Este modelo expositor invita a reflexionar sobre los derroteros del arte moderno, donde la premisa del concepto, a menudo interpretada como absoluta y vacua tomadura de pelo, se difumina en beneficio de una escala homologada con la conversión de los museos en centros temáticos. Democratizado el arte, no hay límites ni cortapisas para disfrutar del contenido. El espectador es libre de zambullirse en la exposición sin la antigua condición del conocimiento previo, la tenencia de nociones sobre el arte. Esto ya era válido para las exposiciones modernas (ya se anticuó el adjetivo, ¿acaso se creyeron el fin del trayecto?) que desplegaban un vaso de agua en una breve repisa. Ahora, en cambio, el sujeto no pasa de largo llevándose un “y qué?” como conclusión, sino que hace presente su intersección con la obra. De hecho, al volver a casa podrá ver en la red la creación que pergeñó con una espada Jedi. Uno ignora cómo casa esta tendencia con el valiente empeño de Kurt Weill en derribar la barrera entre arte culto y arte popular. Por otro lado, la tecnología es una mutación permanente y, revisionismos al margen, la invención de hoy convierte en obsoleta la de ayer. La perdurabilidad, por tanto, está descartada. Tampoco parece ser un objetivo. No obstante, el itinerario aún reserva alguna sala para obras pictóricas. Espejados a ambos lados de un pasillo, dos grandes lienzos de Curro González reflejan un vertedero de iconos poderosos del siglo XX (prehistoria) y una aglutinación de anónimos que parecen mirar, inexpresivos, ése cuadro de enfrente.
Al final de la exposición, cuya contemplación lleva casi tres horas, los niños no están cansados. Más bien al contrario, comentan entusiasmados que hablarán en el colegio sobre los “juegos” que descubrieron. Y el padre dedicará el resto del descanso dominical a una partida de videojuego. Del tacto a lo táctil.
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