He aquí un buen análisis histórico:
Causas de la pérdida de España
Por Pío Moa
La tesis más extendida desde Sánchez Albornoz supone una protofeudalización, entendiendo por tal un debilitamiento del poder monárquico y una tendencia a la disgregación del país en territorios semiindependientes bajo el poder efectivo de los grandes magnates. Ello habría ocurrido sobre todo a partir de Wamba.
La tesis, defendida por la historiografía progresista, también es aceptada por los dos mayores expertos actuales en el mundo visigodo, Luis García Moreno y José Orlandis. A la feudalización o protofeudalización se uniría una decadencia intelectual y moral del clero, una desmoralización popular ligada a una presión fiscal excesiva e incluso un deseo de la población de librarse de una dominación opresiva. Suele incluirse la actitud de los judíos.
A mi juicio, estas teorías recuerdan a las especulaciones moralistas: puesto que el reino se hundió con aparente facilidad, tenía que estar ya maduro para el naufragio por una creciente corrosión interna. Pero desastres semejantes, sin tal corrosión, no escasean a lo largo de los tiempos. Países al borde de la descomposición se han rehecho en momentos críticos y afrontado enemigos poderosos, y otros relativamente florecientes han sucumbido inesperadamente. Así, Francia y otros países cayeron ante el empuje nazi no en cuestión de años, sino de semanas, obteniendo los vencedores una amplia colaboración entre franceses, belgas, holandeses, etc.; pero nadie insinúa que esos pueblos vivieran en regímenes carcomidos, estuviesen hartos de su democracia e independencia o deseasen librarse de los impuestos por medio del dominio alemán…
El éxito musulmán no fue nada impensable: pocos años antes, con ejércitos pequeños, los árabes habían acabado con una de las superpotencias de la época, el imperio persa sasánida, ocho o diez veces más extenso que España, y habían arrebatado enormes extensiones a la otra superpotencia, el imperio bizantino. Cierto que ambos imperios pasaban por un mal momento, pero la desproporción de fuerzas a su favor seguía siendo enorme, y el resultado sorprendente. Las tropas surgidas del desierto conquistaron Mesopotamia en solo nueve meses, y en la decisiva batalla de Ualaya la proporción de efectivos recuerda a la del Guadalete: 15.000 musulmanes vencieron a 45.000 persas, sin la fortuna, para los vencedores, de una traición a la witizana. Lo mismo en la batalla de Kadisia o Qadisiya, donde prácticamente quebró el imperio sasánida, a partir de la cual la conquista fue completada en solo cinco años. Contra la tosca idea de que la superioridad material decide las guerras y los cambios históricos, la derrota de los más fuertes dista de ser un suceso excepcional, aun no siendo la regla. La caída de España, por tanto, no debe chocar tanto como se pretende.
Las noticias del último período hispano-tervingio son demasiado escasas para sacar conclusiones definitivas en un sentido u otro, pero los indicios de la supuesta protofeudalización final suenan poco convincentes, pues dichos indicios existieron a lo largo de todo el Reino de Toledo: son factores centrífugos presentes en cualquier sociedad, que en la Galia, pero no en España, predominaron sobre los centrípetos. Las leyes de Wamba o Ervigio para forzar a los nobles a acudir con sus mesnadas ante cualquier peligro público se arguyen como prueba de una creciente independencia y desinterés de los nobles por las empresas de carácter general. Pero siempre, no solo a partir de Wamba, dependieron los reyes de las aportaciones de los magnates, y con seguridad nunca faltaron roces y dificultades en esa colaboración. Por lo demás, ni Wamba ni los reyes sucesivos, incluido Rodrigo, parecen haber hallado especial obstáculo para reunir los ejércitos necesarios ante peligros internos o externos. Aquellas leyes, como las relativas a la traición, podrían ser instrumentos monárquicos para acusar y aplastar a los potentados desafectos, una costumbre a la que replicaron la nobleza y el alto clero con el habeas corpus visigodo, innovación jurídica ejemplar e indicio de vitalidad, no de declive.
