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24 junio 2009
Vida y muerte del Guarnicionero Espía (II)
Continúa desde

Doña Carlota me contó una historia y me dio un número de teléfono y una dirección. Tenía taaantos papeles que enseñarme sobre su tatarabuelo. Pero no la llamé. Sí, estaba infectado por el virus literario, pero era una infección leve. Había playas y mojitos y chicas a la vista, y el realismo mágico podía esperar ante tanto realismo real. Pero, a la vuelta, le escribí. Y ella, sin mencionar mis faltas juveniles, me contestó y nos carteamos varias veces. Me hablaba de muchas cosas, pero sobre todo de su tatarabuelo, corrigiendo las versiones oficiales, que encontraba por ahí, con la historia familiar, a veces acompañada de copia de algún documento que probaba esto o aquello. Doña Carlota me decía: “Tú escribirás la verdadera historia de mi tatarabuelo”, asegurando saber que tendría un gran éxito, porque yo, además de guapo y fuerte, era talentoso. Pero no creo que lo pensase realmente, era sólo que tenía alma romántica y le gustaba doblar las hojas y meterlas en el sobre y andarse hasta la estafeta y hacerse la interesante delante del empleado de correos. Murió hace unos años. Lo sé porque una sobrina suya me escribió. Había encontrado mis cartas y pensó que quizás me gustase saberlo. Ahora, que han pasado tantos años, es un buen momento para “escribir” la historia y darla a conocer. Seguro que Doña Carlota me perdona el retraso de dos décadas.

No existen casi datos de Ignacio González de la Puebla. En las actas del juicio se dice que nació en 1829 en La Puebla de Montalbán, pero Doña Carlota afirmaba que eso era falso. Él nunca desveló su auténtico lugar de nacimiento, pero su mujer y sus hijos fueron recogiendo detalles, como migas de pan, descuidos o pistas abandonadas a posta, a lo largo de su vida. Uno de los más recurrentes hablaba del mar y de barcos que partían hacia las Américas, y de ahogados y tormentas. Cuando se le preguntaba por la familia, afirmaba que la difteria se la había llevado toda de niño, y que fue criado por un tío materno, guarnicionero y sacristán itinerante, que le enseñó tres cosas: a trabajar el cuero, a hacer sonar un órgano y a ver venir los golpes. En las actas se dice que sus tratos con Porfirio Robles de Villafañe, vicecónsul de España en Puerto Plata, se inician a raíz de un parentesco lejano, y sobre el que González de la Puebla se negó a contestar, a pesar de que reforzaba la versión de sus acusadores. Pero es inverosímil por la diferencia de clases sociales, y tiene una explicación sencilla: esa relación era la última piedra del edificio en el que trabajó toda su vida, un legado para su mujer y sus hijos. Frente a eso tenía quizás poca importancia una mínima esperanza de absolución. El juicio era político; era necesaria una conspiración oscura e intrincada para unos hechos que, sin ella, demostraban una inmensa negligencia de los padres de la patria. La sentencia estaba dictada y no se libraría de ella echándose fango, así que calló. Pero me estoy anticipando.

El primer dato conocido de Ignacio González lo sitúa en Minas Gerais, más concretamente en Ouro Preto, como dueño de varias lojas. Así lo cuenta Pedro Errinate en su Historia de la República Dominicana. Y algo de verdad habría porque en el pliego que presentó a la Secretaría de Comercio para hacerse cargo de la aduana del puerto de Santo Domingo afirmaba contar con gran experiencia en la materia y acompañaba una cédula dictada por Luís António Furtado de Castro do Rio de Mendonça e Faro, Gobernador de Minas Gerais, que le autorizaba la venta de tabaco y alcohol, y la adquisición de metales preciosos al peso. Tengo, delante de mí, una copia de la cédula, que creo auténtica, salvo en la fecha y el nombre del autorizado. Debió Ignacio González comprarla en el Brasil, presumiendo, con razón, que nadie notaría la pequeña circunstancia de que al Gobernador la tierra portuguesa le estuviese siendo leve desde antes del nacimiento del guarnicionero. También sabemos que vino de Brasil porque se trajo dos sirvientes: un mestizo que decía ser descendiente del bandeirante Juagaretê, y que profesó por su amo una fidelidad insobornable, y una mujer negra, de edad desconocida, sordomuda y malencarada. Ignacio González siempre dijo que seguía siendo dueño de sus establecimientos brasileños, y así lo hizo constar en su testamento. Pero nadie los reclamó. Su viuda decía que el Mato Grosso le quedaba demasiado lejos y bastante tenía con conservar los bienes de Santo Domingo.

