El bar, curiosamente, no estaba despoblado. Una corta y variopinta fauna, reunida allí por el mismo descarnado azar que si les hubiera llevado a mejor sitio lo hubieran confundido con buena suerte, ocupaba sin entusiasmo pero con bebidas y tapas rancias buena parte de las mesas. En una de ellas, con las esquinas del tablero de raylite levantadas dejando el aglomerado y su fe a la vista, estaban sentadas un par de monjas negras y jóvenes acompañadas de un tipo de mirada decidida y pinta de cura de paisano. Tenía el aspecto implacable de los que no te ayudan a subir la maleta al altillo del autobús de línea porque creen tener un destino manifiesto al que servir de inmediato con una metódica compulsión que les salve del riesgo de toda duda. Estaban los tres tiesos como palos ante sus tazas de café con leche ya agotadas y guardaban un silencio más aburrido que contemplativo, desprovisto de toda intriga. De todo ese montón de datos y como el día había sido espeso no pude deducir más que las monjas no eran irlandesas. Aparqué mi perspicacia en otra mesa con la intención de saciarla con una copiosa y típica cena mientras falcaba la pata de la silla con una servilleta de papel doblada en ocho para evitar que el balanceo pudiera parecer obsceno. Al levantar la vista me topé con un sujeto muy pulcro que ocupaba la mesa vecina y leía con devoción un libro encuadernado con pastas antiguas que se titulaba Manual para aprender a escribir a máquina en 3 semanas. No llevaba gafas de concha ni tenía pinta de oficinista psicópata ni se sometía a ningún otro guión previsible, pero resultaba tan ajeno a todo lugar que dejaba a este bar más anacrónico de lo que ya era. Con gestos secos y rápidos y un pulgar bañado en saliva pasaba las páginas del manual con una familiaridad que demostraba llevar más de tres semanas dedicado a tan noble empeño. Lo hacía con la misma fruición con que pasamos los días de vacaciones.
La víspera de esa página había empezado yo las susodichas con una visita a una supuestamente exclusiva playa de Levante sitiada por un campo de golf, un parador nacional y la suciedad ácida del mar procedente de los desagües de los barcos que llegaban al cercano puerto. Habían pasado los tres días de riguroso y sofocante poniente que ofrece todo verano que se precie y era el primero en que el viento giraba hacia el piadoso y habitual levante, con tanta decisión que se había transformado en una marejada disuasoria del baño. Las olas habían arrojado montada en su espuma verde a una dorada de buen tamaño cuyas escamas ya estaban grises y opacas al quedar varada en la orilla. La indolencia de los escasos paseantes al pasar a su lado remató su débil esperanza de ser devuelta al agua y sólo las gaviotas que planeaban sobre el festín daban señales de vida en un paisaje que parecía detenido bruscamente por una vieja y terminante orden de rutina. En ese solar en el que los bañistas se habían petrificado como postes indicadores de la desgana vacacional, una gaviota empezó a picotear el pez con vergüenza, mirando nerviosamente de reojo a ambos lados como si temiera ser detenida por comportamiento indecoroso. Y algo de indecente había en la saña con que empezó a aplicarse sobre la cabeza del cadáver, primero alrededor del ojo, después con una ambición no exenta de elegancia desde su torso rígido y el cuello como martillo neumático. Fue en ese preciso momento cuando decidí salir en busca de parajes menos carnívoros, sin saber que la mecánica del automóvil moderno me llevaría a conocer otros comensales no menos voraces.
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