“Las familias felices son todas iguales; las familias infelices lo son cada una a su manera”.
Siempre he estado de acuerdo con la célebre frase que da comienzo al Ana Karenina de Leon Tolstoi. Las familias infelices son más auténticas que las felices, primero porque dudo mucho que las felices existan realmente, y segundo porque en el fracaso de las primeras hay algo más verdadero que permite vislumbrar unas profundidades humanas que en el primer caso permanecen veladas. Como señala un pasaje del Talmud: el hombre es como las aceitunas, pues sólo da lo mejor de sí mismo cuando se lo tritura (creo recordar que es más o menos así). Si cambiamos ‘lo mejor’ por ‘lo más interesante’ suscribo al cien por cien la cita.
Siempre me han fascinado esas familias a las que hoy en día se les suele llamar ‘disfuncionales’. Aquellas donde campan a sus anchas el delirio, la locura o simplemente la mala leche. Tal vez se deba a que mi familia, por el contrario, siempre ha sido tan insípida que parece de otro planeta. La familia del famoso dibujante Robert Crumb es una familia paradigmática del caso disfuncional, sector artístico. Podríamos decir que sólo el propio Robert ha escapado a su destino con el horror, pero yo no estaría muy seguro, pues me da que su relación con Aline Kominsky es más sinuosa de lo que aparenta en el documental que podemos ver arriba.
El modelo de los Crumb, como suele suceder en estos casos, era la ‘típica familia feliz americana’ que los medios de comunicación reproducían insistentemente en la década de los 50. Un universo blanco e insípido, sometido al mito de la felicidad vinculada al consumismo. Cuando intenta imitarse un modelo como ese no es extraño que todo salte por los aires. El patriarca de los Crumb era un hombre de la segunda Guerra Mundial, un auténtico “asesino en serie” (según palabras de su hijo Robert), y trataba de ocultar su terrible experiencia en los campos de batalla. En resumen, fue un tirano que perjudicó a todos sus hijos, mientras que la madre, una adicta a las anfetaminas, no fue de mejor ayuda para éstos.
Pero son los hermanos de Crumb los que han salido peor parados de su nefasta experiencia familiar. Charles, el mayor, que es en cierta forma el instructor a nivel cultural de Robert (sobre todo en lo que a comics se refiere), es un personaje trágico hasta la médula. Enamorado en secreto del joven actor Bobby Driscoll, el niño que dio vida al protagonista de la adaptación que hizo la Disney de La isla del tesoro (1950), se pasó décadas sin salir de la casa paterna, encadenado a la envenenada compañía de una madre trastornada. Su relación con Robert es muy interesante desde el punto de vista psicológico, por la atracción-rechazo que se da en ella (Charles confiesa en la película que en un determinado momento de su vida deseó asesinar a su hermano). Su suicidio, poco después de participar en el rodaje de la película de Zwigoff (el director de Ghost world), cerró una vida que se antoja espantosa.
El caso del hermano pequeño, Maxon, no es más luminoso que el de Charles. Parece ser que sobrevive a día de hoy, pero no imagino de qué manera. En la película su situación difícilmente podría ser más deprimente. Totalmente solo (únicamente su hermano Robert lo conecta al resto del mundo), encerrado en el recuerdo de un doloroso pasado, obsesionado con el sexo y entregado a extraños rituales de índole más o menos religiosa, sobrecoge pensar cómo habrá podido soportar los últimos 18 años de su vida (la película, a pesar de estrenarse en el año 1994, se rodó más o menos en 1990, cuando Robert Crumb y su familia se estaban trasladando a Francia).
(Escrito por Horrach)
Etiquetas: Horrach
«El más antiguo ‹Más antiguo 201 – 254 de 254