Es ésta una sopa confusa. Adrede, además. La auténtica, sólo puede cocinarse con espárragos trigueros cuando los hay, que cada vez son menos veces. ¿Qué hacer el resto del tiempo? Pues imitarla. Con su color, su suave regusto ácido y su sabor que, ciertamente, recuerda –no sé porqué extraño azar combinatorio de los aromas– en todo al de la sopa de trigueros. Pero no utilizando espárragos criados, de esos gordos y fibrosos. Además, no duden ustedes de que los espárragos verdes son los que, por múltiples razones, no se han blanqueado bien, siendo el desecho de la industria esparraguera. El destrío, vamos, por emplear el término usado en horticultura y que (¡vaya por Cervantes!) no recoge el D.R.A.E.
Para dos personas (después de una sopa, lo mejor de las noches otoñales es la compaña), picaremos muy menudos media cebolla y un pimiento verde de regular tamaño. Los pocharemos en buen aceite y, sofritos que sean, añadiremos algo más de medio litro de agua y una pastilla de Avecrem. Este punto es muy importante: ya que impostamos la sopa, no nos cortemos en los procedimientos. Cuando rompa a hervir, añadiremos pan del día anterior cortado en rebanadas finas y dejaremos a fuego lento unos diez minutos. En este instante, echaremos un buen chorreón de vinagre. ¿De cualquier vinagre?, preguntará soliviantado algún exquisito. Hombre: si el vinagre es bueno, mejor. El vinagre de manzana no le dice mal, aunque yo prefiero el de vino. No pongan aceto balsámico de Módena. Buena gana de malgastar un festín en lo que no son más que salvas. Cuando la cocina se llene del suave aroma ácido, pueden añadirse un par de huevos. Cuajada levemente que sea la clara, a servir. Con el estómago caliente y reconfortado, bien puede uno ponerse una generosa copa de single malt (tengo casi acabado lo del whisky, Montano) y disfrutar de la otra compañía que, deseo, esté tan calentita como la falsa sopa de espárragos.
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