La sorpresa.
No hay catástrofe que merezca el nombre de tal que no se presente por sorpresa. El terremoto chileno rompió a las tres y media de la madrugada, cuando el país entero dormía, y el poderoso tsunami que lo siguió produjo la mayoría de sus efectos destructores en las dos o tres horas siguientes. Esperándolo teóricamente, en la práctica nadie lo esperaba. Las tres últimas grandes catástrofes telúricas se han producido en Chile en 1960, 1985 y 2010, con intervalos exactos de 25 años, es decir, de más de nueve mil madrugadas. Quizá sea posible diseñar un sistema de alerta temprana, integrado por una élite muy profesionalizada que, como monjes en un cenobio, sea capaz de mantener una vigilia permanente durante estos enormes intervalos de tiempo, siempre pensando que la catástrofe puede iniciarse al segundo siguiente. Pero es imposible que un sistema de alerta extendido a todo el país sea capaz de movilizar a las poblaciones en peligro, poniéndolas a salvo, en períodos de pocas horas o fracciones de horas. De manera que con la sorpresa hay que contar, y la única forma de contrarrestar en lo posible las consecuencias de una catástrofe así es educar a la población para que, ante el menor indicio de desencadenamiento de lo catastrófico, actúe de modo autónomo poniéndose inmediatamente lo más a salvo posible.
La caída de los fundamentos técnicos del orden.
Las consecuencias inmediatas de una catástrofe son la destrucción material y la pérdida de vidas. Pero el país afectado tiene que mantenerse en un orden civilizado para que los muchos daños mediatos que también se han producido y que todavía tienen remedio puedan repararse: ciudadanos heridos, sepultados bajo los escombros, faltos de agua o alimentos, etc. El terremoto de Chile ha puesto de manifiesto que en una sociedad como aquélla lo es tecnológicamente avanzada, el orden y la seguridad civilizados descansan sobre un solo factor, la distribución de energía eléctrica. Como consecuencia inmediata del terremoto, algunas líneas de alta tensión y estaciones de transformación sufrieron daños irreparables, lo que resultó en un colapso inmediato del sistema eléctrico del país. De aquí se siguió la gran sorpresa: cayó inmediatamente todo el sistema de comunicaciones inalámbricas, porque el funcionamiento de la red de telefonía móvil depende de antenas repetidoras animadas por energía eléctrica, y lo mismo sucede con la red de emisoras de radiotelevisión, y con Internet. El país entero, pero sobre todo las autoridades que tenían que actuar inmediatamente con dispositivos de emergencia, quedaron ciegos y sordos. No era ya que no se pudiera actuar, sino que ni siquiera se tenía una idea exacta de lo que estaba pasando. Y esta situación se mantuvo durante casi veinticuatro horas. El gran apagón resultó también en el colapso de la distribución de agua potable, movida casi exclusivamente por bombas eléctricas. Lo básico de las comunicaciones terrestres, como los firmes asfálticos de autovías y carreteras, soportó razonablemente bien el impacto telúrico, salvo en algunos puntos críticos, como puentes sobre grandes ríos. La sorpresa fue que las instalaciones accesorias inmovilizaron el sistema; así sucedió en la ruta 5, autovía que constituye la columna vertebral de las comunicaciones terrestres en un país de más de 4.000 km de largo, y en la que los muchos pasos elevados no resistieron el seísmo y cayeron sobre ella, bloqueándola. De aquí se derivó otra gran sorpresa: nuestra civilización tecnológica es cortoplacista, da respuestas inmediatas a demandas que apenas están empezando a formularse, es la civilización del just in time, basada en la eficiencia de un sistema de comunicaciones hiperfluido. Al bloquearse las rutas de transporte terrestre, es decir, la cadena logística, se puso de manifiesto que los super e hipermercados de las áreas urbanas afectadas carecían de stocks suficientes, lo que resultó muy pronto en una situación de desabastecimiento.
