clases políticas locales interesadas en extraer rentas políticas. Crean un problema (el reconocimiento de «los hechos diferenciales», cebados presupuestariamente) para el que se presentan como solución. Los catalanes eran los que más satisfacción mostraban con su autonomía, y en su mayoría no se autocalificaban como «nación». Y en lo que atañe a pautas de consumo, composición de apellidos, modelos de vida, los catalanes son un resumen bastante exacto de la realidad española. El 70 por ciento, en primera o segunda generación, tenemos nuestros orígenes fuera de Cataluña, y eso, supongo, algo tendrá que ver con la bendita identidad. Las supuestas identidades no son más que eso: unas gotas de realidad en un mar de supersticiones alentadas por unas clases políticas interesadas en rentabilizar las diferencias. Unas clases políticas sometidas a mucha menos criba que la clase política general del Estado. Los poderes locales permiten la vecindad, el clientelismo, influyen en medios de comunicación locales que dependen de sus asignaciones. No hay una realidad que reconocer; al revés, hay que reconocer que la realidad invocada es una irrealidad. La indiferencia de los ciudadanos ante los Estatutos que supuestamente iban a «reconocerlos» es la más rotunda confirmación de esa circunstancia.
—¿El hombre de Cromagnon es hoy, pues, el hombre nacionalista?
—Creo que fue Fernando Savater quien dijo que nacionalismo es la tiranía de los orígenes. Un origen, por supuesto inventado, se considera la genuina identidad —como si lo demás, empezando por la dictadura, pasara sin huella— y se quiere convertir en el destino. Muy poco sensato. Lo que caracteriza a la especie humana es escapar a esas constricciones, emanciparse de su herencia, de su tradición, hacerse libre. Lo otro conduce a las políticas de exclusión, a «los españoles de bien» de Franco o a esa estratregia nacionalista que, ante las preguntas, no dice: «¡Mire, yo discrepo de usted!», sino: «¡Usted es anticatalán!» Al que piensa diferente se le excluye. No hay argumento más reaccionario políticamente, y menos democrático o deliberativo.
—En «Contra Cromagnon» usted busca los soportes intelectuales del nacionalismo. ¿Los ha encontrado?
—La verdad es que, analíticamente, el nacionalismo tiene fundamentos muy endebles. Carece de teóricos importantes, de su Hobbes o su Tocqueville, o de su Marx. Es una perpetua repetición de tópicos. No se siente obligado a replicar a las críticas; al revés, cualquier crítica se entiende como una provocación, no a ellos, claro, sino a todos, a «la nación». El nacionalismo tiene que inventarse unos mitos, unas tradiciones...
—Como las inventó el aranismo...
—Sabino Arana era alguien del siglo XIX, errático, poco informado. Racista, es cierto, pero tales majaderías no eran tan excepcionales en Europa. Lo asombroso es que alguien se pueda reivindicar hoy heredero de Arana. Es lo inquietante.
—¿Y del catalanismo?
—La historiografía más reciente confirma que esa imagen de la España reaccionaria no liberal frente a la Cataluña progresista tiene unos cimientos históricos bastante débiles. Quienes hoy critican la Constitución porque habla de «la indisoluble unidad de la Nación española» parecen no conocer la constitución republicana, «un Estado integral». Ya firmaría yo un Estatuto catalán como el de la República, donde la educación en castellano estaba asegurada en Cataluña y Cataluña se consideraba región, en un momento en el que la composición demográfica no era ni remotamente parecida a la actual. Por cierto, que ERC practicaba entonces por la repatriación forzosa de los trabajadores emigrantes. Esa recreación histórica es el estado normal de todo nacionalismo, la mentira sobre la historia. Por ejemplo, en Barcelona se enteran de que existe la sardana en 1900. ¡Esas son nuestras tradiciones y nuestras herencias!
—¿Adónde vamos de la mano del nacionalismo de Cromagnon?
—Una de las consecuencias peores será el debilitamiento de los instrumentos de Justicia, que actúan para limitar la capacidad arbitraria que tienen ciertos poderes para imponerse. La fragmentación del Estado tendrá como primera consecuencia socavar nuestro menesteroso Estado del bienestar. Las autonomías entrarán en una carrera por ver quién baja los impuestos, debilita los derechos de los trabajadores y elimina la protección ambiental. Se perderá en el ámbito de la eficacia.
—¿Por qué desde el nacionalismo se odia tanto a España?
—El franquismo nos vacunó frente a la mitología nacionalcatolicista, frente al nacionalismo español. Lo único bueno de todo aquello. Lo absurdo es que la misma mitología se repita en mil sitios, y además se presente como progresista o antisistema (a cargo del presupuesto, eso sí). Asombra que los que nos recuerdan cada día la bandera de la Plaza de Colón cierren sus actos de partido con himnos patrióticos. ¿Qué diríamos si el PSOE concluyera sus actos con la bandera de España y cantando el himno español? Mire, el día que se aprobó el Estatuto se levantó la prensa para cantar con los parlamentarios. Siempre recomiendo que traduzcamos los ejemplos nacionalistas al resto de España. Cuando alguien me espeta: «Usted es españolista», le digo: oiga, yo no estoy defendiendo en Cataluña que la enseñanza sea exclusivamente en castellano —que sería la traducción—; yo no estoy defendiendo que la Administración me trate sólo en castellano —que sería la traducción—; y no defiendo que recuperemos las colonias —que sería lo equivalente a los «paisos catalans»—...
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