A uno desde pequeño le incomodó el trato servicial de los buenos hoteles, esas sonrisas que en el niño germinan desconfianza. Es la máxima capitalista, no obstante, de ganar al cliente a través del servicio. Una ley tan difícil de acomodar en determinadas sociedades abonadas al borderío, la incorrección y, en lenguaje clásico o almodovariano, la mala educación.
En otros rincones es más sencillo por la impregnación natural de las formas como mandamiento cultural. Japón, claro. Allí opera Keihin Express, compañía de ferrocarril eléctrico cuyos empleados serían el reverso de nuestros funcionarios de correos: su primera obligación, amen de la cortesía, es una sonrisa profidén. Con independencia de que el trabajador tenga la almorrana inflamada, el periodo en día punta o un berrinche con el sobrino que se gasta los yens en dorayakis, su causa es la buena cara agasajadora para los estresados viajeros. A tal fin la empresa ha instalado unos medidores de sonrisas a los que la plantilla se tiene que someter diariamente, a modo de (opcional) inspección orwelliana. Se trata de un software que espejea al empleado delante de la pantalla y analiza su rictus, la sonrisa ocular, la curva de los labios. Y luego el resultado emerge como una penetración en el alma, en la sinceridad de la faz. Los mensajes varían desde la reprobación de una sonrisa de mala calidad y la congratulación por presentar un aspecto rutilante. La interfaz adecuada, la cara como pantalla convincente.
Estaría bien acceder a una copia del software y ponérselo el primer lunes post-vacacional.
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