La inevitable desintegración social.
Cuando no hay electricidad, ni agua ni comunicaciones ni alimentos. Cuando las autoridades civiles desconocen la magnitud de los daños que ya han llegado o están por venir. Cuando las fuerzas de orden público y las organizaciones de defensa civil, en el caso de Chile carabineros y bomberos, llevan ya más de dos días en un ejercicio continuo de ayudar a las víctimas y se derrumban de sueño y fatiga, surge inevitablemente la desintegración social y se pone en marcha un mecanismo elemental de lucha por la vida. Los más pobres se organizan espontáneamente y empiezan a asaltar los supermercados en los que se supone pueden quedar alimentos. De la búsqueda de estos se pasa espontáneamente al saqueo de todo lo que, aun no siendo comestible, puede tener algún valor de cambio, como los electrodomésticos o las grandes pantallas de plasma. Dentro de estas masas incontroladas cristalizan pronto los que en Chile se han llamado grupos de antisociales, que ya ponen su punto e mira en los domicilios privados, donde además de alimentos pueden encontrar dinero. El orden social tiende rápidamente a desaparecer, y el Ejército es la única institución que en tales circunstancias puede restablecerlo. Eso es lo que sucedió en Chile, donde la declaración del estado de catástrofe, previsto por la Constitución y similar en lo operativo al estado de sitio, permitió que las fuerzas armadas controlaran pronto la situación y pudieran además implementar sistemas logísticos y sanitarios de emergencia, como si de una guerra se tratara. Todo lo cual constituyó la última gran sorpresa a la que quiero referirme: las sociedades de nuestra civilización tecnológica se convierten fácilmente, cuando fallan los fundamentos materiales de un sistema muy fluido y automatizado, en masas invertebradas. No existe, y esto escandaliza y hace reflexionar ahora a la sociedad chilena, un sistema de valores capaz de cohesionar a la gente cuando todo el soporte material de sus vidas se quiebra. Surge así la conciencia lacerante de la gran contradicción en que vivimos: nos escandalizamos de las cosas terribles que pasan en sitios remotos como algunas regiones africanas, cuando nuestra pax tecnológica tiene unos fundamentos que, en momentos catastróficos como los vividos en Chile, se muestran aterradoramente endebles.
Termino ya. Puede hacerse una reflexión positiva de lo acontecido en Chile. Para la magnitud del movimiento telúrico, el quinto más violento en el registro histórico, con un Richter de 8,8, los daños personales y materiales no han sido demasiado grandes: el país ha resistido, los chilenos en general, empezando por sus autoridades y terminando por los más humildes campesinos y pescadores de las regiones afectadas, han mostrado y siguen mostrando una sangre fría y determinación dignas de admiración. Estoy seguro de que en pocos años superarán las circunstancias que han vivido.
Pero también puede hacerse una reflexión negativa, hasta estremecedora, extensible, más allá de Chile, a los fundamentos de nuestra civilización tecnológica, que es demasiado inmediata, utilitaria y cortoplacista. Demasiado coherente, precisa y autoregulable. Excesivamente robotizada, teniendo en cuenta que los robots, como las muñecas, nunca serán perfectos. Que por todo eso quizá no se percate de su propia levedad, de que vivimos sobre la corteza de un volcán activo, somos un gigante con los pies de barro, el Aquiles cuyo talón quedará expuesto, antes o después, a la flecha de un Paris de puntería estadísticamente certera. Todo esto, por lo demás, los humanos de a pie, la gente de carne y hueso, lo intuimos. Buena parte de la desesperanza soterrada, el alegre cinismo o la agria inocencia de nuestra época así lo atestiguan. El caso es que también nos sentimos incapaces de encontrar soluciones para estos problemas que, antes o después, acabarán con nuestros modos de vida. Bebamos pues y comamos, que mañana moriremos. ¿O no?
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