Durante todo el Reino de Toledo se percibe claramente una pugna, a menudo sangrienta, entre los monarcas y la oligarquía (o, propiamente, sectores de ella); pero quizá menos brutal en la última época que antes. Ese conflicto fue siempre la mayor causa de inestabilidad, y no parece agravado desde Wamba. Una clave de la pugna giraba en torno al nombramiento de los reyes: estos trataban de imponer la coronación de sus hijos, y quitar así un poder esencial a los nobles, favorables al sistema electivo, que les daba poder sobre el monarca. En principio triunfaron los nobles ya en 633, pues el IV Concilio de Toledo estableció por ley el sistema electivo. Sin embargo, solo tres de los once reyes posteriores, Chíntila, Wamba y Rodrigo, subieron al trono según esa ley. Ello podría sugerir una victoria de hecho de los monarcas, pero tampoco sucedió así: una y otra vez los magnates frustraron el intento de crear una dinastía, y la sucesión hereditaria nunca llegó a la tercera generación. Esa tensión entre monarquía y oligarquía permaneció sin vencedor definitivo ni cambios apreciables durante todo el reino, salvo el extremo de la carnicería de nobles realizada por Chindasvinto.
Otro factor de inestabilidad y putrefacción del sistema, el morbo gótico o la costumbre de asesinar a los reyes, descendió notablemente durante la etapa hispano-tervingia. De los catorce monarcas anteriores a Leovigildo, nueve murieron asesinados, dos en batalla y solo tres en paz. De los dieciocho a partir de Leovigildo, únicamente dos fueron asesinados, Liuva II y Witerico, y justamente al principio y no al final del período, con sospechas sobre otros dos, Recaredo II y Witiza. Tres más fueron derrocados sin homicidio (Suíntila, Tulga y Wamba). La duración media de los reinados, otro dato relacionable con la estabilidad, no disminuye, sino que aumenta desde Wamba: nueve años, si excluimos a Rodrigo, que casi no tuvo tiempo de reinar, frente a siete y pico en la época anterior. Cabe señalar asimismo la mayor frecuencia de los concilios en la última etapa: uno cada cuatro años y pico de promedio, en comparación con la media anterior de uno cada diez. Es difícil saber si estas últimas cifras indican algo, pudiendo entenderse como un síntoma de inestabilidad o, por el contrario, de consolidación institucional: los concilios suponían un principio de poder representativo, además de un elemento fundamental de nacionalización. Todo ello no sugiere una especial protofeudalización, más bien lo contrario.
En cuanto a la corrupción de la jerarquía eclesiástica al compás de su creciente peso político, se aprecia en ella una considerable germanización (hasta algo más de un 40% de los cargos), posiblemente acompañada de un descenso del nivel moral e intelectual (si bien documentos como la Institutionum Disciplinae indican un panorama nobiliario muy distinto de la barbarie originaria). Los cánones de los últimos concilios también indican tensiones entre la oligarquía y los obispos. Los cánones incluían condenas a la sodomía y otros vicios del clero, lo cual puede indicar mucho o poco. Desde luego, los vicios denunciados habían existido siempre en algún grado, y no sabemos si aumentaban o si simplemente se reparaba en ellos. En cuanto al declive intelectual, Julián de Toledo murió en año tan avanzado como 690, y nunca sabremos si la falta de figuras relevantes posteriores podría no ser más que un retroceso pasajero.
