
No era el mejor de los invitados, un día te desaparecía un libro y al otro una cápsula de tocadiscos pero Quico era así y lo tomabas o lo dejabas. Una noche me desperté sobresaltado: de uno de los salones de la casa llegaban voces y los inconfundibles sonidos de una pelea. Me levanté y me dirigí, medio atontado, hacia la habitación de donde venía el ruido topándome de bruces con unos individuos con la peor pinta que pueda imaginarse. Lo malo es que uno de ellos tenía agarrado a Quico, a la vez que con una navaja le marcaba la garganta. Lo curioso es que, al verme aparecer en la puerta y en pijama, la reacción del grupo fue hacer como que no pasaba nada. El tipo de la navaja la guardó, Quico se puso a darme explicaciones y los demás se levantaron para irse. En la mesa camilla había cartas y fichas de poker.
-No pasa nada, me dijo Quico. Es que le he ganado la moto a éste y se ha mosqueado.
Ni que decir tiene que al día siguiente le rogué que abandonase mi casa. No estaba dispuesto a ser degollado mientras dormía.
Lo peor de la afición de Quico a las cartas es que fui yo quien le enseñé. En Las Viñas jugábamos al poker cada noche, para distraernos. Terminábamos de cenar, mirábamos un rato las estrellas y al poco era Quico quien reclamaba la partida. Jugábamos doscientas o trescientas pesetas de entonces, mil como mucho, y Quico -a pesar de ser novato- siempre ganaba. Una cuñada mía estaba más que harta de perder cada noche y, por mi parte, también estaba mosqueado. Sabido es que, en el poker cerrado, entre personas de bien no se pide al que gana que enseñe el juego: tira las cartas sobre la mesa y es suficiente.
-¿Qué tienes?
-Un trío, ¿y tú?
-Un full de jotas y dieces, gano.
Y se llevaba la pasta de la timba. Una noche me mosqueé y empecé a mirarle el juego. No llevaba nada.

(Escrito por Crítico Constante)
Etiquetas: Crítico Constante