Se cuenta que es en Sao Paulo donde conoce a Sebastião Filipe da Silva Gaspar Nunes Canhao, un portugués de Madeira -habrá, por dar color al relato, que suponerle refinado y decadente- descendiente de dueños de ingenios de azúcar. Hacen migas y negocios, y se embarcan juntos, y, al parecer a toda prisa, camino de La Habana (donde no llegaron por culpa de una tormenta), sin que sepamos la razón. Sabemos que el viaje no fue planificado por lo escaso de su equipaje, porque no reembarcaron hacia La Habana, y porque lo primero que hace Ignacio González, al desembarcar en Puerto Plata es vender piedras preciosas. En el juicio se declarará probado que se las había entregado el vicecónsul de España. Y es cierto que antes de la venta Ignacio González había visitado la legación, pero es más sensata la explicación que me dio Doña Carlota: su tatarabuelo se había dirigido a un compatriota para obtener una recomendación y no ser estafado en la venta de su tesoro.

Ignacio González de la Puebla cae en gracia en la pequeña sociedad dominicana, en la que empieza a construir una leyenda llena de misterio, fundamentada en los silencios del español. Todos dan por cierta la versión de que es rico y está a la espera de realizar sus inversiones brasileñas.

Pero de eso, de la muerte de su socio portugués, de sus negocios, de su matrimonio, de su papel en la anexión española, y de su ejecución, hablaré otro día.

(Escrito por Tarquino)

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11 marzo 2009
Vida y muerte del guarnicionero espía (I)
Me ha sucedido algo curioso. Bartleby me pidió que escribiera una entrada. Pero no me lo pidió a mí. Me confundió con alguien, y le mandó un correo. Le dijo algo como que así podía publicitar mi “nuevo” blog y reírnos de la concurrencia. El destinatario del correo –que al parecer no se molesta porque me hayan confundido con él o pretende que se le tome por un tipo imparcial- me lo reenvió. Así me expliqué por qué fui admitido tan rápidamente en la página principal y la familiaridad, algo grosera, con la que me contestó el oscuro blogmaster. Claro, él también pensaba que soy otro. Así que, como a la ocasión la pintan calva, les diré que …

***

Supe de la historia de Ignacio González de la Puebla en un viaje del ecuador. Me la contó Doña Carlota, en las casi tres horas que pasamos en Vermont o en Maine, que ya no recuerdo dónde. Íbamos camino de la República Dominicana, para una semana, cuando hicimos escala. Doña Carlota me pidió ayuda. Dijo que para un chico tan guapo y tan fuerte era cosa de nada acarrear su pequeña maleta, y yo no supe qué contestar. Era una negra rotunda, tal y como había imaginado al creador de impostores inverosímiles, aunque quizás lo fueran todos y sólo pasase que no les estaba acostumbrado. Y es que no es como ahora; entonces sólo veíamos negros por la televisión. Mientras caminábamos por el pasillo me preguntó mi nombre dos veces. Yo estaba despistado, viendo cómo mis amigos se partían de risa. Y Doña Carlota tuvo que preguntar de nuevo y advertirme de que si no prestaba atención podía caer por una escalera mecánica o perder el tren del amor, y por la cursilada estuve a punto de tropezar y convertirla en pitonisa. Así que le dije como me llamaba y ella me contó que un primo suyo se había llamado igual y que había muerto de unas fiebres en Ciudad de Panamá. La cosa se estaba volviendo francamente ridícula, cuando me explicó para qué volvía a la República Dominicana. Su último marido “dormía plácidamente en el vientre del avión” y ella lo llevaba de vuelta a casa. Tenía entonces, como tantos otros ilusos de veinte años, la fiebre del escritor, y pensé que había algo fascinante –seguro que pensé en esa palabra- en una viuda que hace un viaje en avión con un ataúd forrado de plomo como acompañante. Ahora sé, no necesito que me lo digan, que no es algo precisamente muy extraño, pero ¿qué quieren?

Le pregunté de dónde venía, y me contestó que había salido hacía tres días de Zurich. Doña Carlota había enbiviudado dos veces, y las dos de dos diplomáticos. El último era vicecónsul, o algo parecido, y había muerto de frío. Así me lo dijo, y yo la creí, porque al decirlo miraba la ventisca al otro lado de los ventanales. Entonces fue cuando me contó la historia.

"Yo desciendo de españoles, ¿no sabes? Mi tatarabuelo fue guarnicionero. Le fusilaron los trinitarios cuando la restauración. A mi tatarabuela, que les gritaba “mentecatos” sin saber qué significaba, le dijeron que por espía de los españoles, pero yo creo que todo fue por una confusión. Se llamaba Ignacio González de la Puebla."

(Escrito por Tarquino)

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[0] Editado por Bartleby a las 8:00:00 | Todos los comentarios 252 comentarios // Año IV