Hablando de olvidos, nada de Freud y algo de Marx. Karl Marx cuenta, en ese vademécum de varias épocas repleto de recetas históricas para la explicación del mundo que es ‘El Capital’, las desventuras de un caballero inglés, lord Peel, que promueve una empresa en las colonias llevando consigo desde Inglaterra hasta Swan River, en Nueva Holanda, víveres y medios de producción y de vida por valor de 50.000 libras. “Mr. Peel fue lo suficientemente previsor para transportar además 3.000 individuos de la clase trabajadora, hombres, mujeres y niños. Pero, apenas llegó la expedición al lugar de destino, se quedó sin un criado para hacerle la cama y subirle agua del río. ¡Pobre Mr. Peel! Lo había previsto todo, menos la exportación al Swan River de las condiciones de producción [inglesas]” (Libro I, Cap. XXV). No consta que la empresa de Mr. Peel no prosperase por falta de confort de la dirección, por lo que olvidos privados produjeron beneficios públicos, siguiendo la parábola de Mandeville.
(Carte de l'Egypte, de la Nubie
et de l'Abissinie &c., ed. 1792)
En cambio, en 1910, Virginia Woolf no olvidó la túnica, la barba postiza y la cara tiznada de betún para –junto a otros componentes del grupo de Bloomsbury- disfrazarse de príncipe y corte del emperador de Abisinia y visitar oficialmente el acorazado “Dreadnought”, buque insignia de la flota inglesa, engañando al Almirantazgo británico. Éste olvidó comprobar la identidad de los farsantes y, tras un cruce frenético de cables con la metrópoli para decidir un protocolo de ocasión, fueron recibidos con todos los honores militares... a los sones del himno de Zanzíbar, a falta de la partitura del de Abisinia. El engaño provocó un escándalo notable en la prensa de la época: habían puesto en evidencia al Imperio. Y a un modo de ser en el mundo que el capitán del “Titanic” celebraría, dos años más tarde, con sus últimas palabras al dirigirse a la tripulación y pasaje en el momento del hundimiento: “Be British”. De cómo los ociosos engrandecen el arte y la industria (de prensa, al menos) y cómo olvidos públicos llevan a ganancias también públicas, mediando jaleos descomunales.
Los dioses también olvidan. Una leyenda africana atribuye la extravagante forma del baobab a un descuido de Dios: era el último árbol que tenía que plantar y, cansado de crear naturaleza, lo plantó al revés. Quien no olvidó quejarse fue el baobab: su extraña forma de árbol invertido se achaca, según otra leyenda extendida por el Sahel y los países del Golfo de Guinea, a un castigo de Dios que lo plantó al revés harto de sus lamentos. “Los dioses lo plantaron en un principio en la selva, pero el árbol se quejó de la humedad; lo trasladaron entonces a las Montañas de la Luna, en el centro del continente, pero se quejó del frío. Enojados por sus constantes protestas, lo lanzaron como si fuera un arma arrojadiza hacia las tierras áridas del sur, con tan mala fortuna que aterrizó al revés, con las raíces al aire.” (Xavier Moret, Siete Leguas, dic. 2006). El olvido y el castigo adoptan la forma del mito clásico del héroe, incluyendo una promesa de recompensa al valiente, en esta versión de Zimbabwe: dicen que estos árboles son los brazos petrificados de los gigantes guerreros fallecidos durante la batalla, que pugnan por coger un arma y volver a la lucha.
Utópicos y libertarios también cometen el desliz de olvidarse de sus redimidos. Pero no se olvidaron de ellos los nativos del norte de Madagascar, ni de los excesos cometidos por esos émulos del gobierno de Sancho en una peculiar ínsula Barataria, la efímera República de Libertalia en Diego Suárez, narrada por Daniel Defoe. Fundada por piratas bajo el mando del capitán Misson, en 1690, su final llegó cuando los indígenas de las montañas, hartos de los desmanes de los piratas, bajaron de las montañas para acabar con ellos y su utopía. El delirio utópico y libertario fue frenado por un estado de naturaleza en forma de sensatos nativos.
(Mujer egipcia fabricando cerveza)
Última historia, esta vez sobre la cerveza y el vino, contada en la Historia de Herodoto: en la base de la Gran Pirámide de Gizeh había una inscripción que revelaba las grandes cantidades de cerveza (y de cebollas, lentejas y otros víveres como los acopiados por Lord Peel) consumidas por las legiones de obreros que trabajaban en su construcción. Pero a Herodoto se le olvidó transcribirla. En cualquier caso el hecho da fe de que la cerveza –al igual que entre los asirios- era la bebida de las clases populares mientras que las gentes de postín bebían vino, de uva o de palma.
Por cierto, se me olvidaba hilar las anteriores historietas: ¿quizás la lucha de clases sirva como costura?
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