¿Cómo entender este oxímoron? Comencemos por el estar. Con cierta frecuencia se recuerda en la prensa y en los estudios sobre el tardofranquismo y la Transición el nombre de García Calvo como integrante, con Tierno Galván y Aranguren, de la terna de profesores universitarios que fueron expulsados de sus cátedras en 1965 por su implicación en las protestas estudiantiles. Desde su exilio francés, García Calvo comenzó a publicar algunas de sus obras más difundidas, comenzando por la traducción de La filosofía en el tocador del marqués de Sade.
De vuelta a España, restituido a su cátedra por las autoridades de la Transición, García Calvo continúa sus clases y mantiene, junto a Fernando Savater, una famosa tertulia en la calle Desengaño, centrada en el comentario de los pensadores presocráticos: fruto de la misma serán sus dos tomos de Lecturas presocráticas, que incluyen una celebrada edición crítica del texto de Parménides y Heráclito. A la calle Desengaño seguirán el café Manuela, en el barrio de Malasaña, y otras sedes siempre provisionales de tertulia; hoy mismo, el Ateneo de Madrid, donde cada miércoles por la tarde, a las 20:30, tiene lugar una tertulia política conducida por nuestro autor.
Aun después de abandonada la docencia regular en la Universidad Complutense de Madrid por jubilación forzosa en los años 90, GC constituye una presencia tan imprevisible como ubicua a través de charlas, recitales, cursos y tertulias habidos por todos los rincones de nuestra geografía. También, a pesar de una deficiente distribución (que en los últimos años se ha corregido bastante), dejando a un lado los descatalogados (que incluyen títulos importantes, como De los números, Lalia o la Iliupersis), las librerías acogen aquí y ahora un catálogo considerable de libros de su autoría, publicados los más en su propia editorial, la zamorana Lucina; a los que hay sumar una serie no despreciable de traducciones, tanto de clásicos grecolatinos (Ilíada, Edipo Rey, De Rerum Natura) como de obras de Shakespeare (Macbeth, Sueño de una noche de verano, Sonetos), y ediciones críticas (De Rerum Natura, de Lucrecio; la obra del rabino Sem Tob).
Por lo que se refiere a sus numerosos artículos, si los referidos a cuestiones filológicas han de buscarse en revistas especializadas, los que tocan temas políticos (y con frecuencia polémicos) llegan puntualmente al lector a través de una colaboración sostenida con tenacidad tanto en revistas de pensamiento (en particular, Archipiélago) como en diarios de distribución nacional (Diario 16, El País y, actualmente, La Razón).
Fiel al dicho de que sólo los peces muertos siguen la corriente del río, la presencia de García Calvo en el mundo cultural tiene vocación de tábano socrático: apuntemos, por ejemplo, su negativa absoluta a comparecer en el medio televisivo, coherente con su idea de que la televisión es un medio señero de manipulación y formación de masas.
Marginal de vocación, García Calvo ha logrado en buena medida serlo de hecho: un aspecto de este activo no estar es su llamativa ausencia, con contadas excepciones, de los estudios y panoramas de la literatura española contemparánea. Su producción poética y teatral encaja tan mal en los esquemas de las corrientes predominantes en la literatura de posguerra que el modo más común de tratarla ha sido un silencio de muy abierta interpretación.
Este silencio de la crítica literaria es solidario con el que suelen recibir, por parte de los filólogos clásicos e hispánicos, sus aportaciones a los estudios de gramática y Filología. Una vez examinadas las referencias del propio García Calvo a quienes le ignoran (críticos literarios e investigadores científicos) justo es decir que estamos ante un desdén mutuo vivamente correspondido.
Y sin embargo, en tres llamativas ocasiones este silencio de la crítica especializada se ha roto para conceder a García Calvo sendos premios de la máxima importancia: el Premio Nacional de Ensayo de 1990 por su obra de gramática Hablando de lo que habla, el Premio Nacional de Literatura Dramática por Baraja del rey don Pedro en 1999 y el Premio Nacional al conjunto de la obra de un traductor en 2006.
De Baraja del rey don Pedro, un poema, sin duda entre lo mejor que haya escrito:
¿Quién le puso números al sueño?
Por tener lo que volaba,
llenó su jaula de pájaros muertos.
Por tener lo que soñaba,
su sueño trocó por joyeles de hielo.
Ése fue el rey Midas de los frigios,
que una vez, se dice, halló en su huerto,
medio asno, sudoroso,
peludo todo, borracho, a Sileno;
y lo ató con correyuelas
en flor y con hiedras llevóselo preso.
Pero luego al padre Dïoniso
le entregó su bruto tembloriento.
Conque el dios, en su sonrisa
le dijo: «Elige qué quieres en premio».
Y él pidió: «se trueque en oro
sin más cada cosa que toquen mis dedos».
¿Quién dirá los días que ha vendido?
¿Quién es quien las rosas puso a rédito?
Por saber lo que tenía,
perdió tesoro sin cuenta ni dueño.
Por saber lo que soñaba,
en mármol y nombre volviósele el sueño.
Ésa fue la blanca niña Alma
que por celos de la misma Venus
hubo de tomar esposo
sin nombre, y nunca tenía que verlo.
Cada noche la abrazaba
y el gozo era sombra florida de besos.
Pero no bastó lo mucho y tanto:
todo quiso Alma, todo el tiempo;
y una noche que él dormía,
sacó la antorcha, la alzó sobre el lecho:
era Amor: su nombre supo;
lo vio y lo perdió: era amor, era ciego.
(Baraja del rey don Pedro, pp. 63-4).
(Escrito por Al59)
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