Peso mucho más real tienen sucesos como las hambrunas y las pestes. El país parece haber entrado en un ciclo de sequías, que entonces significaban miseria, enfermedades y hambre masivas. Hubo, además, plagas de langosta no menos desastrosas. Según Ajbar Machmúa, una crónica árabe, el hambre de 708-9, muy próxima a la invasión musulmana, redujo a la mitad la población de España, dato poco creíble pero indicativo de una tremenda catástrofe demográfica. Poco antes, una peste importada de Bizancio casi había despoblado la Narbonense y afectado al resto. El horror impotente por estos sucesos queda documentado en las homilías: "He aquí, hermanos nuestros, que nos heló de espanto la funesta noticia traída por los mensajeros de que los confines de nuestra tierra están ya infestados por la peste y se nos avecina una cruel muerte", y las rogativas: "¡Aparta ya la calamidad de nuestros confines! Que el azote inhumano de la peste se alivie en aquellos que ya lo padecen y, gracias a tu favor, no llegue hasta nosotros". No hay modo de comprobarlo, pero la población no debió de superar los cuatro millones de habitantes bajo las desastrosas condiciones de la caída del Imperio Romano, y no crecería mucho luego. Sí parece claro que en vísperas de la invasión árabe no se había repuesto de unas catástrofes naturales mucho más asoladoras que las guerras. Por aquellas cabe explicar otros fenómenos, como la huida, frecuente y quizá masiva, de siervos o esclavos del campo, o la epidemia de suicidios causados por la desesperación, referidos en los cánones conciliares. A su vez, se haría muy difícil la recogida de impuestos y el descontento por ellos, pese a alguna amnistía fiscal, con el consiguiente debilitamiento del Estado.
Otro factor de debilidad estaría en la población judía. Las primeras disposiciones contra los hebreos buscaban impedir una posición social de superioridad de estos sobre los cristianos, y hubo cierta resistencia a medidas extremas como las deseadas por algún papa, pero las leyes persecutorias se volvieron más y más feroces con el tiempo. El XVII Concilio, en 694, solo diecisiete años antes del final del reino, aprobó las medidas más graves, exigidas por el rey Égica, molesto por el poco celo de los obispos en la persecución. Argüía el monarca la existencia de una conspiración judaica para derrocar la monarquía, informes de conversos sobre planes para destruir el cristianismo y supuestas rebeliones en curso en algunos países. También acusó a los conversos de mantener clandestinamente su vieja fe. En consecuencia, pedía reducirlos a la esclavitud e impedirles practicar su religión, bajo penas severísimas. El concilio aceptó sin mucho entusiasmo las propuestas-imposiciones regias. Este endurecimiento se ha relacionado a veces con la conducta de las comunidades judías como quinta columna de los sasánidas contra los bizantinos, y luego de los árabes contra los sasánidas (en el segundo caso, las comunidades cristianas de Persia desempeñaron el mismo papel quintacolumnista); pero en rigor las medidas son anteriores a estos hechos. Por otra parte, las persecuciones, si intentaban neutralizar la posible amenaza interna hebrea, exacerbaban al mismo tiempo la deslealtad de ese grupo social.
Los judíos vivían en barrios especiales de las principales ciudades béticas y algunas del interior y de Levante, y debían de sumar una exigua minoría, por lo que choca la obsesión del poder hacia ellos y sus supuestas conjuras. Parte de esa aversión nacía de la riqueza de la oligarquía hebrea, que proporcionaba a esta un poder subterráneo, no oficial pero efectivo, y suscitaba envidias. También pesaba la acusación de pueblo deicida, por la frase atribuida a la multitud en el juicio de Cristo: "¡Caiga su sangre sobre nosotros y nuestros hijos!". La persistencia en su fe era contemplada como una ofensa a la verdadera religión, prueba de una maldad porfiada y del deseo de vivir al margen de los demás, cuando los mismos godos arrianos habían dejado sus creencias para integrarse en las mayoritarias. A su vez, la autoconsideración hebrea como pueblo elegido y la permanente repulsa y frecuente persecución sufridas creaban un comportamiento cerrado, ya atacado por el moralista latino Juvenal: "Desprecian las leyes de Roma, estudian, observan y temen el Testamento judaico que Moisés les otorgó en un documento secreto. Sólo se confían a los de su misma religión, es decir, únicamente ayudan a los que, como ellos, son circuncisos".
¿En qué medida se aplicaron las leyes antisemitas? Las leyes, en general, no debieron de aplicarse muy estrictamente (aunque sí lo bastante para mantener la unidad del Estado), como se aprecia en las referentes a la elección de los monarcas. El grado de cumplimiento de las normas antijudías hubo de ser especialmente bajo, como revela su reiteración a lo largo de decenios. En los mismos tiempos de Égica, ya hacia el final del reino, ni siquiera se habían cumplido los primeros decretos del III Concilio que prohibían a los judíos tener esclavos cristianos. Aun así, los decretos se aplicarían en alguna medida, y su mera existencia pesaba como una temible amenaza sobre sus destinatarios.
Sin embargo, todos los daños señalados, y más que pudieran aducirse, solo explicarían la caída del reino si hubieran impedido la concentración de un ejército de alguna envergadura para afrontar a Tárik, lo cual no ocurrió. Las crónicas y los historiadores están conformes en la superioridad material del ejército hispano-godo sobre el musulmán. Y no fue la traición de los judíos, sino la de un sector de la nobleza, la causa determinante del desastre. Aunque la ley prohibía la alianza con poderes foráneos para alcanzar el poder, este tipo de traición se dio con cierta frecuencia. De modo muy similar a lo ocurrido con los muslimes, un grupo visigodo buscó en 552 la ayuda de los bizantinos, los cuales aprovecharon para adueñarse de una considerable porción de la Península, y no llegaron a más porque tenían casi todas sus fuerzas ocupadas en Italia; y la utilización de francos y rebeldes vascones en las pugnas internas había tenido lugar en varias ocasiones, aun si nunca con los efectos demoledores que con los musulmanes. Por otra parte, las consecuencias decisivas de Guadalete, con la pérdida del grueso del ejército y la dificultad posterior de organizar la resistencia, apoya la idea de un Estado bastante centralizado y no tan protofeudalizado como suele afirmarse.
Tampoco tiene sentido hacer comparaciones con los tiempos de Roma, cuando poblaciones independientes entre sí –e incapaces de unir sus fuerzas–, armadas y acostumbradas a la guerra ofrecieron una resistencia a menudo heroica y muy difícil de vencer. Los siglos de pax romana habían desarmado y desacostumbrado a la gente de las prácticas guerreras, como se había mostrado cuando las invasiones germánicas. Añádase la influencia eclesiástica, pacifista y conformista con el poder, contraria a la creación de un espíritu de lucha, al menos en la primera etapa de desconcierto. Isidoro había definido al respecto una doctrina contradictoria, pues si por una parte rechazaba al tirano ("Serás rey si obras con justicia, en otro caso no lo serás"), por otra definía el poder como enviado por Dios y desaconsejaba la resistencia incluso a la tiranía. Y el poder se estaba trasladando a los musulmanes.
Hablar de una preferencia de la población por los invasores, como hacen algunos, cae un tanto en lo grotesco (lo mismo podríamos hablar de una preferencia de los franceses por el dominio alemán). El esplendor que alcanzarían más tarde el emirato y el califato de Córdoba ha creado el espejismo de que los musulmanes llegaban con una civilización superior. Por el contrario, se trataba de guerreros del desierto y de las montañas del Atlas, tan bárbaros o más que los suevos, vándalos y alanos de unos siglos antes. La exigüidad de su número, y luego las disputas entre ellos, les forzaron a una considerable tolerancia religiosa y política inicial, pero el poder musulmán había significado en muchos lugares una hecatombe. La biblioteca de Alejandría había sido incendiada (no por primera vez; aunque algunos autores ponen en duda esta última), y la conquista de Persia supuso enormes destrucciones de espléndidos edificios y jardines imperiales, y de ciudades enteras, así como la quema de bibliotecas, entre ellas la magnífica de la Academia de Gundishapur, y de la propia academia, uno de los faros intelectuales del mundo en su época. Pasaría algún tiempo hasta que el poder árabe adaptase logros y formas culturales de los pueblos vencidos más civilizados, fueran el persa, el bizantino o el español. Pues España era quizá el país más civilizado de Europa Occidental, con una tradición cultural ya muy larga y profunda. La invasión difícilmente podría haber sido vista de otro modo que como una nueva plaga por una población que llevaba tiempo soportando muchas.
A mi juicio, el debate sobre la pérdida de España es un tanto infundado. La traición de los witizanos basta para explicar la derrota de Rodrigo, y la naturaleza bastante centralizada del Estado, unida a la persistencia de la traición después de Guadalete, explican suficientemente la amplitud del desastre. Tales cosas han ocurrido muchas veces en la historia, también en el siglo XX, vale la pena insistir.
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